Reforma de la justicia: caricatura y tragedia

Un análisis penetrante de la trama política y jurídica detrás de la aprobación y el entierro apresurado de esta reforma constitucional. La comedia y la tragedia del régimen político. La habilidad de las elites para mantener su legitimidad haciendo trampas y trampitas. Y el clientelismo como telón de fondo.


Tomado de:http://ricardogarciaduarte.wordpress.com/2012/07/03/reforma-de-la-justicia-caricatura-y-tragedia/

Los hechos

Para comenzar, la denominada reforma de la justicia no era reforma y mucho menos de justicia. Era apenas un ensayo de ajuste en la distribución de poderes y funciones en las cúpulas del órgano judicial y del legislativo. Más bien, una reasignación de premios.

Más de un parlamentario, sorprendido por la opinión indignada, reconoció no haber leído lo que acababa de votar, prefiriendo aparecer como negligente y no como incurso en felonía.

El gobierno empezó por llamar a la aprobación de la reforma y el ministro de Justicia nos dio un parte de victoria tras la votación final, para decirnos -unas horas después- que la reforma era “catastrófica”.

Y los jefes de las bancadas oficialistas salieron luego a proponer que el Congreso le pidiera perdón al país, como si ni los congresistas, ni sus jefes, ni los ciudadanos fueran personas adultas.

Fue una comedia de equivocaciones, que movería a risa si por debajo no reptara la tragedia; la de una ataque mortal contra la Constitución, que consagra un sistema estricto de sanciones contra las malas prácticas de los parlamentarios. La reforma aprobada en el Congreso dejaba sin alcance y sin valor la desinvestidura, bestia negra de los legisladores y talanquera a la hora de violar el régimen de inhabilidades y cometer abusos.

Para quebrar esta vértebra de la Constitución, las mayorías parlamentarias (con alguna complacencia del gobierno) esperaron hasta el último minuto para meter en el texto de conciliación dos micos fenomenales: el de desinvestir la desinvestidura, y el de provocar -por rebotes a tres bandas- la nulidad de centenares de procesos penales que cursan contra funcionarios y parlamentarios.

Una verdadera auto–amnistía, el universo del ardid en la edición de los incisos, una lección magistral en los oficios que llaman la “ingeniería” y la “técnica legislativa”.


Destreza institucional

Si la élite parlamentaria exhibió habilidad para colar los micos, el alto gobierno mostró su habilidad institucional para contrarrestar la maniobra, una vez percibió la indignación ciudadana que colmó las redes sociales y los medios de comunicación masiva

En la noche del 21 de junio -ya “arreglado”, conciliado y aprobado el texto final de la reforma- la élite política se partió en dos posiciones, o en realidad se desdobló en dos actitudes contradictorias sin necesidad de escindirse en dos facciones.

Lo hizo como si fueran dos mentes que habitan dentro de un mismo cuerpo. Una fractura de avances y retrocesos por parte de la misma coalición mayoritaria que acabada de aprobar una reforma de la Constitución mientras el presidente de la República, su jefe, se veía en la obligación de rechazar la decisión tomada, invocando razones fundamentales: nada más y nada menos que la inconstitucionalidad y la inconveniencia del texto aprobado. Un texto frente al cual confesó con dramatismo que “se sintió horrorizado”.

De esta manera Santos trataba de atenuar los estragos que sufrirían su imagen y su popularidad, al mismo tiempo que recogía el descontento antes de resentir el golpe. Con una jugada que se pretendía maestra, se atrincheraba del lado de la opinión y de la Constitución.

Esa maniobra habría sido completamente exitosa, de no ser porque no pudo tapar la evidencia de que el gobierno se empeñó siempre en sacar adelante una reforma de prebendas mutuas: los micos de última hora no eran más que el acto final de un ejercicio de tentaciones previas, animado por el gobierno y por su coalición mayoritaria.

Con todo, la jugada maestra del presidente, al no promulgar y al objetar la (contra) reforma, mostró a las claras la destreza de la élite, en sus esferas más refinadas, para auto-corregirse y salvar los muebles, haciendo gala de su dominio de las tecnologías de poder, las jurídicas y las políticas.

Aprovechó los resquicios, o los aparentes vacíos, del ordenamiento jurídico para evitar que un tsunami de opinión la arrinconara, cuando esa misma élite quebrantó la Constitución que le sirve para reproducir su hegemonía, entendida ésta como la dirección sobre la sociedad aceptada por esta misma.

Juegos de rábulas

Solo que, aún en la determinación de hundir la reforma, cuando lo ya aprobado no podía desaprobarse sin violentar la Constitución, la élite y algunos juristas preclaros reclutados para el efecto (tecnología de especialistas) dejaron ver las orejas del rabulismo que -quizá desde los tiempos de la Colonia- ha distinguido a nuestra clase dirigente civilista cuando quiera que está de por medio su auto–legitimación, y así deba torcerle el cuello a sus propias leyes.

Sin importar que estas últimas, la Constitución y la jurisprudencia ordenaran que un acto legislativo no puede tratarse por fuera de los dos períodos legislativos consecutivos y nunca en sesiones extraordinarias, el presidente Santos, con el aval de sus consuetas jurídicos —“rábulas de Palacio” los llama sin miramiento alguno el conservador uribista Fernando Londoño Hoyos— se las arregló para convocar las sesiones extras que enterraron la reforma.

¿El argumento “jurídico”? Pues que las normas prohíben reunirse en sesiones extras para discutir y aprobar las reformas constitucionales, pero no para desaprobarlas: una leguleyada de tomo y lomo, por más elegantia juris que le imprimieran los pontífices del constitucionalismo colombiano.

Atajos de una democracia clientelista

Claro, la razón política nacía de la urgencia y además era encomiable: eliminar el engendro cuanto antes. Pero no por esto el procedimiento deja de ser resbaloso, si no francamente inconstitucional.

Como quien dice, una sucesión de dos trampas. O, si se quiere, de una trampa y de una trampita, en el vaivén de pasos que se avanzan y se desandan en la reforma que era una contrarreforma al espíritu de la Constitución. Trampa, la de las mayorías parlamentarias; trampita piadosa, pero trampa, la del gobierno.

Un juego laberíntico de los atajos a la ley, presentados eso sí como si fueran la ley. Operación esta que tal vez enseña, como ninguna otra, el quid de las tecnologías en las que habitualmente se apoya una hegemonía, aceptada pero poco incluyente: es decir, la de una democracia clientelista de empresas electorales que dominan a unos partidos de fachada.

La crudeza indecorosa con la que en esta ocasión afloraron tales tecnologías políticas, al exhibir sus facetas más deleznables, como son los micos legislativos y el rabulismo jurídico, se debió a que al amparo de las transacciones entre los tres poderes, los congresistas encontraron la ocasión tentadora para que las habituales pero disimuladas técnicas de la representación de intereses clientelistas, dieran un giro completo y de ese modo arribaran a la versión más descarada de corporativismo parlamentario y de hegemonía social, que sobreviene cuando una élite parlamentaria no legisla en general para todos, aunque esconda intereses particulares, sino que simplemente legisla para el beneficio de susmiembros.

Lo cual no deja de tener un efecto simbólico devastador: la crisis misma del principio interno que sostiene esa hegemonía en el orden democrático; esto es, el de unas élites, en condiciones de construir una representación política, apoyadas en el imaginario ético del interés general.

Principio éste, el de la representación nacional, que al ser disuelto, ha sido sustituido por un escenario de instituciones que, coexistiendo con las facciones políticas, solo obedecen a la lógica estamental de cada interés corporativo. El reino de la prebenda en lugar del reino de la ética pública.