“Trujillo: una tragedia que no cesa”

Pese a que la masacre ocurrió entre 1988 y 1994, la violencia continúa.

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Marcha contra la impunidad, 24 de abril de 1995.


El próximo martes se inicia la Semana por la Memoria, organizada por el grupo de memoria histórica de la Comisión Nacional de la Reparación y Reconciliación. En el marco de una serie de actividades académicas y culturales que se llevarán a cabo entre los días 9 y 16 de septiembre, se dará a conocer el informe “Trujillo: una tragedia que no cesa”, coordinado por el sociólogo Álvaro Camacho.

Bajo el supuesto de que “hacer memoria es recuperar sentido”, la investigación realizada reconstruye los hechos ocurridos entre 1988 y 1994 en los municipios de Trujillo, Bolívar y Riofrío (noroccidente del norte del Valle), en donde fueron asesinadas y torturadas 342 personas.

A continuación reproducimos un fragmento del informe que será entregado a la comunidad y a la Asociación de Víctimas de Trujillo (Afavit).

“Colombia ha vivido las últimas décadas en luto permanente. Masacres y otras formas de violencia colectiva con diversas magnitudes, intencionalidades y secuelas han ensangrentado la geografía nacional. Entre 1982 y 2007, el Grupo de Memoria Histórica ha establecido un registro provisional de 2.505 masacres con 14.660 víctimas. Colombia ha vivido no sólo una guerra de combates, sino también una guerra de masacres. Sin embargo, la respuesta de la sociedad no ha sido tanto el estupor o el rechazo, sino la rutinización y el olvido.

El municipio de Trujillo, en el norte del departamento del Valle, ha sido escenario de esa violencia múltiple y continuada, y también de nuestra amnesia. No sólo sus vecinos del orden regional desconocen o han olvidado lo sucedido, sino que, más aún, respecto a esos eventos existe lo que pudiéramos llamar una desmemoria nacional, como en efecto lo han resentido las víctimas.

Volver la mirada a Trujillo es entonces un primer ejercicio en la misión de convocar la solidaridad ciudadana y mostrarle al país que los hechos de Trujillo pertenecen al pasado nacional. Trujillo es, en más de un sentido, Colombia. Es preciso interpelar por tanto no sólo al Estado, sino también a toda la sociedad por los silencios y los olvidos que prosperaron en torno a la masacre; por haberse negado a aceptar lo que parecía inenarrable, inaceptable o imposible, pero que en verdad era muy real.

La masacre es una de las formas en las que se expresan la degradación de la guerra y el desprecio de los ‘guerreros’ por la población civil. La violencia rompe los lazos sociales y doblega psicológicamente a las víctimas.

En efecto, en Trujillo los homicidios, torturas y desapariciones forzadas produjeron el desplazamiento y desarraigo de pobladores de muchas veredas; la destrucción e incluso liquidación de núcleos familiares; la desarticulación de las organizaciones campesinas, y otras formas de acción colectiva; y hasta la muerte por diversas causas indirectas (incluso por causas emocionales, la ‘pena moral’) de numerosos sobrevivientes y sus familias.

En el plano sociopolítico, la masacre cumplió los múltiples objetivos de los perpetradores: bloqueo a la estrategia insurgente en la zona, neutralización de la potencial acción colectiva de los campesinos e instauración de un verdadero contrapoder que continúa vivo hoy día.

Frente a todo esto, ‘no se puede continuar viviendo como si no hubiera pasado nada’. Explicar y procesar los hechos traumáticos es un ejercicio indispensable para los individuos y para las sociedades.

Una nueva narrativa de los hechos es necesaria no sólo para las víctimas y sus comunidades, sino para la sociedad colombiana en general. La reconstrucción de la memoria histórica en escenarios como éste cumple una triple función: de esclarecimiento de los hechos, haciendo visibles las impunidades, las complicidades activas y los silencios; de reparación en el plano simbólico al constituirse como espacio de duelo y denuncia para las víctimas; y de reconocimiento del sufrimiento social y de afirmación de los límites éticos y morales que las colectividades deben imponer a la violencia.

Un importante logro para los objetivos de este trabajo sería que al cabo de éste el público lector ‘pudiera recordar lo que no ha vivido… porque le ha sido transmitido en el relato’.

Son muchas las razones para volver a Trujillo. A casi 20 años de la masacre y 10 de la aceptada responsabilidad del Estado en los hechos, la violencia en Trujillo continúa y los compromisos del Estado con la comunidad local y las víctimas siguen inconclusos. Es preciso volver a Trujillo porque aún no se ha hecho justicia. Al día de hoy no existe ninguna condena a los perpetradores de la masacre.

Hay que volver a Trujillo porque siguen registrándose numerosas víctimas y la comunidad es constreñida por viejos y nuevos actores criminales, como las conocidas bandas del norte del Valle, Los Machos y Los Rastrojos. Es también imperativo volver a Trujillo porque la memoria de las víctimas sigue siendo atropellada: cuatro atentados ha sufrido el Parque Monumento a las víctimas. El último de ellos, en enero del presente año, fue la profanación de la tumba del padre Tiberio Fernández, considerado el gran pastor y líder comunitario de la zona. La masacre de Trujillo es una masacre continua”.

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