Se corrió la cerca

LA IMPUDICIA DE LA GUERRA: EN eso se parecen George W. Bush, Elhud Olmert y Álvaro Uribe Vélez. Para los tres no hay límites morales ni éticos, cuando se trata de llevar a cabo una supuesta defensa (o autodefensa) de la democracia.


En sus dos intervenciones de despedida, Bush justificó su conducta: todo fue válido, desde las torturas hasta el desastre humanitario de Irak, con tal de evitar un nuevo ataque del terrorismo en territorio estadounidense. Ésa es la joya de la corona: desde hace siete años, no ha habido un nuevo desastre provocado por los ejércitos de Bin Laden y compañía en tierras del tío Sam. Y eso vale mucho más, según el mandatario saliente, que cualquier reclamo por violación de Derechos Humanos, dentro y fuera de Estados Unidos.

Lo impresionante es que este personaje fue elegido y reelegido por un pueblo atemorizado. Ahora, Bush deja la Casa Blanca con unos índices de impopularidad históricos. Pero genio y figura hasta la sepultura: van más de mil muertos palestinos, la mayoría población no combatiente, el veinte por ciento niños y, como siempre, Washington, en cabeza de su autoridad máxima, veta resoluciones de Naciones Unidas y da apoyo irrestricto a Ehud Olmert, primer ministro israelí, que quiere llevar su guerra hasta no dejar nada en pie en el gueto de Gaza. En las últimas encuestas, más del setenta por ciento de los habitantes de Israel apoya el exterminio de Hamas, así ello signifique borrar del mapa a la población palestina. Eso es inmoral y cruel.

Y como para cerrar el círculo, la medallita a Uribe. Dice el inefable Bush que el mesías salvó a la patria de ser un narcoestado. Muy bien: la bancada uribista llegó al Congreso, como se ha demostrado, por los buenos (es un decir) oficios de los paramilitares, ejércitos vinculados de pies a cabeza con el narcotráfico. ¿Qué entiende entonces el presidente gringo por salvación?

Además, el premio a Uribe es un reconocimiento a su lucha contra el terrorismo y al éxito de su gestión en defensa de la democracia. Es obvio que el caso de los “falsos positivos” no cuenta en el balance realizado por Bush, mucho menos la tragedia humanitaria que ha significado la terapia de choque de la llamada seguridad democrática. Tampoco el hecho evidente, denunciado por Iván Cepeda y Jorge Rojas, en su contundente libro A las puertas del Ubérrimo, de que Uribe atizó la hoguera de las autodefensas con su perversa estrategia de las Convivir y entretejió su ideología con la misma lógica de esos escuadrones de la muerte, que se tomaron a sangre y fuego regiones como Córdoba, donde son respetados y admirados.

Se corrió la cerca de los principios, para hablar en términos del campo. Los millones de colombianos que votaron por Uribe para elegirlo y reelegirlo, y aquellos que estarían dispuestos a repetir por tercera vez, han olvidado por completo que la política tiene, en lo fundamental, un componente ético y moral, que no es lo mismo que el moralismo de los ultraconservadores. Gobernantes como Bush, Olmert o Uribe han borrado todos los límites en el ejercicio equilibrado del poder y en el uso legítimo de la fuerza del Estado. Israel ha dejado una herida muy profunda en el Medio Oriente, los halcones de Washington arrasaron con la mucha o poca autoridad moral que tenía Estados Unidos en el mundo. Y Uribe, con su empatía innegable con los grupos de autodefensa, le sigue debiendo una respuesta veraz a esa otra parte de la sociedad colombiana, que ha sufrido los estragos de la violencia y la exclusión: ¿es posible construir algo parecido a una democracia sobre un camposanto de inocentes?

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