Continúa la Impunidad en el crimen cometido contra Manuel Cepeda

Nuestra Comisión de Justicia y Paz reproduce los pronunciamientos realizados por Iván Cepeda Castro, La Fundación “Manuel Cepeda Vargas” y el Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo” sobre el fallo de la Sala Penal de la Corte Suprema de “Justicia” en el que, el pasado 11 de noviembre, absolvió a Carlos Castaño por el crimen cometido contra Manuel Cepeda.

El Espectador
13 de noviembre de 2004


Espectáculos de terror
Iván Cepeda Castro
Para implantar su control social y desplazar a poblaciones enteras, los grupos paramilitares han empleado formas de violencia extrema. El verdadero proceso paramilitar que se desarrolla actualmente consiste en el afianzamiento de un modelo en el que las víctimas son forzadas a consentir la legitimación del dominio impuesto a base del terror.
Coincidiendo con el anuncio de nuevas desmovilizaciones colectivas de los contingentes de las AUC, por estos días se conmemora un luctuoso aniversario. El 11 de noviembre se cumple un año más de la masacre de Segovia, Antioquia, perpetrada en 1988. A las 7 de la noche de esa fecha grupos paramilitares irrumpieron en la población minera. Congregaron un centenar de habitantes en el parque principal y, delante de la estupefacta ciudadanía, dispararon indiscriminadamente. Luego entraron en algunas casas y acabaron con quienes estaban allí: niños, ancianos, mujeres y hombres. El saldo de esa noche de horror fue de 43 personas asesinadas y otras 50 gravemente heridas. Durante las dos horas que duró el tiroteo no se advirtió ningún movimiento en la guarnición del Ejército ni en el puesto de policía de la localidad. Los sicarios abandonaron sin prisa el lugar y al día siguiente las autoridades militares aseguraron estar llevando a cabo “intensos operativos para dar con el paradero de la guerrilla”, a quien adjudicaron el hecho.

Las masacres no son sólo homicidios colectivos que buscan la eliminación o el desplazamiento de grupos de civiles, también son espectáculos de terror para imponer a la población la “pedagogía” del escarmiento y del miedo. La violencia que se ejerce en público, utilizando a los habitantes de una zona como espectadores de hechos crueles, no es un acontecimiento fortuito ni caótico. En esos actos atroces existe la disposición de cierto número de procedimientos que cumplen una función ejemplarizante. Tales actos entrañan un ritual de los tormentos que incluye concentrar a la población en determinados sitios, doblegar a las víctimas mediante tratamientos degradantes, torturar y violar en público, obligar a que los cadáveres permanezcan desenterrados y expuestos durante días, etc. Las circunstancias humillantes en que se desarrollan estos sucesos macabros (por ejemplo, cuando los familiares de la víctima hacen parte del público, o cuando se ordena a los condenados pedir perdón a sus agresores antes de ser masacrados) tienen como efecto que el público espectador de las matanzas quede marcado de por vida por el recuerdo indeleble de las escenas siniestras. Después de salir de infiernos como estos, nadie quiere compartir el destino de las víctimas fatales. Así ocurrió en 1997 en Mapiripán, Meta, donde los paramilitares ultimaron a 49 personas luego de uno de estos ceremoniales del suplicio.

Las masacres suponen, además, la experiencia del desequilibrio total entre la posición de los autores de los vejámenes y la posición de sus víctimas. Los primeros están respaldados no sólo por sus armas, sino a la vez por la aquiescencia –cuando no la participación conjunta en sus acciones- de las autoridades estatales. Las víctimas constatan, impotentes, que se enfrentan solitarias a un aparato criminal en el que los asesinos actúan apoyados por las instituciones que deberían salvaguardar sus vidas.
¿Qué programas o disposiciones concretas de reparación se llevan a cabo para intentar recomponer, hasta donde ello es posible, la existencia de los sobrevivientes de esos rituales del suplicio? Tal parece que este asunto tiene sin cuidado al Gobierno, al Alto Comisionado para la Paz y a la Misión de la OEA en Colombia.

AVAL SUPREMO A LA IMPUNIDAD PARAMILITAR
La Corte Suprema de Justicia colombiana absuelve al jefe paramilitar Carlos Castaño Gil por el homicidio contra el senador Manuel Cepeda Vargas
La Fundación “Manuel Cepeda Vargas” y el Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo” manifiestan su rechazo al fallo proferido, el 11 de noviembre de 2004, por la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia en el caso del asesinato del senador Manuel Cepeda Vargas; decisión en la que absuelve al jefe paramilitar Carlos Castaño Gil.
La Corte no quiso creerle a Castaño. A pesar de que cuatro de los nueve integrantes de la Sala salvaron su voto, logró imponerse la posición del magistrado Édgar Lombana, ponente del fallo.

