informe anual de Amnistía Internacional sobre la situación de los derechos humanos en el mundo en 2021

El informe anual de Amnistía Internacional sobre la situación de los derechos humanos en el mundo en 2021, publicado en marzo de 2022, muestra que las promesas de “reconstruir mejor” tras la pandemia de COVID-19 se quedaron en poco más que palabras huecas. Las esperanzas de cooperación global se desvanecieron ante el acaparamiento de vacunas y la avaricia empresarial

El año 2021 trajo esperanza y promesas: la esperanza de cada persona en que las vacunas pusieran fin a los estragos causados por la pandemia de COVID-19, y las promesas “reconstruir mejor” de gobiernos y grupos como el G7 y el G20. Pero tales promesas resultaron casi siempre vanas; algunos gobiernos incluso redoblaron su explotación de la pandemia para afianzar sus posiciones.
El presente análisis se articula en torno a los tres grandes ejes resultantes de la investigación realizada por Amnistía Internacional sobre la situación de los derechos humanos en 154 países en 2021: la salud y las desigualdades, el espacio de la sociedad civil y la expulsión sumaria de personas refugiadas y migrantes en los países del Norte global.
LA SALUD Y LAS DESIGUALDADES
Las vacunas hicieron abrigar la esperanza de acabar definitivamente con la pandemia, que al término de 2021 se había cobrado al menos 5,5 millones de vidas, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), si bien otras estimaciones cifraban un número real de muertes dos o tres veces superior. Muchos gobiernos se comprometieron a apoyar una cobertura global de vacunación, y tanto el G7 como el G20 formularon compromisos importantes. Sin embargo, pese a los esfuerzos de algunos gobiernos del Sur global en particular, la cooperación internacional fue en buena parte un fracaso. Los países de ingresos altos acumularon millones de dosis más de las que necesitaban, hasta el punto de que algunos podían vacunar entre tres y cinco veces a toda su población. Según estimaciones realizadas en septiembre, varios de estos países todavía almacenaban más de 500 millones de dosis excedentes. Cuando la tasa de vacunación superaba el 70% en la UE, muchos países del Sur global aún estaban esperando el acceso a una primera dosis. Al final del año, menos del 8% de la población total africana —1.200 millones de habitantes— tenía la pauta de vacunación completa, lo que suponía la tasa más baja de todos los continentes y una diferencia abismal respecto del objetivo del 40% fijado por la OMS para el fin de 2021. Tal desigualdad vacunal a nivel mundial exacerbó aún más la injusticia racial.
Algunos países ricos, como los Estados miembros de la UE, Noruega, Suiza y Reino Unido, bloquearon sistemáticamente las iniciativas encaminadas a incrementar la producción mundial de vacunas —lo que habría mejorado el acceso de los países de ingresos medios y bajos a ellas—, negándose a apoyar la propuesta de exención temporal de derechos de propiedad intelectual. Mientras tanto, las empresas farmacéuticas, respaldadas por gobiernos poderosos, dieron prioridad absoluta al suministro de vacunas a países de ingresos altos. Las principales empresas productoras de vacunas contra la COVID-19 monopolizaron la propiedad intelectual y bloquearon las transferencias de tecnología, ejerciendo una presión agresiva en contra de las medidas que permitirían aumentar la producción global. Y eso a pesar de que la mayoría de esas empresas recibía fondos públicos por valor de miles de millones de dólares y estaba obteniendo enormes ganancias de la pandemia. Tres de ellas —BioNTech, Moderna y Pfizer— preveían unos beneficios de 130.000 millones de dólares estadounidenses antes del fin de 2022.
