Malos y buenos negocios

Excepciones habrá, pero la educación privada es un gran negocio.


En dos años un kínder de garaje se vuelve un colegio con edificios, campos deportivos, laboratorios y certificaciones internacionales. Meritorio, sin duda, el sacrificio de los padres de familia que han empeñado hasta la camisa para que los niños estudien. El Ministerio de Educación, tan soberbio y duro con los universitarios, se arrodilla ante el gremio de colegios privados con pensiones escandalosamente altas y arbitrarias; colaboraciones de todo tipo; venta de materiales educativos en “la secretaría del colegio”; cursos extraordinarios de inglés, natación y matemáticas; excursión de fin de año, cumpleaños del rector. Las asociaciones de padres suelen alcahuetearle al consejo directivo de la institución lo que al rector se le ocurra para competir en el mercado. El peso de la educación en la canasta familiar —junto con servicios, salud, vivienda, transporte— es desorbitado. La clase media, que paga su pecado de arribismo en ese costo, se endeuda sin alternativa. Maneja varias tarjetas de crédito, una deuda acumulada que tarde o temprano cae en manos del feroz e implacable “cobro jurídico”. La cartera vencida suma hoy 12 billones de pesos, el 90% de tarjetas de crédito: puro consumo.

La universidad es otro calvario. A las públicas llegan pocos bachilleres, la puerta es estrecha. Y ya no es barata, impone de nuevo “manejo de la tarjeta” para matrícula, residencia, alimentación, ropa y pola. Las privadas se rigen por la misma lógica que los colegios privados: cursos de voleibol de playa, de inglés y mandarín; exámenes de inglés extraordinarios, seminarios y dirección de tesis, coro, costos de grado, inscripción en registro de graduados. Ejemplos del más puro e imaginativo mercachiflismo. Los fondos familiares quedan exhaustos: hipotecas sobre hipotecas, remates de carro, casa y beca. ¿Cómo no van a protestar los estudiantes universitarios si sus familias quedaron en bancarrota? Lo que vimos el miércoles es la manifestación —dirían los filósofos— de la violenta deuda familiar acumulada por años y ya por dos o tres generaciones. Una muestra de nobleza, sin duda.

Los padres y hermanos menores de los recién graduados —ahora se usa el birrete— amasan la esperanza de que éstos consigan puesto pronto. Nada fácil. El aparato productivo y administrativo está rebosante. Para “aplicar” se necesitan más títulos, más doctorados, más cursos. Y visas, porque cartones en español no aplican. El castellano anda muy devaluado. Se necesitan técnicos de corbata y no humanistas de carreta. Un recién graduado necesita regalar su trabajo por lo menos un año como pasante. Y después lo sientan en la banca. Los titulares son titulados en el exterior. Tienen mejor suerte los de las universidades privadas, porque los que administran los negocios de la élite son exalumnos de esos claustros. A los graduados en la Nacional —una de las seis universidades más prestigiosas de América Latina— poco o nada les toca. No los emplean simplemente porque son muy críticos y saben mucho. La educación es un buen negocio sólo para los que han hecho buenos negocios siempre y tienen con qué pagar especializaciones y aplicaciones. Como ha sido demostrado, lo que los economistas llaman tasa de retorno es, en educación, negativa. ¡No da la cuenta! Esa es la verdadera y válida causa de la protesta. Desconocerla con el cuento de que los estudiantes no se han leído la Ley 30 es un argumento simplón. ¿No es una coincidencia que la suma de la deuda morosa de la clase media —12 billones— y el aporte del gobierno para educación superior —11 billones— sean casi iguales? Por boca y manos de los estudiantes protesta la clase media.

Creo que hubo infiltrados en las marchas del miércoles, pero sobre todo de agentes especializados de las Fuerzas Armadas.

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