“La paz es la victoria”

No sabemos si lleva piedras ese río que suena, pero hay que recordarle que esa no sería una mala noticia ni siquiera para él, pues como colombiano tendría que alegrarse de que la guerra algún día se termine, y sería una excelente noticia para los colombianos, sobre todo para los jóvenes pobres de Colombia, que son quienes ponen los muertos.

No se entiende por qué no podría el Gobierno sostener diálogos de paz, si precisamente la búsqueda de la paz es su deber prioritario y su mandato evidente, y si el expresidente, como lo han recordado muchos esta semana, no se privó cuando el tiempo era suyo de intentar esos diálogos, cumpliendo su deber constitucional.

Estamos en vísperas de cumplir cincuenta años de conflicto, y lo primero que hizo Santos, apartándose de la interpretación particular de su predecesor, fue aceptar que se trata de un conflicto armado interno, aclarando que es por eso que se invoca el respeto al Derecho Internacional Humanitario.

¿Qué significan cincuenta años de conflicto? Sólo a algún desalmado traficante de armas o a quien se lucre de algún modo con la guerra pueden serles indiferentes las víctimas, y ya son demasiados los jóvenes muertos en esta guerra fratricida. Muertos de todos los bandos: soldados, guerrilleros y paramilitares, sin contar los no combatientes que caen año tras año víctimas de esa guerra, del secuestro de los guerrilleros y de sus atentados y asaltos, de las masacres de los paramilitares, de las ejecuciones de civiles que aquí suelen llamarse “falsos positivos”, y de la guerra sucia contra la oposición en que a veces colaboran oficiales y funcionarios, lo mismo que del fuego cruzado de todas esas fuerzas en pugna.

Pero además de ese sacrificio que dejamos en los campos de muerte, cada año la guerra le cuesta a Colombia una parte considerable de su presupuesto. Al parecer los gastos directos del conflicto, porque los indirectos los pagamos también en dolor, angustia y desesperación, ascienden cada año a 26 billones de pesos.

Colombia no tiene conflictos externos, sólo tiene que proteger sus fronteras de guerrillas y narcotraficantes; y quienes niegan la guerra lo que sí no pueden negar es el presupuesto que el país invierte cada año en la guerra, un presupuesto que, con el concurso imprescindible de las fuerzas armadas, sería necesario dedicar a fines más constructivos.

Ahora bien, si se ha negociado con los paramilitares y se ha desmovilizado buena parte de sus fuerzas, ¿por qué oponerse con tanta vehemencia al diálogo con la guerrilla? Tal vez ésta parece más peligrosa y dañina para la sociedad, porque a lo mejor no está interesada en una mera desmovilización sino que plantea exigencias políticas que los paramilitares no tienen; quizás pretendan exigir una reforma agraria, posiblemente aspiren a tener una presencia en el mapa político nacional.

Como lo enseñan todas las negociaciones de conflictos armados en el mundo, no podemos aspirar a que la paz no cueste nada, pero nadie estaría dispuesto a aceptar que nos cueste todo. Los jefes guerrilleros pueden fantasear con imponer condiciones como si estuvieran ganando la guerra: pero el diálogo los obligará a comprender que si de un lado están, exageremos, diez mil guerrilleros, del otro estamos 45 millones de personas comprometidas con el debate pacífico, incorporadas cultural, política y a veces económicamente a un modelo de sociedad democrática que muchos querríamos mejorar pero al que nadie quiere renunciar. Y es evidente que la guerrilla no tiene un modelo alternativo ni estaría en condiciones de imponerlo.

Tendrán que aceptar con realismo unas condiciones dignas de desmovilización y de reincorporación a la vida civil, que justifiquen para ellos haber librado una lucha de cincuenta años, que les concedan victorias materiales y simbólicas, y que les garanticen, a cambio de dejar abierto el camino de la convivencia y de la paz, un trato respetuoso y leal como combatientes que aceptaron regresar a la sociedad de la que se habían apartado, contra la que se levantaron al precio de la vida misma.

No conviene creer que la paz tenga que ser barata, pero la guerra nos está costando demasiado. Ahora bien: hay quien teme que los militares no aceptarán jamás una negociación, porque eso significaría renunciar a los 26 billones de pesos de presupuesto que hoy destina esta sociedad a la guerra. Pero no hay razón para pensar que desde los más altos representantes de la oficialidad hasta los más humildes soldados, sólo haya en Colombia el deseo de defender unos presupuestos y unos privilegios.

Y sería ofensivo pretender que las Fuerzas Armadas sólo tienen privilegios: duro es ser responsable de la seguridad de un país, duro es ver cómo se sacrifica a generaciones enteras en un conflicto que se eterniza. El patriotismo tiene que estar en los corazones de quienes dedican su vida a la defensa del país, de quienes son responsables de tantas vidas y de quienes podrían conseguir, con su participación en el proceso y con su orientación práctica, que el futuro no sea ya de combates, mutilaciones, lutos y entierros.

Y así fueran 26 mil los guerrilleros, ello sólo significaría que estamos gastando en la persecución de cada uno de ellos, cada año, mil millones de pesos.

http://www.elespectador.com/opinion/columna-370104-paz-victoria