Resistir en la mejor esquina de América

JAVIER SULÉ ORTEGA

La violencia racial no es exclusiva de los Estados Unidos. En Colombia también se discrimina y asesina a su gente negra. Lo saben bien las comunidades afrocolombianas que, en los límites con Panamá, habitan la cuenca del río Cacarica del Chocó, una de las regiones con mayor biodiversidad del planeta. El viaje desde el puerto de Turbo, en la vecina región de Antioquia, toma cerca de tres horas en lancha hasta allí. Hay que cruzar primero el Golfo de Urabá y, tras media hora de viaje por el mar Caribe, adentrarse por el majestuoso río Atrato, luego remontar el río Cacarica y proseguir después por caños marinos cubiertos de un manto de helechos y juncos que dificultan la navegación. Como en buena parte del Chocó, las carreteras aquí son totalmente fluviales. Una gran valla donde se lee: “Zona Humanitaria Nueva Esperanza en Dios, territorio exclusivo de la población civil”, advierte de la llegada.

En este aislado lugar, los días se pasan cultivando la tierra, pescando, jugando a cartas y saliendo de tanto en tanto a tomar unas cervezas y a mover las caderas. Todo aparentemente normal. Sin embargo, los lugareños cuentan que nada es como antes, cuando el Cacarica era una región agrícola que vivía del plátano, el arroz, los frutales, el pescado y la madera. Hoy no hay ni la tranquilidad ni la confianza para moverse libremente por el territorio. “Pensamos que con la firma de la paz llegaría la calma, pero las FARC entregaron las armas y llegaron nuevos grupos al territorio. Ahora hay paramilitares, la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y la Fuerza Pública que no los combate. La guerra no se va a acabar nunca porque es un negocio y los que sufren son los campesinos. Ante tanto asesinato de líderes sociales en Colombia nos tenemos que cuidar cuando salimos por fuera y si algún grupo armado pregunta por nuestros líderes, les decimos que aquí los líderes somos todos”, dice el joven Edwin Orejuela de la comunidad del Cacarica.

La historia de estas tierras es una historia de violencia y despojo, pero también de heroica defensa de la vida, el territorio y la identidad afrocolombiana. La situación de estas comunidades cambió radicalmente en 1997, cuando una acción militar bautizada como operación Génesis pretendía, aparentemente, combatir a la guerrilla de las FARC. Sin embargo, el Estado colombiano volvió a jugar sucio y, sirviéndose de la guerra, con apoyo de grupos paramilitares para generar terror y de poderosos intereses empresariales, no tenía otro propósito que expulsar de sus tierras a la veintena de comunidades negras que habitaban entonces en los márgenes de la cuenca del río Cacarica. Un capítulo más de la guerra en Colombia, repleta de asesinatos, masacres y desplazamientos forzados perpetrados por grupos paramilitares con la acción, omisión o aquiescencia de la Fuerza Pública.

Detrás del desplazamiento forzado en esta zona del Chocó existía interés por las riquezas naturales y por el uso de los territorios para la agroindustria y la implantación de proyectos de infraestructura. Lo dijo y lo sentenció en 2013 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que condenaría al Estado colombiano 20 años después como responsable de lo ocurrido. La sentencia instaba al Estado a “restituir el efectivo uso, goce y posesión de los territorios” y a brindar protección a sus comunidades. En la misma línea, un tribunal de Bogotá condenó a 25 años de cárcel al general Rito Alejo, que comandaba la operación. Los relatos de los mandos paramilitares que operaron en la región confesaron también cómo, a partir del control social territorial, se aseguró la extracción a gran escala de maderas, la destrucción del bosque nativo para la promoción de la ganadería extensiva y la promoción empresarial de monocultivos de palma aceitera y plátano.

El Estado colombiano no tenía otro propósito que expulsar de sus tierras a la veintena de comunidades negras que habitaban en los márgenes del río Cacarica

La operación Génesis se saldó con 82 asesinatos y generó un desplazamiento masivo. Pascual Ávila lo recuerda como si fuera ayer. “La guerra nos ha jodido. Nos saquearon las casas y nos dieron la orden de salir. Es una impotencia absoluta. Todo lo que uno ha hecho en un instante se pierde y la incertidumbre es tremenda. Pero le toca tomar la decisión de irse porque es la vida, la de la mujer, la de los hijos, la mía. Yo tenía nueve hijos pequeños, el mayor tenía 15 años. No pude sacar nada. Tenía un trabajo, cinco mulas, dos motosierras, madera para vender y 21 cabezas de ganado”, recuerda Pascual.

En el desplazamiento unos cruzaron hasta Panamá, pero la gran mayoría, como Pascual, optó por ir a Turbo. Aquí permanecieron tres años viviendo hacinados en un polideportivo. La vida en el coliseo no fue fácil, y menos para una familia con nueve hijos. “Éramos unas 3.000 personas, dormíamos en la gradería, en el suelo. Tratamos de organizarnos en comités, pero con la gente en estado de shock no había forma de hacerlo bien. Luego, pasa un mes, dos, tres… Y vas viendo como el Estado nos iba abandonando”, explica Pascual.

Jarlenson Angulo tenía 10 años cuando vivió en el coliseo deportivo, pero jamás podrá olvidar aquella experiencia. “Como niño uno la pasaba jugando, pero fue un trastorno psicológico grande. Nos sentimos muy discriminados y estigmatizados. Todo lo que pasaba lo achacaban a los desplazados. Si alguien enfermaba era el mal de los desplazados; si andabas sucio, decían andas como un desplazado; formamos un equipo de fútbol y nos llamaban el equipo de los desplazados. Incluso algunos colegios no permitían que uno estuviera”, rememora Jarlenson a sus hoy 30 años.

