Carta abierta al rector de la Javeriana

Apreciado Padre Peláez:

No han sido días fáciles para la Universidad. Hace menos de una semana, nuestro compañero Johnnier decidió suicidarse; y más aún, decidió suicidarse en la Universidad, a la hora en que lo hizo y en el lugar en que lo hizo, dejando sin respuesta todas las interpretaciones que de ello pudieran haber surgido. Hubo dolor, y conmoción, y una misa, y mensajes de solidaridad, y flores en el Giraldo (flores que aún están allí). Algo en ese suicidio (para decirlo con las palabras de Óscar Torres) “[nos tocó a todos] profundamente por las diversas razones que a cada uno le competan en su manera de dar valor a la vida”.

Y sin aún habernos repuesto de este golpe, ocurre lo que ocurrió ayer: el ESMAD prácticamente entró a la Universidad, y disparó, y lanzó granadas y gases contra estudiantes que solamente estaban gritando, cantando, criticando y soltando uno que otro hijueputazo (tan terapéutico en estos tiempos). Yo lo vi (y lo viví) y seguramente también usted, puesto que su oficina queda en el edificio a las puertas del cual ocurrieron los hechos. Y si no lo vio en su momento, espero que haya visto los videos que sus alumnos, docentes y funcionarios publicaron en todas las redes sociales. Espero que haya visto los videos de los gases lacrimógenos a la entrada del Hospital, y también en los que se ve al ESMAD ocupando la entrada de Urgencias. Y si los vio, padre, de verdad espero que haya concluido lo que tantos hemos concluido: que el ESMAD atacó primero, y que atacó con fuerza, y que fue además desproporcionado, y que estuvo (habría que confirmarlo) en el límite de lo ilegal. Y si no fue ilegal, por lo menos sí es una exhibición descarada de deshonor y ruindad gasear la entrada de un hospital.

Y cuando ya pensaba yo que las cosas no podían empeorar, padre, me encuentro esta mañana con el comunicado emitido por la rectoría, que es (dolorosamente) una claudicación de la Universidad (o por lo menos, y para peor, de sus directivas) ante la violencia desproporcionada, injusta e injustificada del Estado. En el comunicado (que, para ser justos, no sé si escribió usted, padre, o alguno de sus asesores), se hace un “llamado a la ciudadanía en general para mantener la calma, el orden y el cuidado de las personas y de la institución”. Dice también que, aunque “la Universidad respalda los espacios de participación ciudadana y protesta social, (…) rechaza enfáticamente el uso de la violencia en todas sus formas y por parte de cualquiera de los actores”. Y convoca, finalmente, “a una manifestación por la paz y por la vida” frente al San Ignacio, hoy, a mediodía.

Yo no sé, padre, si usted y sus asesores son conscientes de las siniestras implicaciones de ese comunicado. Con todo mi corazón quiero creer que no; quiero creer que algo se les escapó en las reflexiones de las que surgió, porque de saberlo, padre, no vería otra explicación a ello que una secreta aquiescencia con los métodos del ESMAD, con la violencia del Estado, que más allá de cualquier justificación, no son más que la mezquindad de este gobierno y de sus aliados. Ese comunicado, padre, es una claudicación, una rendición de la Universidad como institución a los métodos que este gobierno ha elegido hoy (y que el Estado ha elegido siempre). Usted o sus asesores no nombran al ESMAD y se refieren a la violencia como algo ocurrido en el aire, sin responsables claros, y simplemente como un fenómeno que debemos mirar con cierta distancia, como si la violencia no fuera un lenguaje común a todos los colombianos.

Ese comunicado, padre, es una confirmación de muchas de las críticas que se nos han hecho siempre como universidad privada y gomela (horrorosa pero ilustrativa palabra). Nosotros, los privilegiados, podemos darnos el gusto de pensar y hablar de la violencia como algo que ocurre a lo lejos, del otro lado de la séptima, del otro lado de las (vergonzosas) vallas con las que hoy cercaron la Universidad aduciendo, probablemente, “nuestra seguridad” (que por cierto fueron inútiles, pues igual atacaron la Universidad, otra vez). Ese comunicado, padre, delata hasta qué punto nuestra Universidad (al menos desde sus directivas) no es sincera cuando dice que busca la promoción de la justicia o la formación de personas con un alto sentido de la responsabilidad social. Pues no puede haber un sentido de lo justo y de nuestra responsabilidad con el mundo si se cerca la Universidad, si no son capaces de decir el nombre de los verdugos, como si no fuera obvio, como si en su uniforme y en sus armas no estuviese escrito su nombre, como si hablando de la violencia con eufemística cobardía esta dejase de ocurrir, o se atenuara la gravedad de los hechos.

