Texto de la conferencia que el Alto Comisionado para la Paz dictó en la Universidad Externado.

Para entender los dilemas jurídicos del proceso de paz y de la justicia transicional, hay que entender primero el concepto de ‘transición’. Por eso voy a hablar de lo que sería la transición colombiana, y luego de los dilemas de la justicia.

Pero antes quiero partir de dos premisas básicas. La primera: que Colombia lleva casi 50 años en guerra y esa es una situación inaceptable. La segunda: que estamos ante la mejor oportunidad en la historia de ponerle fin. Lo digo porque llevo más de un año hablando en La Habana con las Farc y estoy convencido de que la oportunidad es real.


Estamos entonces ante un momento de decisiones como solo se presenta una vez en una generación. Eso no se nos puede olvidar.

Esta oportunidad no salió de la nada. Lo dijo el presidente Santos: los astros están alineados; y no están alienados por arte de magia, sino porque ha habido un trabajo paciente de construcción que puso en marcha el Presidente y que ha tenido varios pasos.

El primero fue reconocer que uno no cura una enfermedad, ni resuelve un problema, si no llama las cosas por su nombre. Y el nombre de este problema es ‘conflicto armado interno’. Valga decir: conflicto con las Farc y con el Eln, y con nadie más.
El segundo, poner en primera fila a las víctimas, con la Ley de Víctimas. La garantía de los derechos de ellas es la base del proceso.

El tercero, crear un entorno internacional favorable, asegurando que la región sea un soporte para la paz de Colombia, y no un impedimento. Eso es lo que han logrado el Presidente y su Canciller con su estrategia de impulsar la integración regional.
El cuarto, abrir un espacio constitucional para la justicia transicional, el llamado Marco Jurídico para la Paz, al que me referiré más adelante.

Y el quinto, armar un proceso metódico para llegar a la paz, un proceso que tiene su centro de gravedad en la idea de terminar el conflicto para poder pasar a una fase de construcción de la paz, es decir a una fase de transición.

La idea de la transición se deriva del primer punto del Acuerdo General que firmamos el pasado mes de agosto con las Farc, que dice: “Hemos acordado: I. Iniciar conversaciones directas e ininterrumpidas (…) con el fin de alcanzar un Acuerdo Final para la terminación del conflicto que contribuya a la construcción de la paz estable y duradera”. Una cosa es firmar un acuerdo que formalmente ponga fin al conflicto, y otra es la fase posterior de construcción de la paz.

Eso quiere decir que hasta que no se firme ese Acuerdo Final, nada cambia en el terreno: no habrá cese del fuego y no habrá despejes. Pero también que una vez firmemos, todo cambia, porque entramos en esa fase de construcción de paz sin armas, sin la presión y coerción de las armas. Entramos en la transición. Uno podría decir que ese es el verdadero comienzo del proceso de paz, no el fin.

El fundamento de la transición serán los acuerdos a los que lleguemos en La Habana, en desarrollo de los puntos del Acuerdo General, que no incluyen todos los asuntos de la vida nacional. Son cinco puntos sustantivos –más un sexto de garantías– que tienen que ver directamente con la terminación del conflicto y que forman un ‘núcleo duro’ de problemas que hay que resolver para hacer posible la paz, independientemente del color político o la ideología de cada quien. Todo lo demás es parte de la contienda política que se gana con votos en democracia.

Estos puntos los ha explicado el Presidente; hago un breve resumen.
El desarrollo agrario: el Gobierno piensa que sin una transformación profunda del sector rural que rompa el círculo vicioso de violencia en el campo –que causa pobreza, que alimenta más violencia– y cree un círculo virtuoso de bienestar y estabilidad, no estaremos garantizando la no repetición del conflicto.