La característica esencial del caso Cepeda es el abundante material probatorio que muestra la participación concertada de militares y paramilitares en un operativo que puso fin a la vida del último parlamentario elegido por el movimiento político Unión Patriótica. En el expediente del caso existen elementos probatorios que comprometen como coautores intelectuales del crimen al general del Ejército Rodolfo Herrera Luna (fallecido en 1997) y al jefe paramilitar Carlos Castaño Gil. La investigación penal también estableció que los autores materiales fueron los suboficiales del Ejército, Hernando Medina Camacho y Justo Gil Zúñiga Labrador, quienes actuaron junto a un equipo compuesto por sicarios paramilitares. La investigación comprobó que el sargento Zúñiga Labrador poseía una pistola con la cual su hija, una menor de cuatro años, se dio muerte accidentalmente algunos meses después del asesinato del Senador. Una vez practicadas las pruebas balísticas, se evidenció que esta arma era la misma que se utilizó para cometer el crimen contra el líder político.

El fallo de la Corte Suprema niega la abrumadora cantidad de pruebas que comprometen la responsabilidad paramilitar. Entre esas pruebas existen hechos de notoriedad pública. La opinión nacional fue testigo de las declaraciones en los medios de comunicación, en las que Carlos Castaño Gil se ufanó públicamente de este crimen. En su libro Mi confesión (pp. 213 y 214), el líder paramilitar no solamente admitió su autoría, sino relató detalladamente la forma en que ejecutó el operativo criminal, y se burló de la justicia colombiana que no lo condenó. Además reconoció su responsabilidad en entrevistas dadas de viva voz a la radio y a la prensa escrita, e intentó justificar sus móviles en múltiples ocasiones y escenarios. En su sentencia la Corte niega valor probatorio al libro –argumentando que es una “crónica periodística” presentada extemporáneamente- y desconoce las declaraciones profusamente difundidas por los medios de comunicación. Tampoco concedió importancia a cuatro testimonios contenidos en el proceso que demuestran la responsabilidad del jefe paramilitar. Por añadidura, el fallo no aceptó el concepto que, en mayo de 2004, emitió la Procuraduría General de la Nación en el que pide condenar a Castaño sobre la base de la contundente acumulación probatoria.

El carácter de este fallo lo coloca al nivel de las decisiones más oprobiosas que ha proferido en su historia el sistema judicial colombiano. Esta vergonzosa decisión, pronunciada contra toda evidencia, intenta ocultar la complicidad que por décadas han mantenido sectores del poder estatal con sus aliados paramilitares. Con este fin privilegia un formalismo jurídico sobre hechos de notoriedad pública. La sentencia reafirma, adicionalmente, la impunidad que impera en Colombia ante los crímenes de lesa humanidad, deslegitima por completo el sistema de la justicia penal en cabeza de su más encumbrado tribunal, y fortalece la convicción de que sólo recurriendo a instancias internacionales se puede acceder a decisiones que reivindiquen el derecho fundamental a la verdad y la justicia en Colombia.

El fallo de la Sala Penal de la Corte es coherente con las estrategias de impunidad que se han aplicado en este proceso. Contra la posibilidad de justicia se ha promovido toda clase de acciones de persecución. Se intentó desaparecer el arma del sargento Zúñiga –una de las pruebas centrales del caso- y en el año 2000, miembros de la Fundación “Manuel Cepeda” fueron forzados al exilio bajo amenazas de muerte por parte de los inculpados.
En la sentencia de la Corte se ratifica, asimismo, la decisión de condenar a los suboficiales del Ejército Nacional Hernando Medina Camacho y Justo Gil Zúñiga Labrador, como autores materiales del crimen. Este aspecto del pronunciamiento judicial muestra parcialmente la verdad de una operación de guerra sucia coordinada entre agentes estatales, de todos los rangos, con jefes y miembros de los grupos paramilitares. En su concepto dirigido a la Corte, la Procuraduría General de la Nación se había pronunciado sobre esta coautoría entre militares y paramilitares diciendo que en el proceso penal “se demostró la intervención de múltiples personas en el operativo ilícito que puso fin a la vida del senador Cepeda; unas pertenecientes al Ejército (…) y otras integrantes de las denominadas autodefensas. Está demostrado –dice la Procuraduría- que los dos grupos intervinieron en la realización del homicidio de Cepeda. De la forma como se llevó a cabo el homicidio, se deduce que hubo una actuación coordinada de los dos grupos que aseguraron el éxito del propósito criminal” (Concepto de la Procuraduría General de la Nación, 7 de mayo de 2004, p.72). Este es entonces un ejemplo paradigmático de una modalidad altamente elaborada de criminalidad organizada entre estamentos estatales y grupos paraestatales.

