Doble moral de la guerra uribista

Impostando dignidad ofendida porque el Gobierno “negocia la paz con terroristas”, la convención del uribismo dio luz verde a la más encarnizada campaña de la derecha por la guerra. Hasta legítima sería, si antes revelara ésta sus componendas con los terroristas de la contraparte armada.


Si levantara el velo del pacto de Ralito, donde negociar fue protocolizar una vieja asociación con el narcotráfico y sus ejércitos. Fue refundar la patria paramilitar, cuyo brazo político cogobernó a sus anchas con el poder legal mientras sus huestes usurpaban tierras, desplazaban y mataban. Como la guerrilla. ¿De dónde, pues, esta moral prestada, bellamente tocada de “seguridad”, electorera y siniestra que se relame en el espectáculo de la muerte? La violencia de la asonada contra la paz responde al grito de quienes prevalecen en la guerra: la caverna del campo, media clase política, traficantes de armas y de drogas, usufructuarios del mayor presupuesto militar (uniformados o no) en el subcontinente. Oscar Iván Zuluaga, candidato del uribismo, debutó con la divisa de clausurar el proceso de paz y un saludo emocionado a Luís Alfredo Ramos, detenido por parapolítica.

En su diatriba contra Santos dizque por capitular ante terroristas al concederles estatus político, impunidad y elegibilidad, olvida Uribe los beneficios que otorgó él a miles de criminales de las AUC a quienes quiso pasar por políticos y las penas irrisorias que algunos de ellos recibieron. Tampoco recuerda la mirada complaciente de su Gobierno a los jefes paramilitares que, presididos por Mancuso, se pavonearon en pleno parlamento para proclamar que su poder alcanzaba el 35% del Legislativo. Ni la visita de Job, enviado de Don Berna a Palacio para conspirar con el círculo íntimo del entonces presidente contra la Corte Suprema que enjuiciaba la parapolítica. No se enteró de esas fruslerías su vicepresidente, Francisco Santos, acaso ocupado en responder a investigación judicial por supuestos vínculos con el Bloque Capital de los paramilitares. Tampoco se mosqueó Fernando Londoño, ministro de Gobierno, ocupado a su vez en escribir un panegírico de Carlos Castaño.

En texto publicado por El Colombiano en 2006, señala Londoño diferencia crucial entre Castaño –un “intelectual hecho a pulso”, un político antisubversivo- y los mafiosos, indeseables que se habrían tomado las autodefensas. Según aquel, Mancuso se perfilaba como el otro intelectual. Ficción. Ya desde siete años antes, en 1999, se había propuesto Castaño trazar un corredor entre Urabá y Catatumbo para sacar cocaína a la exportación. Y en efecto lo hizo, dejando a su paso un rosario de masacres como no se vio jamás. Entonces proliferaron los enfrentamientos con las Farc, claro. Pero no fue choque de patriotas contra subversivos sino de carteles por el control de territorios indispensables para la comercialización de la droga. Tal el héroe de nuestro refinado ideólogo del uribismo, acaso el más sanguinario de los jefes paramilitares. Pero el exministro, magno orador en la convención de marras, considera todavía una ignominia negociar con terroristas. “Logramos la victoria (contra las Farc)”, dijo. Y entonces, ¿por qué insisten en prolongar la guerra?

Es consigna del uribismo la guerra a muerte contra el narcoterrorismo. El de las Farc, se entiende, pues nada dice del que sigue vivo y coleando como bacrim o como Kikos en el poder local o como ejércitos anti restitución de tierras. A lo menos ninguna alusión a éste se oyó en la flamante convención de mayorías prefabricadas por un gallo singular que pone huevos, los adoba con manzanilla y estrecha la mano peluda de la guerra.