Del Estatuto Antiterrorista, y también de los paramilitares

Entre páginas Editoriales y Opinión en El Tiempo y El Espectador se muestra vergüenza, escozor, profundos interrogantes jurídicos y éticos, al ejercicio de poder, a los enfoques. No son propiamente miradas de interpretación desde un polo de la guerra, o desde una comprensión crítica-transformadora de la realidad. No son las interpretaciones de las familias o de las organizaciones de víctimas, o de los organismos de derechos humanos. De suyo, descalificados y deslegitimados por el Presidente URIBE


La aprobación de la ley Estatutaria del Estatuto Antiterrorista”, que desconoció por parte del ejecutivo y la mayoría del legislativo las recomendaciones de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas, del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, las Recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, son la expresión de un desafío fundado en el desconocimiento del Derecho Internacional. El Semanario El Espectador del 12 de junio expresó, en su editorial al respecto:


De terrorismos y antiterrorismos

El propósito de defender a la sociedad no significa pasar por encima de los derechos de los ciudadanos. EL Congreso de la República acaba de aprobar la ley estatutaria del denominado “Estatuto Antiterrorista”, que era – como lo dijimos en el momento de la sanción del propio “Estatuto”– la última esperanza de regular y controlar la serie de amenazas que esta ley representa para nuestro ordenamiento jurídico. Lamentablemente, como era de esperar, Congreso y Gobierno pasaron por encima de todas las advertencias.

La Ley Estatutaria no repara en la necesidad de establecer controles y responsabilidades verdaderamente efectivos sobre el ejercicio de las facultades que ahora se les otorgan a la Fuerza Pública y a otros servidores del Estado. Atribuciones que en principio sólo se pensaron para permitir un funcionamiento más adecuado de la administración de justicia en aquellos lugares en donde el acceso de la autoridad civil se dificulta, terminaron convertidas en reglas generales para definir la manera como el Estado ha decidido combatir, en el campo y en las ciudades, el elusivo fenómeno terrorista.

Todas estas medidas se sustentan en un propósito de contenido incierto: la lucha contra el terrorismo. Nada más peligroso que la adopción de un criterio indeterminado y ambiguo para fundar un proceso de reforma legal. Lo que resulta aún más inquietante es que la regulación aprobada por el Congreso vuelve a recorrer el tortuoso camino que ve en las normas jurídicas restrictivas las mejores armas para luchar contra la delincuencia y la subversión, sin reparar en las enseñanzas que la historia nacional deja en esta materia: siempre se trata de disposiciones ineficaces que se traducen en la violación de los derechos fundamentales de los ciudadanos inocentes.

Tras estas decisiones está en juego otro elemento sustancial en las democracias contemporáneas, sobre el que no se ha prestado suficiente atención: la manera como se da esta evidente transformación de los valores. De acuerdo con jurisprudencia reciente de la Corte Constitucional, debe distinguirse con claridad entre reformar una Constitución –es decir, corregirla o adecuarla en algún sentido– y sustituirla por otra totalmente diferente. Así, cuando el Congreso ejerce sus funciones como constituyente derivado, está atado a una serie de límites que aunque le permiten introducir enmiendas a la Carta Política, impiden que ejerza esas atribuciones con el propósito de trasmutar el ordenamiento jurídico por uno distinto al consagrado en 1991.

La concepción plasmada en nuestra Carta Política, rica en garantías y respetuosa de la dignidad humana, no se compagina en nada con el tono eficientista que distingue la novel regulación antiterrorista. No todo uso de la fuerza por parte del Estado es legítimo. La legitimidad que se predica de la acción estatal depende, precisamente, del acatamiento de una serie de límites específicos que encauzan y justifican su acción. Tales restricciones definen con claridad la naturaleza del problema que está en juego en esta oportunidad, pues nunca podrá aceptarse, ni jurídica ni éticamente, que con el propósito de defender a la sociedad, los derechos de los ciudadanos inocentes (que son la mayoría) se pongan en grave riesgo.

El Gobierno Nacional y las mayorías parlamentarias acuden, así, a la perniciosa estrategia de reformar la Constitución para progresivamente concentrar el poder en cabeza del Ejecutivo, y de una política criminal eficientista que no repara en los límites que impone el reconocimiento de los derechos fundamentales al ejercicio de la autoridad. Sin duda, la reforma constitucional que sirvió de base a la Ley Estatutaria y esta misma regulación suponen una sustitución de nuestra institucionalidad jurídico-política, es decir, una contrarreforma constitucional que desconoce de un pupitrazo la fuente de donde emana la soberanía: el pueblo políticamente deliberante, antes que los encuestados en cualquier impreciso sondeo de opinión.