Con este fallo la Corte Suprema de Justicia envía un mensaje estimulante a los autores de crímenes de guerra y de lesa humanidad en Colombia, y en particular a quienes aspiran a la impunidad de sus delitos atroces en el actual proceso de Santa Fe de Ralito. Absolviendo a Castaño, la Corte Suprema afirma que los paramilitares pueden ser exonerados sin que la justicia nacional se pronuncie sobre sus delitos atroces. En lugar de garantizar los derechos fundamentales de las víctimas, con esta decisión la Corte avala el desconocimiento total de los principios universales de verdad, justicia y reparación.
La denegación de justicia en este caso particular se inscribe, además, en el cuadro generalizado de impunidad en el caso colectivo del genocidio por motivos políticos cometido, desde hace veinte años, contra la Unión Patriótica y el Partido Comunista Colombiano. Queda claro con esta sentencia, que el proceso de exterminio del grupo político cuenta con estrategias complementarias que persiguen librar a los autores materiales e intelectuales de los crímenes de toda responsabilidad.
La Fundación Cepeda y el Colectivo Alvear expresan su firme decisión de seguir trabajando hasta que se logre la verdad total, la justicia plena y la reparación integral en éste y en todos los casos de crímenes cometidos contra la Unión Patriótica. Ante el agotamiento de vías internas de justicia, recurrirán a los sistemas internacionales de protección de los derechos humanos.

Con este fallo prevalecen hoy la mentira y la impunidad. No será así a la postre: el trabajo paciente de las víctimas y de las organizaciones de derechos humanos hará que predominen la verdad y la justicia de los crímenes contra la humanidad en la memoria histórica del país.

El Espectador
13 de noviembre de 2004
Ante la denegación de justicia
La legitimación del genocidio contra la UP
Iván Cepeda Castro

En Rwanda antes de abril y julio de 1994, cuando cerca de 800.000 tutsis y hutus moderados fueron masacrados, los medios de comunicación emprendieron campañas que incitaban a “aniquilar las cucarachas tutsis”.

Desde que en 1944 el jurista polaco Raphael Lemkin acuñó el termino “genocidio”, un campo científico interdisciplinario ha estudiado comparativamente las prácticas criminales que persiguen destruir, parcial o totalmente, un grupo humano particular. Los genocidios no ocurren en el vacío ni de manera espontánea. Tampoco son el resultado de instintos de destrucción innatos en el ser humano. La investigación científica ha demostrado que las dinámicas de violencia masiva tienen patrones que determinan su carácter sistemático. Es así como se ha establecido que la realización de los actos atroces a gran escala es un proceso organizado que cuenta con la creación de un espectro simbólico y lingüístico, de un marco legislativo, de estructuras institucionales y parainstitucionales, de estrategias de comunicación, y de otros dispositivos que integran paulatinamente un sistema que valida comportamientos colectivos que, en otras circunstancias, serían juzgados como reprensibles.

El conjunto de crímenes cometidos contra el movimiento Unión Patriótica (UP) es según la normatividad penal vigente en el país un genocidio por razones políticas. Su carácter genocida proviene de la intencionalidad de acabar con la existencia de esta colectividad a través de pautas de persecución tendientes a la eliminación física, jurídica y social de sus miembros. Se trata además de un caso emblemático por las modalidades de legitimación social que han sido puestas en obra para lograr niveles generalizados de indiferencia o aceptación. Los autores de esta cadena de crímenes han apelado a una amplia gama de formas de descalificación para incitar, negar, minimizar o justificar la violencia política ejercida. Solo así puede explicarse que un hecho de magnitudes escalofriantes –el proceso organizado de aniquilación de toda una formación política legal- se haya convertido en algo normal para la sociedad. Solo así se comprende que la opinión pública en Colombia no tenga una percepción clara ni de las proporciones ni del carácter sistemático que han alcanzado los crímenes contra la oposición política.