El panorama era desigual en cuanto a los programas de vacunación nacional. Algunos servicios nacionales de salud aplicaron con éxito sus programas de vacunación gracias a un enfoque científico, campañas de información y la dedicación del personal sanitario embargo, los de otros gobiernos se caracterizaron por la falta de transparencia y consulta o se vieron lastrados por la corrupción. Hubo gobiernos que relegaron o excluyeron activamente a muchos de quienes se hallaban en situación de especial vulnerabilidad, como las personas refugiadas, migrantes e internamente desplazadas, las comunidades rurales e indígenas, la población reclusa, las personas sin hogar o sin documentos, y otros grupos perjudicados por una discriminación histórica. En Rusia, el requisito de presentar documentos de identidad y seguro médico complicó el acceso a la vacunación de personas sin hogar y migrantes sin documentación, que no podían cumplirlo. En Nicaragua, según información publicada en medios de comunicación, hubo favoritismo al vacunar primero a simpatizantes del gobierno, con independencia de su perfil de riesgo respecto a la COVID-19. Muchos países, en particular en la región de las Américas, tampoco establecieron protocolos especiales para garantizar intervenciones culturalmente adecuadas en la vacunación de los pueblos indígenas.
Por otra parte, la manipulación y los mensajes sin escrúpulos de algunas personas —entre ellas, personalidades e incluso líderes políticos — que buscaban extender la confusión en su propio beneficio, junto con irresponsables empresas de redes sociales, favorecieron la desinformación y las posturas reticentes a la vacunación. Los conflictos y crisis también afectaron a los programas de vacunación y al derecho a la salud en general; por ejemplo, en Yemen y Etiopía, donde hubo ataques a infraestructuras civiles y restricciones de acceso a la ayuda humanitaria. Del mismo modo, la agitación política llevó al borde del colapso a unos sistemas de salud ya de por sí frágiles en Afganistán y Myanmar.
Podría decirse que el derecho humano a la salud y los que de él se derivaban nunca fueron más pertinentes ni corrieron mayor peligro. La oportunidad de servirse de las enormes inversiones y avances médicos mundiales para mejorar la prestación de asistencia médica estaba ahí, pero los gobiernos de todo el mundo demostraron falta de liderazgo. No revirtieron la falta de inversión en estos servicios ni su abandono generalizado durante décadas, y tampoco resolvieron el problema del acceso limitado y desigual a la asistencia médica. Ambos aspectos influyeron considerablemente en la magnitud de la crisis que hubieron de afrontar los sistemas sanitarios ante el doble desafío de responder a la COVID-19 y prestar los servicios habituales de atención de la salud. Esta falta de acción afectó especialmente a las minorías racializadas, los trabajadores y trabajadoras migrantes y las personas de edad avanzada, así como a las mujeres que necesitaban asistencia médica en materia de salud sexual y reproductiva. Algunas autoridades empeoraban la situación con medidas como negar la existencia de casos de COVID-19, despreciar los riesgos o prohibir por motivos políticos las vacunas fabricadas en ciertos países. En varios Estados africanos, entre ellos, Congo, Nigeria y Togo, el personal sanitario tuvo que declararse en huelga o manifestarse reclamando soluciones a unos sistemas de salud disfuncionales o el pago de salarios atrasados desde hacía meses. En otros lugares —también en Europa—, algunos gobiernos tomaron represalias contra el personal sanitario que denunciaba la presión que sufrían los servicios de salud.
Mientras tanto, en muchos países, la pandemia y las medidas para combatirla siguieron teniendo efectos devastadores sobre otros derechos económicos y sociales, y dejaron a millones de personas atrapadas en la pobreza extrema. El aumento de la deuda derivado de la pandemia mermó las posibilidades de hacer las inversiones necesarias en servicios sociales básicos, y la tan prometida recuperación económica se vio socavada por una condonación de la deuda muy limitada. Los 45.000 millones de dólares de alivio de la deuda acordado por el G20 en abril de 2020 y prorrogado en dos ocasiones hasta el fin de 2021 se tradujeron en la práctica en 10.300 millones de ayuda real para los más de 40 países que cumplían los requisitos. A esta limitación se sumaba el hecho de que la iniciativa sólo implicaba una suspensión de los reembolsos de deuda y los 46 países solicitantes aun así tuvieron que desembolsar 36.400 millones de dólares en concepto de pagos de deuda. Tampoco se resolvió el asunto de los reembolsos de deuda a acreedores privados, de los que sólo se suspendió el 0,2%.