Pero hay más, padre. Las implicaciones de ese comunicado son aún más siniestras por lo que esas palabras legitiman en lo simbólico y en unos modos particulares de pensar y proceder ante el mundo. Primero, hablar de la violencia de ese modo abstracto, es una forma sutil de desvincularla de la agencia humana, como si la violencia ocurriera independientemente de nosotros, como si la violencia no fuera un asunto exclusivamente humano. Y eso es nocivo porque legitima una academia aséptica y, por lo tanto, estéril; esas palabras, dichas por la cabeza de la institución, son un permiso y una razón para cultivar una academia desconectada de la realidad y del dolor del mundo. Esta es una crítica que no se le ha hecho únicamente a nuestra universidad, sino, de manera general, al mundo académico, y sobre todo a las universidades privadas y de élite (como la nuestra). Dicho simplemente, no tiene sentido decir que se forman personas con un alto sentido de la responsabilidad social, si la institución que lo dice no es capaz de nombrar (que es la primera tarea del conocimiento) a los responsables de una injusticia.

En segundo lugar, padre, en ese comunicado también se fomenta (sin quererlo, tal vez) una concepción de lo justo que es (por lo menos) ingenua y acrítica. En ese segundo párrafo, cuando usted o (¿y?) sus asesores dicen que la Universidad “rechaza enfáticamente el uso de la violencia en todas sus formas por parte de cualquiera de los actores”, están juzgando como iguales hechos de violencia que no son de ningún modo equivalentes. En ese comunicado, sin decirlo, se está afirmando que es tan grave y tan igualmente condenable que los estudiantes les griten “hijueputas” (como si no lo fueran) a los del ESMAD y que estos, a su vez, respondan abriendo fuego contra los estudiantes, por demás, desarmados. Esa noción de justicia que promueve ese comunicado abandona cualquier idea de proporcionalidad o simetría, y peor aún, abandona la crítica en tanto simplifica un modo particular de juzgar la realidad, al igualar fenómenos claramente diferenciables. Según esa lógica, para la Javeriana es tan grave gritar o insultar, como lo es disparar contra una multitud desarmada.

Finalmente (pero sólo por cuestiones de extensión), esas palabras, padre, legitiman también un modo de hacer política que, en Colombia, nos ha costado caro. A causa de nuestra larga tradición de igualar conflicto, política y violencia en una misma práctica, hemos cultivado la costumbre de hacer una política que no incomode a nadie y que, particularmente, no incomode al poder. Acostumbrados como estamos a que los conflictos se gestionen por medio de la violencia, y con los enormes costos que ello nos ha generado, nos hemos vuelto complacientes y tolerantes con los abusos de los poderosos. El miedo que nos da la inminencia de una violencia que siempre puede ser peor, nos ha sumido en unos modos de hacer política en los que buscamos a toda costa evitar el conflicto, permitiendo que los de siempre hagan lo de siempre. Y entonces, en el afán de evitar la confrontación y el conflicto, padre, ese comunicado termina excusando a los responsables de la injusticia y deshonrando a quienes la denunciaron.

Porque lo cierto, padre, es que una Universidad que se diga comprometida con la justicia y la sociedad (¿y la justicia social?) tiene que estar dispuesta a entrar en conflicto; tiene que estar dispuesta a dar las batallas intelectuales que juzga necesarias para la sociedad en que se ubica; tiene que hacer una investigación que incomode y que remueva a los poderosos; tiene que nombrar fuerte y claro los problemas, y también a los responsables de esos problemas. Hoy más que nunca, el deber de la Universidad (de la nuestra y de todas) es pensar críticamente, y perseguir la verdad, y denunciar lo que debe ser denunciado, y subvertir este orden mentiroso. No hacerlo, padre, es continuar siendo espectadores pasivos del cada vez más claro avance estos nuevos fascismos: un acto de cobardía.

No es más. Espero que estas palabras lleguen a usted. 

Amable y javerianamente, 

Miguel Hernández Franco.

Fuente: https://www.elespectador.com/noticias/cultura/carta-abierta-al-rector-de-la-javeriana-articulo-883112?