La participación política: todos los procesos de paz exitosos en el mundo llevan a una transformación de los grupos armados en movimientos políticos, eso es precisamente la transformación de un conflicto. Y la base de esa transformación son las garantías. Garantías para los grupos: que puedan participar en igualdad de condiciones y sin riesgos de seguridad; y garantías para la sociedad: que se rompa para siempre el lazo entre la política y las armas, como dijo el Presidente.

El fin del conflicto: este es un proceso para terminar. Con la firma del Acuerdo Final –como acordamos en el Acuerdo General– comienza un proceso integral y simultáneo de dejación de armas y reincorporación a la vida civil de las Farc, y de puesta en marcha de garantías de seguridad.

El problema de las drogas: el proceso de paz no va a resolver el problema del crimen organizado, pero sí puede contribuir a reducir radicalmente su expresión territorial y, sobre todo, a sacar de la trampa de los cultivos ilícitos a decenas de miles de colombianos.

Los derechos de las víctimas: sobre esto hablaré más adelante.

Y la implementación, verificación y refrendación: el paso a la transición depende más que nada de la solidez del sistema de garantías que se establezca. De nuevo: garantías para las Farc, y garantías para la sociedad.

En sentido estricto, en La Habana no estamos negociando estos puntos; estamos construyendo acuerdos que establezcan las condiciones y las tareas que cada quien tendrá que cumplir para hacer posible la construcción de la paz.

Tomemos el caso de las víctimas. El Acuerdo General contiene –por primera vez– un punto sobre las víctimas. Pero no se trata de negociar los derechos de las víctimas. El Gobierno ha dicho insistentemente desde el año pasado que se trata más bien de ver cómo este y las Farc van a responderles a las víctimas en sus derechos en un escenario de fin del conflicto.

El centro de gravedad del proceso, repito, es la idea de pasar la página para entrar a una nueva fase, una fase que hemos llamado la Fase III y que en realidad es la transición. El punto entonces es quitar el conflicto y el problema de las armas del camino para poder hacer, para poder implementar, para poder reconstruir. El propósito de la transición es precisamente permitir la transformación y la reconstrucción.
Y si a algunos les parece fuera de lugar el término ‘reconstrucción’, basta que se den un paseo por las escuelas abandonadas y derruidas en el oriente antioqueño a causa del desplazamiento, o por los pueblos míseros a orillas del Atrato, confinados tantas veces por los grupos armados. Hay que reconstruir el campo colombiano.

*¿En qué consiste la transición? El primer elemento de la transición es la temporalidad. Es decir: pongámonos una meta en el tiempo –una meta de diez años, por ejemplo– para hacer realidad todas esas cosas que se están acordando.
El segundo es la excepcionalidad. Los efectos de 50 años de conflicto no se pueden reversar funcionando en la normalidad. Tenemos que redoblar esfuerzos y echar mano de todo tipo de medidas y mecanismos de excepción: medidas jurídicas, recursos extraordinarios, instituciones nuevas en el terreno que trabajen con suficiente intensidad e impacto para lograr las metas de la transición.

El tercer elemento –el más importante– es la territorialidad. Permítanme decir lo siguiente: si uno lo piensa bien, en Colombia no ha habido un verdadero proceso de paz. Ha habido procesos exitosos en el pasado con diferentes grupos –M-19, Epl, Crs– pero no ha habido un proceso de paz territorial, no ha habido un proceso de paz que se instale en las regiones y logre el verdadero cierre del conflicto, que es la visión y la obsesión del presidente Santos.

El error histórico ha sido pensar que un proceso se trata simplemente de la desmovilización de unos grupos, sin pensar en transformar los territorios, sin pensar en cambiar radicalmente las condiciones en el terreno.

Cojamos el ejemplo de Urabá. En esa región hay personas que se desmovilizaron del Epl para luego pasar por los diferentes grupos paramilitares que con el tiempo brotaron en esa fauna –Accu, Bananeros, Élmer Cárdenas, Héroes de Tolová– y hoy siguen dando vueltas por el golfo y el sur de Córdoba con la etiqueta de ‘Urabeños’, dedicados al narcotráfico.