Al mismo tiempo, en 2021 se presentaron oportunidades que los gobiernos podían aprovechar para sentar las bases de la rendición de cuentas de las empresas y gestionar eficazmente futuras pandemias, a condición de situar los derechos humanos en el centro de tales esfuerzos. La Asamblea Mundial de la Salud acordó en diciembre poner en marcha un proceso global de redacción y negociación de un instrumento internacional destinado a reforzar la prevención, preparación y respuesta a las pandemias, aunque al final del año no se había incluido en él una sola referencia significativa a los derechos humanos. Cualquier tratado de esta índole surtirá muy poco efecto a menos que no vaya acompañado de una reforma integral de la legislación mundial relativa a la salud y de una transformación en el funcionamiento de los Estados en las instituciones concernidas. No obstante, tras décadas de falta de consenso, los gobiernos del G20 lograron firmar un acuerdo para introducir reformas en el sistema impositivo mundial. Aun siendo imperfecto e insuficiente, supuso un paso en la dirección adecuada para abordar uno de los problemas globales más espinosos y perjudiciales: la evasión y la agresiva elusión fiscal de las empresas.
EL ESPACIO DE LA SOCIEDAD CIVIL
En lugar de proporcionar espacio para la discusión y el debate sobre la mejor forma de afrontar los retos de 2021, la tendencia de los gobiernos siguió siendo reprimir las voces independientes y críticas, y algunos llegaron a utilizar la pandemia como pretexto para reducir aún más el espacio de la sociedad civil. Durante el año, muchos gobiernos redoblaron sus esfuerzos para imponer medidas represivas a quienes los criticaban, a menudo con el pretexto de contener la difusión de información falsa sobre la COVID-19. En China, Irán y otros países, las autoridades detuvieron y procesaron a personas que habían criticado o cuestionado sus medidas para atajar la enfermedad. En todo el planeta hubo gobiernos que impidieron o disolvieron protestas pacíficas de forma indebida, a veces con la excusa de la aplicación de las normas que evitaban la propagación del virus. Varios gobiernos, principalmente de las regiones de Asia, África, y Oriente Medio y el Norte de África, bloquearon o restringieron drásticamente el acceso a Internet y las redes sociales; en países como Esuatini y Sudán del Sur, Internet fue interrumpido a veces con la intención de frustrar protestas organizadas previamente. Los ataques a periodistas, a voces críticas y a quienes defendían los derechos humanos —incluidos los derechos de las mujeres y las personas LGBTI— fueron una parte importante de esta ofensiva contra la libertad de expresión.
La elaboración e introducción de nueva legislación que restringía el derecho a la libertad de expresión, de asociación y de reunión pacífica constituyó un paso atrás. Según observó Amnistía Internacional, en 2021 se aprobó legislación de esta índole en al menos 67 de los 154 países que abarca el presente informe, entre ellos, Camboya, Egipto, Estados Unidos, Pakistán y Turquía. Al mismo tiempo, continuaron en vigor las restricciones impuestas en 2020 con la intención declarada de combatir la COVID-19, pese a que la situación de la salud pública había cambiado.