La vuelta a casa

Pese a las duras condiciones de vida como desplazados, las gentes del Cacarica nunca se rindieron, empezaron a organizarse y decidieron retornar en el 2000. Crearon la organización Cavida —Comunidades de Autodeterminación Vida y Dignidad— y acompañados por organizaciones internacionales y nacionales exigieron condiciones para poder volver. Cuando llegaron, del pueblo que dejaron solo encontraron los restos de la iglesia, de la escuela y los claros signos de tres años de abandono en sus casas de madera. Tocó empezar de nuevo, limpiar el terreno y volver a sembrar. Rebautizaron los dos lugares donde se reasentaron como Nueva Esperanza en Dios y Nueva Vida. “Sabíamos que retornábamos en medio de la guerra. Lo más bonito fue como nos empezamos a organizar por grupos de mujeres, de niños, de adultos mayores, de jóvenes. Eso nos dio fuerza porque sabíamos que unidos se logran muchas más cosas”, dice orgulloso otro joven de la comunidad al que conocen como Frutiño.

Tras el retorno, consiguieron la titulación colectiva de sus tierras y se constituyeron como Zona Humanitaria y de Biodiversidad para proteger la vida y la tierra frente a agresiones de intereses económicos y grupos armados. Se trata de una manera de habitar el territorio y defender el medioambiente a través de un proceso de empoderamiento de la población desplazada, amparado en la legislación y el derecho internacional. “Estos 20 años han posibilitado la creatividad de las comunidades negras para enfrentar este avasallamiento y la usurpación de sus territorios. Esa creatividad ha generado iniciativas tan importantes como las zonas humanitarias y las zonas de biodiversidad, las cuales han evidenciado la ausencia de respuestas del Estado que prosigue con el desarrollo de estrategias militares encubiertas y el intento de imposición de modelos agroindustriales que desconocen los derechos territoriales de las comunidades”, argumenta sin respirar Danilo Rueda, miembro de la organización Justicia y Paz, acompañante del proceso del Cacarica.

La operación Génesis, de 1997, se saldó con 82 asesinatos y generó un desplazamiento masivo de las comunidades

El de Cacarica fue uno de los primeros procesos de retorno en Colombia. Veinte años después, Pascual Ávila tiene sentimientos encontrados y sinsabores. “Jurídicamente se ha hecho todo lo que se ha podido hacer. En algunas cosas parecía que se nos iba a favorecer como víctimas pero, no solo no ha pasado nada, sino que se nos ha victimizado más. Lo peor es que los paramilitares siguen en el territorio y no sabemos cuál es la propuesta del Gobierno frente a nosotros que nos asegure que este es un territorio para los campesinos y comunidades negras, a pesar que tenemos una ley que nos dio la titulación y, por tanto, sería inviolable”, señala.

Lo cierto es que las comunidades del Cacarica viven en la zona con la única protección de organizaciones de derechos humanos y el acompañamiento internacional. Los pobladores de esta cuenca han seguido denunciando la presencia de grupos paramilitares y hostigamientos. Dos décadas después del retorno, las amenazas continúan y los intereses económicos no han desaparecido. Hoy, la tierra del Chocó sigue asediada por voraces empresas y es una de las alternativas para la construcción de un nuevo canal interoceánico. El Cacarica está dentro de lo que se ha venido en llamar “la mejor esquina de América”, una zona sobre la que se avecinan grandes inversiones por su posición geográfica estratégica que posibilitaría la futura conexión del sur con el centro y norte de América, y también entre el Pacifico y el Atlántico.

Tras el retorno, en 2000, consiguieron la titulación colectiva de sus tierras y se constituyeron como Zona Humanitaria y de Biodiversidad

Como ocurre en toda Colombia, preocupa especialmente la situación de los líderes y lideresas sociales de la zona. “Afortunadamente, no han asesinado a nadie allí, pero sí se les está intentando matar el alma y eso es también grave y mucho más profundo porque se convierte en parte de la normalidad, donde los líderes tienen que guardar silencio ante el control de su vida diaria, ante las limitaciones a su libre movilización y libre expresión por parte de esas estructuras armadas que operan en medio de la presencia de las fuerzas militares”, lamenta Rueda. La covid-19 vino a complicarlo todo todavía más. Como en otras muchas zonas del país, la pandemia ha sido aprovechada por los grupos armados para consolidar su poder frente a una población inerme que debía estar confinada.

Con todo, ni Edwin, ni Jarlenson ni Frutiño quieren volverse a marchar del Cacarica. Los jóvenes jugaron un papel muy importante en la recuperación emocional de las comunidades y a través del arte y la educación contribuyeron a fortalecer el proceso evitando que muchos de ellos cayesen en la tentación de irse a filas de algún grupo armado. “Nos propusimos abordar la educación desde la misma comunidad. Algunos jóvenes se ofrecieron como voluntarios para liderar un proyecto etno-educativo de educación propia para buscar un desarrollo como comunidad”, explica Edwin Orejuela.

Todos ellos saben que donde viven hay falta de oportunidades y han visto cómo a otros compañeros no les ha ido mal por fuera, pero aseguran que aman su tierra desde un compromiso de defensa de la vida y el territorio. “Dejarlo todo después de tanto tiempo me contrariaría. Mi realidad es esta, soy un campesino y lo seguiré siendo. Es una responsabilidad de los jóvenes porque, si la juventud se va y los mayores mueren, está todo perdido. Donde hay riqueza siempre va a haber violencia, y eso nos confronta y nos obliga a seguir visibilizando nuestro proceso”, enfatiza Jarlenson.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2020/09/01/planeta_futuro/1598976077_712958.html