¿Cuál es el bien común?

Los humanos somos seres sociales, y el tipo de ser en que se convierte una persona depende crucialmente de las circunstancias sociales, culturales e institucionales de su vida.

Eso nos lleva, en consecuencia, a investigar los acuerdos sociales conductivos para los derechos y bienestar de la gente, y para la realización de sus justas aspiraciones; en breve, el bien común.

Como perspectiva, me gustaría invocar lo que me parecen verdades virtuales. Se relacionan con una categoría interesante de principios éticos: aquellos que no solo son universales en el sentido de que virtualmente son siempre profesados, sino también doblemente universales, dado que al mismo tiempo son casi universalmente rechazados en la práctica.

Estos van desde principios muy generales, como el axioma de que deberíamos sujetarnos a los mismos estándares (si no es que más estrictos) con los que juzgamos a los demás, a doctrinas más específicas, como la dedicación a promover la democracia y los derechos humanos, proclamada casi universalmente, incluso por los peores monstruos; aunque el historial real es lúgubre, en todo el espectro.

Un buen lugar para empezar es con “On Liberty”, la obra clásica de John Stuart Mill. Su epígrafe formula “El gran principio rector hacia el que convergen directamente todos los argumentos desplegados en estas páginas: la importancia absoluta y esencial del desarrollo humano en su más rica diversidad”.

Las palabras son una cita de Wilhelm Von Humboldt, un fundador del liberalismo clásico. Se entiende que las instituciones que limitan tal desarrollo son ilegítimas, a menos que de alguna forma puedan justificarse.

La preocupación por el bien común debería impulsarnos a encontrar formas de cultivar el desarrollo humano en su más rica diversidad.

Adam Smith, otro pensador de la Ilustración con puntos de vista similares, sentía que no debía ser tan difícil instituir políticas humanas. En su “Theory of Moral Sentiments” señaló que “por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros, de tal modo que la felicidad de estos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla”.

Smith reconoce el poder de lo que llama “la vileza máxima de los amos de la humanidad”: “Todo para nosotros y nada para los demás”. Pero las más benignas “pasiones originales de la naturaleza humana” pudieran compensar esa patología.

El liberalismo clásico naufragó en los bancos del capitalismo, pero sus compromisos y aspiraciones humanísticas no murieron. Rudolf Rocker, un pensador y activista anarquista del siglo XX, reiteró ideas similares.

Rocker describió lo que llama “una tendencia definitiva en el desarrollo histórico de la humanidad” que lucha por “el libre despliegue sin impedimentos de todas las fuerzas individuales y sociales de la vida”.

Rocker estaba delineando una tradición anarquista que culminaba en anarcosindicalismo; en términos europeos, una variedad de “socialismo libertario”.

Este tipo de socialismo, sostenía, no representa “un sistema social fijo encerrado en sí mismo” con una respuesta concreta para todos los múltiples problemas y cuestiones de la vida humana, sino más bien una tendencia en el desarrollo humano que lucha por alcanzar ideales de la Ilustración.

Entendido así, el anarquismo es parte de una gama más amplia de pensamiento y acción socialista libertaria que incluye los logros prácticos de la España revolucionaria de 1936; que llega hasta a las empresas propiedad de los trabajadores que se extienden ahora en el cinturón industrial estadounidense, en el norte de México, en Egipto y en muchos otros países, más generalmente en el País Vasco, en España, y que abarca los muchos movimientos cooperativos en todo el mundo y buena parte de las iniciativas feministas y de derechos civiles y humanos.

Esta amplia tendencia en el desenvolvimiento humano busca identificar estructuras de jerarquía, autoridad y dominación que limitan el desarrollo humano y luego las sujeta a un reto muy razonable: justificarse.

Si estas estructuras no pueden con el reto, deberían ser desmanteladas (y, según los anarquistas, deberían “rehacerse desde abajo”, tal como lo señala el comentarista Nathan Schneider).

En parte esto suena a una verdad obvia: ¿Por qué se debería defender estructuras e instituciones ilegítimas? Pero los axiomas al menos tienen el mérito de ser verdades, lo que los distingue de buena parte del discurso político. Y creo que proveen escalones útiles para encontrar el bien común.

Para Rocker, “el problema fijado para nuestro tiempo es el de liberar al hombre del curso de explotación económica y esclavización política y social”.

* Profesor emérito de Lingüística y Filosofía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, en Cambridge