Las personas defensoras de los derechos humanos y críticas con las autoridades siguieron alzando la voz sin dejarse amedrentar por los ataques llevados a cabo por gobiernos y poderosas empresas mediante toda una panoplia de instrumentos; entre ellos, detención arbitraria y enjuiciamiento injusto, demandas intimidatorias e infundadas, restricciones administrativas y otras amenazas, así como actos violentos como la desaparición forzada y la tortura. Aumentó la utilización de demandas estratégicas contra la participación pública con el propósito de perseguir y acosar a defensores y defensoras de los derechos humanos; por ejemplo, en Kosovo se usaron contra activistas que expresaban su preocupación por el impacto ambiental de los proyectos hidroeléctricos de Kelkos Energy, empresa radicada en Austria. El gobierno de Andorra también emprendió acciones judiciales por difamación contra una activista que había hablado sobre los derechos de las mujeres ante un foro de personas expertas de la ONU. Se detuvo arbitrariamente a defensores y defensoras de derechos humanos en al menos 84 de los 154 países que fueron objeto del análisis de Amnistía Internacional, incluidos 17 de los 19 países de Oriente Medio y el Norte de África. La región de las Américas seguía siendo una de las más peligrosas del mundo para defender los derechos humanos; hubo decenas de asesinatos de defensores y defensoras en al menos 8 países. En Myanmar y Afganistán, quienes defendían los derechos humanos soportaron más violencia e intimidación que antes, al tiempo que vieron cómo se revertían los avances conseguidos. En algunos lugares, como Rusia y la región de Hong Kong, en China, el gobierno adoptó medidas drásticas e impensables hasta la fecha con el fin de cerrar ONG y medios de comunicación. En Afganistán se clausuraron más de 200 medios en todo el país tras la toma del poder por los talibanes. En un ataque cometido con particular descaro, el gobierno de Bielorrusia utilizó un falso aviso de bomba para desviar el rumbo de un vuelo civil con el fin de detener a un periodista exiliado que viajaba en él. Los grupos marginados que se atrevían a reclamar su lugar en la vida pública y encabezaban luchas por los derechos humanos tuvieron que hacer frente a riesgos y problemas concretos que iban desde la discriminación y la exclusión hasta los ataques racistas y de género tanto dentro como fuera de Internet. Además, los gobiernos recurrieron cada vez más a tecnologías como el uso de programas espía para actuar contra periodistas, defensores y defensoras de los derechos humanos, miembros de la oposición política y otras voces críticas. En un contexto que combinaba las restricciones por la pandemia y una represión continuada, las ONG de muchos países, desde India hasta Zimbabue, se enfrentaron a nuevos retos para poder desempeñar sus actividades o acceder a financiación extranjera.
También hubo ataques contra el espacio de la sociedad civil, las comunidades minoritarias y las voces disidentes perpetrados por agentes no estatales, ocasionalmente armados, que a veces contaban con la complicidad de los Estados. Así quedó patente en India, donde la población dalit, adivasi y musulmana siguió siendo víctima de crímenes de odio y abusos generalizados. En Brasil fueron incesantes los asesinatos de activistas ambientales a manos de agentes no estatales. En Europa, en un contexto caracterizado por el auge del racismo, la islamofobia y el antisemitismo, comunidades minoritarias como la musulmana y la judía fueron objeto de crímenes de odio cada vez más frecuentes; así pudo observarse en Alemania, Austria, Francia, Italia y Reino Unido.
Frente a las protestas, los gobiernos mostraron en 2021 una tendencia creciente a incrementar las medidas de seguridad en el espacio de la sociedad civil, criminalizar las reuniones pacíficas, militarizar sus fuerzas policiales, utilizar atribuciones de seguridad nacional contra movimientos de protesta e introducir normas dirigidas a reprimir manifestaciones. Las fuerzas de seguridad emplearon mano dura para responder a las protestas: Amnistía Internacional documentó el uso de fuerza innecesaria o excesiva contra manifestantes en al menos 85 países de todas las regiones, entre los 154 analizados. Era habitual que estas fuerzas hicieran un uso indebido de las armas de fuego y de las armas menos letales, como el gas lacrimógeno y las balas de goma, con lo que mataron ilegítimamente a cientos de personas e hirieron a muchas más. En algunos países se observó una tendencia constante a la militarización de la respuesta estatal a las protestas, incluido el despliegue de fuerzas armadas y el uso de material militar. En los casos en que el poder judicial vio su independencia comprometida, éste no impidió —incluso llegó a facilitar— los ataques a manifestantes, defensores y defensoras de los derechos humanos y otras personas críticas con el gobierno.

 

Informe completo:

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Fuente: Informe 2021/22 – Amnistía Internacional (amnesty.org)