Haití y la “maldición blanca” que no termina

Que desde su independencia Haití sólo haya sido capaz de ofrecer tragedias, no es casualidad. La deuda histórica y actual que Francia y Estados Unidos tienen con la isla agrava desde hace décadas los obstáculos que los haitianos han enfrentado en su desarrollo como pueblo y nación.

Así lo postulaba ya en 2004 el reconocido escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano en “Haití: La maldición blanca”, texto que ha sido retomado por distintos medios y difundido ampliamente en Internet a raíz de la reciente tragedia en el país caribeño.

En aquel momento, reprochaba Galeano que Haití hubiese desaparecido de los medios de comunicación “hasta la próxima carnicería”, luego de que el presidente Aristide había sido derrocado con anuencia explícita y colaboración implícita del gobierno estadounidense tras un breve despliegue de política de izquierda por parte de Aristide. Los organismo internacionales, por su parte, se mantuvieron al margen. La comunidad internacional abandonaba a Haití al destino que sucedería a la expulsión por las armas de un presidente elegido por las urnas.

Haití, recuerda Galeano en el incisivo texto, fue el primer país donde se abolió la esclavitud, aunque las enciclopedias atribuyan a Inglaterra ese honor. Sin embargo, el ninguneo hacia la nación haitiana, señalaba, es histórico.

“Thomas Jefferson, prócer de la libertad y propietario de esclavos, advertía que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que había que “confinar la peste en esa isla”. Su país lo escuchó. Los Estados Unidos demoraron sesenta años en otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones. Mientras en Brasil, se llamaba haitianismo al desorden y a la violencia. Los dueños de los brazos negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.

La tramposa visión de Haití como una colonia próspera en el pasado contra la de una nación pobre y conflictiva, no se hizo esperar en los medios. “Las revoluciones, concluyeron algunos especialistas, conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros sugirieron, que la tendencia haitiana al fratricidio proviene de la salvaje herencia que viene del Africa. El mandato de los ancestros. La maldición negra, que empuja al crimen y al caos. De la maldición blanca, no se habló”.

El periodista hacía luego un repaso por la historia de la independencia haitiana y la mezquindad de los colonizadores franceses para evitarla, hasta el momento en que, libres, los haitianos “heredaron una tierra arrasada por las devastadoras plantaciones de caña de azúcar y un país quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda francesa”. Francia cobró cara la humillación infligida a Napoleón Bonaparte. Haití tuvo que comprometerse a pagar una indemnización gigantesca, por el daño que había hecho liberándose. Esa expiación del pecado de la libertad le costó 150 millones de francos oro (una fortuna que equivaldría a 44 presupuestos totales del Haití de nuestros días)”.

El nuevo país nació estrangulado, remata Galeano y condenado a pasar un siglo pagando la enorme deuda y sus intereses, de modo que para cuando, en 1938 Haití logró finiquitarla, ya pertenecía a los bancos de los Estados Unidos.

A la injusta imposición francesa siguió la aún más injusta falta de reconocimiento de la nueva nación por parte de la comunidad internacional, de la que no se salvó ni siquiera el prócer Bolívar.

Más tarde, fue la ocupación de los marines durante diecinueve años el arma que permitió la rendición económica de los dirigentes de la nación y con ello, de nuevo, un lugar de vasallaje para la mayor parte de la población, apenas salida de la esclavitud.

Haití resistió, pero los nuevos ocupantes, también. “Y mataron mucho. No fue fácil apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido, para escarmiento, en la plaza pública”, trae a la memoria Galeano. La “misión civilizadora” consumada en 1934 dejó en su lugar una Guardia Nacional, “fabricada por ellos, para exterminar cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en Nicaragua y en la República Dominicana. Y así, de dictadura en dictadura, de promesa en traición, se fueron sumando las desventuras y los años”. Y luego, el mercado, las reglas del comercio internacional, la tiranía de los bancos internacionales y los organismos financieros, culminaron la devastación. La estampa que Galeano pintaba del Haití que quedó tras tanta inhumanidad no dista del Haití que encontró el sismo a principios de este año: “Los campesinos cultivadores de arroz, se convirtieron en mendigos o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las profundidades del mar Caribe. Ahora Haití importa todo su arroz desde los Estados Unidos, donde los expertos internacionales, que son gente bastante distraída, se han olvidado de prohibir los aranceles y subsidios que protegen la producción nacional”.

Haití, concluía el escritor, había sido ya arrojado al basural, “por eterno castigo de su dignidad. Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente”.