La paz no se trata de recibir un fusil para entregar un taxi o una panadería. Se trata, repito, de quitar las armas del camino para poder transformar unos territorios y reconstruir el pacto social en las regiones. Para garantizar que no vuelva a haber guerra. Y eso, a juicio del Gobierno, se logra de dos maneras.

Una es ampliar el alcance y fortalecer la efectividad de las instituciones en el territorio. Eso se viene haciendo de tiempo atrás, es costoso y trabajoso, pero el ciudadano del Catatumbo, de Arauca o del Putumayo tiene que sentir que sus derechos valen tanto para el Gobierno como los de los habitantes de Bogotá o Medellín.

La otra es construir desde abajo, apoyados en la fuerza y la capacidad de organización de las comunidades. En Colombia sobran ejemplos admirables de construcción de paz desde abajo, pero una cosa es lo que se puede hacer en medio del conflicto, y otra sin conflicto y sin armas acosando a la población.
Eso me lleva un cuarto elemento de la transición, que es la participación.

Como ya dije, en La Habana estamos construyendo unos acuerdos que serán la base de la transición. Pero esos acuerdos solo establecen el ‘qué’. Para el ‘cómo’ se van a hacer las cosas en el terreno, con qué prioridades, no las van a decidir el Gobierno y las Farc, eso lo va a decidir toda la ciudadanía en las regiones, en un gran ejercicio de participación y construcción conjunta de la paz en una fase posterior de transición.
Un ejercicio, sobra decirlo, sin armas. Uno podría decir que para ganarse el derecho de participar en la transición hay que dejar primero las armas. Esa es la visión que está detrás del Acuerdo General del año pasado: se firma y comienzan simultáneamente la dejación de armas y la implementación de lo acordado.

La construcción conjunta de la paz requiere que abramos en las regiones nuevos espacios de participación, de debate, de sana deliberación democrática entre personas que se tratan como iguales en sus derechos y libertades –entre autoridades, comunidades, víctimas, agricultores, ganaderos, empresarios, comerciantes y también excombatientes reincorporados– para discutir cómo vamos a implementar esas cosas que se acuerden.

Tenemos además que pensar en nuevas formas de organización de las comunidades para sacar adelante la transición, dentro de la actual organización político-administrativa del Estado, que no está en discusión. Por ejemplo: si se va a desarrollar un nuevo programa de vías, o de distritos de riego, o de pequeños acueductos para llevar agua potable, perfectamente pueden ser las comunidades las que se organicen para priorizar, construir, administrar y mantener esas obras, bajo la supervisión de las autoridades municipales.

Esos espacios de deliberación democrática pueden ser también espacios de reconciliación. No en el sentido del perdón, que es algo que le corresponde a cada quien decidir en su propia conciencia y en su corazón, sino en el sentido de aceptación de unas mismas reglas de juego por parte de todos, la reconciliación en el sentido de trabajar alrededor de ese propósito común que es la construcción de la paz en el territorio.
De lo que se trata entonces es de lograr una verdadera movilización de la sociedad alrededor de la paz en una fase de transición.

**
Paso ahora a la segunda parte: los dilemas de la justicia.
La idea de la transición es también una idea normativa: se transita hacia el cumplimiento, o el restablecimiento, o el fortalecimiento de un orden o de unas reglas de juego, por las que se mide el éxito mismo de la transición. Es en ese punto donde se cruzan los esfuerzos de reconstrucción de la transición con los dilemas de la justicia.

Si la reconstrucción después de medio siglo de conflicto tiene varias dimensiones, necesariamente la justicia –la justicia entendida como el conjunto de principios y reglas fundamentales que guían y limitan el comportamiento de la política y la sociedad– también las tendrá que tener. Más dimensiones de lo que nos hemos acostumbrado a llamar ‘justicia transicional’.

