Los hombres blancos no saben saltar

Hace unos días, el presidente Santos anunció su “comando de reelección”, como lo bautizó Semana. Son cinco hombres y una sola mujer, son todos de color rosado cachaco, y todos han ocupado cargos directivos del Estado desde que tengo memoria.


Algunos nacieron fuera de Bogotá, pero ya todos son capitalinos, todos representan la más clásica receta de la política colombiana: tecnocracia económica, clientelismo ramplón y débil legitimidad enmascarada de autoritarismo, adobada con una pizca de desdén por los territorios donde no alcanzan a brillar sus luminosos egos.

No es una casualidad que la plataforma de la nueva campaña sea la Fundación Buen Gobierno, creada por Santos como escampadero de sus ministerios. Su corazón genuinamente le dicta que esa es la dirigencia que trazará el gobierno ideal. Pero en un país que pide una renovación a gritos, pues está entre los campeones continentales de la desigualdad económica, el atraso vial y la discriminación racial —manifiesta en la escasa inversión en infraestructura en las regiones con mayorías negras o indígenas, y en el número desproporcionado de víctimas que éstas siguen poniendo en el conflicto armado—, estas personas no resultan precisamente unos profetas del cambio.

No se ve que el mandatario tenga en este grupo una sola persona de confianza que esté fuera de su círculo social, y con el que no comparta pensamiento, obra y omisión. Nadie que le ponga algo de contraste o variedad al espíritu de su campaña, una figura joven, un científico ambientalista, un empresario de las nuevas tecnologías, un vanguardista en la minería, un sabio de la educación, una cineasta, una ingeniera. Tampoco hay nadie que se haya ganado su liderazgo con trabajo en terreno; alguien que pueda perfeccionar la tímida propuesta presidencial de reforma a la política antidrogas, como podrían hacerlo los brillantes líderes indígenas con sus ideas de resistencia cultural; alguien que pueda ponerle un polo a tierra a la ambiciosa política oficial de restitución de tierras, como alguno de los valientes líderes de los despojados. Tampoco hay un joven del imaginativo movimiento nacional estudiantil que contribuiría a idear en un segundo mandato la revolución educativa indispensable para conseguir la prometida equidad.

Sin demeritar sus virtudes individuales, que son muchas, este equipo de campaña no refleja ni la sombra de la innovación, el coraje, la complejidad, la tenacidad y, sobre todo, la diversidad de este enorme y riquísimo país. Ni en su color, ni en sus regiones, ni en sus profesiones, ni en sus edades representan a la Nación de verdad.

Tampoco representan a quienes se han rebelado contra la larga historia de injusticias o a quienes peor las han sufrido. Por eso es difícil prever cómo es que este dream team de hombres blancos, con perdón de María Emma Mejía, va a dar el salto hacia la reconciliación nacional después de un conflicto armado de medio siglo.

Dirán ustedes: Santos tiene derecho a armar su campaña con su gente de confianza y después en el gobierno podrá vincular a los demás. Pero eso es precisamente lo que me pone a dudar, que después de cuatro años de gobierno, el presidente no haya encontrado a nadie distinto en quien confiar. Ni la restitución, ni la paz, ni la equidad, ni la integración lo han llevado a descubrir un hombre o una mujer nueva, y la monotonía de la foto revela su intención de que el poder, en un eventual segundo período, permanezca en las mismas manos, y de que estas audaces políticas de nombres tan esperanzadores no alteren demasiado esta distribución.

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