A lo largo de las últimas dos décadas, declaraciones públicas contra el derecho a la existencia de la UP han sido formuladas por funcionarios estatales de alto nivel, oficiales de alto rango de la Fuerza Pública, jefes paramilitares, líderes políticos y empresariales, miembros de la jerarquía eclesiástica, directores de grandes medios de comunicación y reconocidos académicos. La estigmatización del movimiento político y de sus miembros ha incluido desde el uso de un lenguaje denigrante, pasando por el empleo de un marco legal coercitivo (estatutos de seguridad y medidas de excepción) hasta la difusión de un discurso para justificar moralmente lo ocurrido. El argumento central que ha servido para incitar el odio y justificar los hechos es que la UP por su origen (Acuerdos de la Uribe, firmados en 1984 entre el gobierno de Belisario Betancur y la dirección de las FARC) y por su ideología no sería otra cosa que un apéndice de la guerrilla en la legalidad. Tales acusaciones se han hecho, y se continúan haciendo, a pesar de que quienes instigan la animadversión son conscientes de que el Estado colombiano posee instrumentos legales y jurídicos para combatir a los grupos armados ilegales. Pese a estos señalamientos, a lo largo de las dos décadas de su vida política la UP no fue declarada ilegal, y contó siempre con representación en los cuerpos colegiados. Sus líderes regionales y nacionales fueron reconocidos como civiles y sus acciones públicas consideradas dentro del marco de la legalidad.

La actitud asumida por los seis gobiernos bajo los cuales se ha perpetrado el genocidio es representativa de estas modalidades de legitimación. Recién constituida la UP, en el marco de los primeros comicios electorales en los que participaba, manifestaciones de segregación política se plasmaron en pronunciamientos hechos por sectores influyentes de la sociedad. La administración del presidente Betancur guardó silencio ante las expresiones de intolerancia. En los pronunciamientos públicos se invitaba a que ninguna personalidad o tendencia política hiciera alianzas con el “proselitismo armado”. En febrero de 1986, a pocas semanas de la elección de diputados y congresistas, la 45° asamblea de la Conferencia Episcopal, bajo la dirección del cardenal Alfonso López Trujillo, emitió una declaración en la que expresó la condena de la alta jerarquía de la Iglesia Católica a las coaliciones con la izquierda.

Durante el gobierno del presidente Virgilio Barco tuvieron lugar cientos de asesinatos y actos de persecución contra la UP. Mientras el Presidente guardaba silencio, los ministros de esa administración hacían declaraciones ante la opinión pública que instigaban a la violencia. El 19 de marzo de 1990, en un debate con el recién elegido senador de la República, Bernardo Jaramillo Ossa, el ministro de gobierno, Carlos Lemos Simmonds, inculpó a los líderes de la UP de ser “testaferros políticos de la guerrilla”. Jaramillo respondió que acusaciones como esas equivalían a “colgarle lápidas en el cuello a los dirigentes de la oposición”. Tres días más tarde fue asesinado en el terminal aéreo de Bogotá cuando se disponía a tomar un vuelo nacional rodeado de una nutrida escolta policial. El Gobierno del presidente César Gaviria también minimizó o descalificó los informes sobre las estrategias de exterminio que denunciaron los líderes de la UP antes de ser asesinados. Cuando ellos informaron personalmente al Presidente, y a varios de sus ministros, que el alto mando militar había elaborado el “Plan Golpe de Gracia” para eliminarlos, los voceros gubernamentales declararon que se trataba de acusaciones paranoicas, y que con estas denuncias la izquierda pretendía mejorar los resultados en las elecciones de 1994. Meses más tarde fue asesinado el último senador elegido por el movimiento, Manuel Cepeda Vargas.

En fin, en el marco de las audiencias del caso por el exterminio de la UP ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), los representantes de los gobiernos del presidente Ernesto Samper y del presidente Andrés Pastrana sostuvieron que el genocidio contra el movimiento de oposición era el resultado de actos de represalia de facciones del narcotráfico por los chantajes de la guerrilla. Si bien el actual gobierno anunció en febrero de 2004 su voluntad de buscar una solución amistosa para el caso colectivo presentado a la CIDH, no debe olvidarse que en el Manifiesto democrático, 100 puntos del programa de gobierno, el presidente Álvaro Uribe Vélez afirma que el “error” cometido con la UP se debe a que no es posible querer “combinar la política con los fusiles”.

El conjunto de actos de terror perpetrados contra la UP ha sido uno de los mayores episodios catastróficos de la historia política colombiana. Los intentos por legitimar socialmente la violencia genocida persiguen desvirtuar esa realidad. El fallo proferido por la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, el 11 de noviembre de 2004, en el que se absuelve al jefe paramilitar Carlos Castaño Gil por el asesinato cometido contra el senador Manuel Cepeda Vargas es parte de los mecanismos de legitimación e impunidad de este genocidio.

Bogotá, D.C., 14 de noviembre de 2004
Comisión Intereclesial de Justicia y Paz