El aburrido Oslo y el despiadado modelo económico

Oslo es una sede perfecta para las conversaciones de paz que acaban de empezar. Del tamaño de Pereira, con pocos atractivos, que se limitan a edificios históricos y museos, barquitos de día y cervecerías de noche, tiene fama de ser bastante aburrida, asaz fría (ocho grados en promedio esta semana), nublada, lluviosa y con pocas horas de luz. Ideal para recogerse y hablar, hablar, hablar.

En su primera declaración ante la prensa, el jefe de la delegación oficial, Humberto de la Calle, precisó desde Oslo que “el modelo económico no está en discusión”. Al tenor de los rigores de la agenda, eso es verdad. De allí que la referencia a lo que está y lo que no está en discusión constituye ocasión inmejorable para explicar lo que se debe y lo que no se debe esperar de los diálogos de paz.

Alcanzar la paz no puede ser la meta final que se fije el país. La paz es una etapa fundamental para buscar dicha meta, que es una sociedad más justa e igualitaria, pero no conviene equivocarse y creer que si se consigue la paz se ha logrado todo. Llevamos dos siglos viendo que la violencia agrava todos los problemas, deteriora todas las situaciones e impone sacrificios cada vez más onerosos. La paz -ese sueño que han acariciado ya varias generaciones de colombianos sin traducirlo a la realidad- es, pues, indispensable. Pero no habremos llegado a Disneylandia, ni estaremos en el final, sino en el comienzo del camino.

Eso sí: de conseguir la paz -y el día esté cercano-, habremos dado un paso clave para que el país tome rumbos positivos. Ese será el momento de poner en discusión el modelo económico. Porque sin modificarlo no podremos construir un país que resulte vivible para todos. Y, si esto no se logra, la paz podría quebrarse como una oblea. Dice la escritora Gabriela Cañas que “la desigualdad y la injusticia intrínseca producen las mayores tensiones”. Más aún que la pobreza.

Habrá que abrir un juicio al actual modelo económico colombiano cuando se pueda discutir en paz y dentro de las normas de la democracia. Tenemos que buscar y encontrar un esquema de desarrollo diferente al neoliberal que nos impusieron como panacea salvadora desde hace algo más de veinte años y que ha significado la prosperidad de los ricos y la ruina de los más pobres. Una evaluación realizada en el 2004 en Montevideo con patrocinio, entre otros, de la muy liberal Fundación Friedrich Ebert condenó “el desastre neoliberal continental” que, en el caso colombiano, manifiesta un “retroceso social escandaloso, tal como lo expresa la última versión del informe de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas”. Un documento publicado allí señala que “los peores resultados económicos del último siglo se presentan en la gestión del actual Gobierno [URIBE I]” y dice que “la economía burbuja ha disparado las ganancias del sector financiero y asegurador de servicios, configurando un estereotipo de crecimiento económico que ha aislado del verdadero desarrollo al 65 por ciento de la población”.

La receta neoliberal que inauguró César Gaviria en 1990 se basa en reducir, maniatar y marginar al Estado y entregar las riendas del desarrollo a la iniciativa privada. Estados Unidos y Europa padecen hoy lo que ocurre cuando los poderes económicos particulares imponen su ley. La crisis es hija suya, y la receta propuesta ha sido la de sacrificar aún más a los sectores populares.

En Colombia, el modelo neoliberal produjo una distancia cada vez mayor entre ricos y pobres; convirtió en negocio particular la salud pública; privatizó empresas que el sector público había levantado con gran esfuerzo durante décadas; potenció el sector financiero por encima del sector productivo; arruinó actividades agropecuarias que habían sido rentables; comprometió el medio ambiente; entró a saco en los recursos naturales y ahora quiere soltarle el freno a la minería multinacional.

Después de la paz debe seguir la justicia social. Y en ese momento habrá que discutir y reemplazar el modelo económico.

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