Comienzo con la dimensión más práctica, que voy a llamar el problema de la justicia territorial. Es todo lo que hay que hacer en los territorios para restablecer y proteger los derechos de propiedad sobre la tierra. El Gobierno ya comenzó el programa de restitución de tierras para devolver a cada quien lo que fue suyo y el conflicto le quitó; y que en un escenario de transición, sin conflicto, tendría un impacto mucho mayor.
De manera similar, el conflicto sirvió –como es bien sabido– para que con plata de la droga y de todo tipo de actividades ilegales se adquirieran las mejores tierras del país; y para que con violencia y corrupción se despojara al Estado de enormes cantidades de baldíos.

En ambos casos se trata de reversar los efectos del conflicto sobre el territorio y la propiedad de la tierra; y para eso hay que utilizar mecanismos ágiles de excepción durante un tiempo limitado de transición.

Todo este esfuerzo debe llevar además a un fortalecimiento del alcance de la justicia y del imperio de la ley en el territorio, que es la verdadera garantía de no repetición.
Una segunda dimensión de la justicia en la transición, que no solemos mencionar, es la dimensión distributiva. Si le estamos apostando a una paz territorial luego de medio siglo de conflicto, esa paz tiene que ser inclusiva, tiene que atender las necesidades de todos. De las víctimas por supuesto, pero también de quienes sin ser víctimas directas sufrieron los efectos de la guerra en el territorio. No nos podemos olvidar de todos aquellos que no se fueron de sus casas, que padecieron el conflicto, que se empobrecieron con el conflicto y que requieren una atención especial.

Tenemos que distribuir, y sobre todo tenemos que distribuir tierras; con los bienes y capacidades para hacer uso de ellas. Para eso tendremos que hacer una ponderación justa entre los derechos de las víctimas directas y las necesidades de los más desposeídos en el campo.

La tercera dimensión la voy a llamar simplemente la dimensión de la justicia transicional, en su sentido habitual: la satisfacción de los derechos de las víctimas en una transición. Con ese fin, el Gobierno promovió con el Congreso primero la Ley de Víctimas y luego el llamado Marco Jurídico para la Paz. Al respecto dos comentarios.
Primero: el Marco exige que sea el Ejecutivo quien mediante una ley estatutaria ‘active’ ese instrumento constitucional. Eso no ha ocurrido, y no va a ocurrir mientras que el presidente Santos no lo decida. Digo esto para resaltar que toda la discusión actual sobre el Marco es necesariamente pura especulación. El Gobierno no ha tomado una decisión, ni se ha presentado un proyecto.

Segundo: dentro de toda esa especulación se usa y abusa del concepto de impunidad. La impunidad se mide necesariamente según el grado de satisfacción de los derechos de las víctimas. Nosotros pensamos que el error ha sido concentrarse simplemente en los victimarios. En el centro de la atención deben estar las víctimas, que es a lo que obliga el Marco: a dar el máximo posible de satisfacción a sus derechos en la transición.

No voy a tratar todos los elementos del Marco –su carácter excepcional, su constitucionalización de los derechos de las víctimas, su propuesta de una solución global que incluya a todos quienes hayan participado en el conflicto–, quiero solamente insistir en su aspecto central, que es la idea de una estrategia integral.
‘Integral’ en dos sentidos: una estrategia que integre y pondere los derechos a la verdad, la justicia y la reparación; pero también integral en el sentido de que permita abarcar el máximo de violaciones que se hayan cometido.

Los que insisten en lo contrario, en pensar que se pueden investigar caso a caso las violaciones de 50 años de guerra, francamente se están diciendo mentiras. Lo que vamos a encontrar al final es una impunidad de facto. Sabemos ya que de esa manera nunca vamos a llegar al fin, y que tenemos que hacerlo de una manera más inteligente.

El Gobierno ya comenzó esa tarea con la Ley de Víctimas. Pero otra cosa es lo que se podría hacer si firmamos