JUAN MANUEL SANTOS, ex ministro de Hacienda en la administración PASTRANA, se refiere a la bendición tácita del Establecimiento en el origen del paramilitarismo, a la concentración de la tierra que han generado, al control político y económico que ostentan y desde el que se piensa una desmovilización. No deja de sorprender que se reconozca el origen paramilitar, aunque no se exprese nada de sus relaciones con las estrategias militares institucionales, decíamos, no deja de sorprender, que se reconozca, que se acepte la consolidación del para-estado, por ser quién lo escribió y lo divulgó el 13 de junio. Bien vale la pena leerlo, releerlo…

NEGOCIAR, NO ‘LAVAR’

Ponerle coto a este monstruo

La tenaza paramilitar es cada vez más poderosa. La negociación será complicada porque los linderos de la contraparte son difusos. Reagan fue, ante todo, un inspirador.

Los paramilitares se están apoderando del país y a muy poca gente parece importarle. O de pronto les importa, pero no es mucho lo que se atreven a hacer.

Lo que inicialmente tuvo una bendición tácita de buena parte del “establecimiento” colombiano, se convirtió en un incontrolable monstruo de mil cabezas, como muchos lo advirtieron en su momento.

No sólo se han apropiado de las mejores tierras, generalmente a punta de amenazas, sangre o fuego, sino que se han metido en cuanta actividad legal e ilegal que les pueda dar más dinero o más poder.

En la política están cada vez más presentes. En las últimas elecciones -con el mayor descaro- impusieron dónde se podía hacer campaña y por quién había que votar. Todos sabemos de los numerosos congresistas que salieron electos con el apoyo de los ‘paras’. Ni qué hablar de alcaldes y gobernadores. Ya hay muchas entidades territoriales totalmente sometidas al régimen de terror de “la organización” y esquilmadas por su apabullante corrupción.

En un estudio que realizó la Fundación Buen Gobierno sobre conflictividad territorial, se estableció que en cerca de cuatrocientos municipios del país no hay posibilidades de ejercer libremente el derecho al voto. Hace diez años se debía fundamentalmente a la guerrilla. Hoy más de la mitad se debe al férreo control de los paramilitares.

Se sabe también que controlan el negocio de la gasolina, buena parte del contrabando, son por supuesto protagonistas en el narcotráfico (muchos son ante todo narcotraficantes) y cada vez son más activos en ciertos negocios “lícitos” y muy rentables como el chance, la salud, los mercados públicos, o las licoreras en algunos departamentos.
En fin, la tenaza paramilitar se torna cada día más poderosa. Y es con esa tenaza con la cual se va a sentar el Gobierno a negociar.

Aparte de los errores estratégicos y tácticos que se han cometido en el acercamiento con los ‘paras’, y que le ha costado al Gobierno tanto trabajo explicar, lo difícil de esta negociación es que se va a discutir políticamente con una contraparte sin clara identificación, con testaferros de una dudosa ideología, sin propuestas ni interés alguno en materia de funcionamiento del Estado, pero con una innegable y creciente pretensión de poder.

En esas condiciones, como bien se ha dicho, la negociación se asimilará más a un sometimiento a la justicia pero desde una posición de fuerza y no de debilidad.

La negociación con los ‘paras’ no puede ser la operación de lavado político, social y económico que muchos pretenden, so pena de comprometer la legitimidad del Estado.
Nada envidiable será entonces el papel de los negociadores del Gobierno. Van a tener que utilizar mucho la imaginación para conciliar tantos intereses nacionales e internacionales contrapuestos. Por fortuna, han corrido con suerte.

El favor que le hizo Gaviria a Uribe al permitir la presencia de la OEA en el proceso, no tiene nombre. Y la apertura de un diálogo con el ELN, mediado por México, le cayó al Gobierno como anillo al dedo: sirve de contrapeso y ayuda a legitimar cualquier arreglo, que ojalá se dé y pronto.

Pero con arreglo o sin arreglo, es imperativo pararles bolas y ponerles coto a los tentáculos de este monstruo de mil cabezas. Porque si se sigue fortaleciendo, como sucedió con el narcotráfico, doblegarlo va a ser cada vez más difícil.

Bogotá, D.C. 19 de junio de 2004

Comisión Intereclesial de Justicia y Paz