Diversidad Minada

La semana pasada, la Corte Constitucional falló una tutela contra la multinacional Muriel Mining Corporation, que detuvo en seco las actividades de la mayor explotación de cobre en el país. El proyecto Mandé Norte, otorgado en concesión a treinta años desde febrero del 2005 y que cubre una extensa área entre Antioquia y Chocó, constituye un ejemplo tanto de los desafíos económicos y sociales como de las talanqueras jurídicas que enfrentarán empresas, Gobierno y comunidades en medio de la “bonanza minera” que está experimentando el país.

En los últimos años, la actividad mencionada ha presentado una gran dinámica: mientras en el 2004 el país exportaba 3.320 millones de dólares por este rubro, el año pasado había alcanzado los 8.154 millones. Así, en el periodo anotado, casi la cuarta parte de las exportaciones totales provino del sector minero, sin contar el petróleo. En medio de la crisis global, dicho ramo se convirtió en uno de los motores de crecimiento, pues el PIB correspondiente aumentó 11,3 por ciento en el 2009, una cifra de lejos superior al 0,4 por ciento al que lo hizo toda la economía.

Tales estadísticas han llevado a muchos analistas a pronosticar una transformación del perfil productivo colombiano hacia una economía mucho más dependiente de minerales e hidrocarburos. Lo anterior también ha despertado alarmas en varios sectores académicos y sociales, que ven con preocupación las consecuencias ambientales y sociales de la nueva estructura. Dados la extensión y despliegue de los resguardos de comunidades indígenas y afrodescendientes a lo largo y ancho de la geografía, las minas de cobre, oro y molibdeno de Muriel Mining no son un caso aislado.

Para el alto tribunal, la multinacional no realizó “de manera completa y adecuada”el proceso de consulta previa que la Carta Política contempla para la explotación de recursos en territorios habitados por los mencionados grupos étnicos. En el caso de Mandé Norte, fueron ignorados los resguardos indígenas de Uradá-Jiguamiandó y Chageradó-Turriquitadó, así como los afros de la cuenca del río Jiguamiandó. Los magistrados también encontraron que los estudios ambientales estaban incompletos y que las comunidades no fueron debidamente informadas y consultadas sobre las consecuencias globales del proyecto. Como resultado, la Corte suspendió los trabajos de la mina.
Dentro de las lecciones de esta decisión, la más importante es que las compañías del ramo, cada vez más interesadas en la riqueza del subsuelo, deberán respetar los requisitos de consulta previa y de impacto ambiental contemplados en la ley colombiana. Sin embargo, los jueces, asimismo, están en la obligación de “armonizar”, como lo señala el mismo fallo, los intereses contrapuestos: el de aprovechar los recursos naturales y el de asegurar la protección étnica, cultural y social de las comunidades vernáculas.
Esto implica que, en futuros casos, los magistrados deberían revisar el requisito del “consentimiento” de la comunidad para darle luz verde a un proyecto minero. En último término, se trata de conciliar los derechos legítimos de las minorías, que buscan evitar la destrucción de su hábitat y preservar su cultura, con los intereses de las mayorías, que se benefician de las regalías, los impuestos y el empleo generado por la explotación de yacimientos.
A pesar del muy pobre historial del país a la hora de respetar el debido proceso o invertir bien los recursos de bonanzas pasadas, es indispensable comenzar a hacer las cosas en la forma correcta, ante la expectativa de un auge. Eso implica entender que no todos los proyectos mineros constituyen amenazas a las culturas nativas y que hay efectos que son susceptibles de mitigación. Pero también, que hay que seguir las reglas del juego para evitar la intervención de la justicia

Sección

Editorial – opinión

Fecha de publicación

30 de marzo de 2010
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