Editorial: Hablando de la paz…

A propósito de los rumores recientes y ante la convicción de que la negociación es un escenario ineludible en el camino a la paz, es menester apoyar las gestiones que tengan el propósito de silenciar los fusiles.


En los últimos días han circulado versiones sobre acercamientos en el exterior entre emisarios del Gobierno y la subversión con miras a un eventual proceso de paz. Hasta el momento han sido más los rumores que las certezas, con lo cual las especulaciones abundan. Es normal que así sea, pero, en cualquier caso, hay que tener claro que si algo ha caracterizado a procesos similares con final exitoso es el sigilo de sus primeros pasos.

Elucubraciones aparte, en ciertos aspectos ha mejorado el clima para sentarse a dialogar. El ambiente que rodea al tema no es el mismo que el del comienzo del mandato de Juan Manuel Santos. Y aunque el Presidente ha dicho que sólo sacará la llave de la paz cuando constate que las condiciones estén dadas, los inminentes cambios en su gabinete, junto con el impulso dado a la ley de víctimas y, recientemente, al acto legislativo del marco para la paz, difícilmente pueden dejar de interpretarse como pasos que apuntan en tal dirección.

Forma parte de una realidad palpable que el país no es reacio a encarar soluciones del conflicto que trasciendan una vía armada que, si bien ha servido para modificar el balance estratégico, es más un escalón que la puerta hacia la solución definitiva. Por eso, por la convicción de que la negociación es un escenario ineludible en el camino a la paz, es menester apoyar las gestiones que tengan el propósito de silenciar los fusiles. Se trata de un mandato constitucional que, por cierto, han atendido, con mayor o menor ahínco, todos los presidentes recientes.

Dicho esto, caben algunas consideraciones. Lo primero es que harto sabe ya el país de procesos fracasados, que han demostrado el poder corrosivo de los afanes de protagonismo y el costoso saldo de cualquier paso en falso. Para decirlo con claridad, un nuevo Caguán no se puede, no se debe repetir.

Es un hecho que de la honda herida del conflicto brotan fuerzas reacias a que esta cicatrice. De ahí que cualquier intervención para cerrarla necesita buenas dosis de cautela, sobre todo durante las primeras puntadas, que irremediablemente tendrán que darse sin que cesen las hostilidades o, incluso, se intensifiquen, como ha venido ocurriendo.

Hay que tener presente, de igual forma, que este es un país muy diferente al de hace 14 años. La crisis de finales de los 90 quedó atrás y hoy la economía muestra un ritmo aceptable de crecimiento en medio de la compleja coyuntura mundial. El desempleo es moderado y hay una clase media en aumento.

Realidades que se suman a unas Fuerzas Militares que han logrado, con tecnología, tenacidad y altas dosis de sacrificio, revertir una situación adversa, pasar a la ofensiva y hacer más presencia en el territorio. Todo esto sin olvidar que, con tropiezos y altibajos, los paramilitares -cuyo desmantelamiento fue un inamovible de la guerrilla- han quedado atrás.

Por el lado de las Farc también se registran cambios. Sus ambiciones se han encogido de una manera proporcional a su retroceso. Su anhelo de la toma del poder por las armas se ha difuminado y ha sido sustituido por el deseo de control territorial en zonas con economías ilegales, de las que derivan sus todavía cuantiosas rentas.

No se puede ignorar, pese a que no hay pruebas contundentes de que han cumplido su promesa, un comunicado reciente, en el que dejan asomar una voluntad de negociación junto con los anuncios de abandonar el secuestro extorsivo y “regularizar” el conflicto, lo que para los expertos significa abrirle las puertas al Derecho Internacional Humanitario.

El contexto internacional ofrece también otro panorama. América Latina ha sido escenario de ambiciosas transformaciones, llevadas a cabo por la vía de la democracia -como lo muestra la baja de la pobreza- y tiene ante sí un futuro promisorio.

Pero así como se le han abierto caminos a la izquierda democrática en estos dos lustros, también se les han cerrado a los criminales de guerra por cuenta de la Corte Penal Internacional. La degradación del conflicto ha derivado en un sinnúmero de crímenes de lesa humanidad -como el reclutamiento de menores-, que podrían llenar de motivos a este tribunal para actuar en caso de que perciba riesgo de impunidad. Ya en el trámite del marco para la paz sonaron las primeras alarmas sobre el rigor que habrá que tener a la hora de diseñar acuerdos que no podrán pasar por alto ciertos delitos.

Todo esto tendrá que considerarse si se llega a concretar cualquier acercamiento. Por lo pronto, hay que hacer énfasis en que, de sentarse a la mesa, el Gobierno debe esgrimir la mejoría del país en materia social. Las estrategias en marcha no pueden ponerse en entredicho en una negociación que tiene que versar sobre las condiciones para que la guerrilla deje las armas.

Y es que las realidades del campo de batalla deben reflejarse en la agenda de las conversaciones. No se trata, entonces, de negociar el Estado o el orden institucional establecido. Cualquier reforma que eventualmente surja solo podrá concretarse una vez se produzca el ingreso a la arena política de los alzados en armas. No sobra reafirmar que la democracia ofrece los mecanismos para realizar profundas transformaciones, incluso revoluciones, pero siempre por la vía de las urnas.

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