Atentado

La noticia del atentado contra Ricardo Calderón, jefe de investigaciones de la revista Semana y quien tiene una larga y reconocida trayectoria como periodista, está —como se dice ahora— en desarrollo.


Es decir, nada se sabe. Se sospecha, con razón, que fue hecho por alguna de esas manzanas podridas que abundan en las Fuerzas Armadas. En realidad ya no deberíamos hablar de frutas, sino de árboles, porque no se trata de un loquito borracho con una pistola que vio pasar el carro del periodista y se le salieron cinco tiros. Se trata de un atentado bien planeado y ejecutado con precisión —aunque sin suerte, ya que Calderón salió ileso—, que supone la existencia de un grupo organizado y agresivo que —lo veremos— cuenta con un dispositivo de distracción que impide contaminar la causa heroica. El Gobierno lamentó el hecho y el general Navas dijo que no se podía descartar ninguna hipótesis. Dos declaraciones meramente litúrgicas. Tiros de salva.

Hay que sumar este caso a otro, el delito cometido por los militares —¿quién podría dudar que fueron uniformados?— que le pasaron a Uribe el dato de las coordenadas del sitio exacto donde la Cruz Roja recogería a los guerrilleros para llevarlos a Cuba. Hay que ir atando cabos —nunca se atan generales ni coroneles—, porque la cadena es larga. El Cinep, con la firma del padre Alejandro Angulo, uno de los más sensatos y ecuánimes investigadores de esa institución, denuncia 941 casos comprobados de falsos positivos entre 1988 y 2012, la mayoría cometidos durante la negra noche del gobierno de Uribe. Philip Alston, relator de la ONU, afirma lo que se sabe: “El gran número de asesinatos —1.800—, la amplia geografía abarcada y el elevado número de militares implicados casi evidencian el hecho de que los homicidios fueron llevados a cabo de una manera más o menos sistemática por una cantidad significativa de elementos del Ejército”. Para rematar, la Fiscalía tiene pruebas sobre 4.716 víctimas de homicidios “presuntamente cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad”. No se trata pues de manzanas, sino de engranajes. Sobre todo de engranajes de cobertura y de impunidad.

La existencia de tales estructuras clandestinas —para decirlo suavemente— dentro de las Fuerzas Armadas es una de las más inminentes amenazas contra el proceso de paz en marcha. Fueron las mismas que propiciaron el paramilitarismo, protegieron la ejecución de las masacres y, sin duda, están hoy al lado de Urabeños, Rastrojos y demás ejércitos antirrestitución de tierras. El caso de San Roque es sospechoso: cuatro miembros de una familia que había sido desplazada fueron asesinados ayer en una vereda del municipio —tierra de Tasmania— al regresar a su finca. Y vamos ligando. Porque la restitución de tierras tiene en el Centro Democrático una batería ideológica y política que dispara cargas de profundidad contra el proceso de paz. Decir, como dijo Pacho Santos —que está cada día más zafado— que el fiscal general de la Nación es un escudero de las Farc, no sólo es un delirio, sino un delito.

Todo va haciendo parte del mismo paquete que tendrá que enfrentar Santos con decisión en la plaza pública y en los medios de comunicación. No puede darle más gabelas a su primo hermano, ni a Uribe, ni al energúmeno Fernando Londoño, que reivindica el paramilitarismo como una herramienta del orden. Tampoco puede el Gobierno permitir que el locuaz ministro de Defensa —conocido como Gymboy— continúe opinando a diestra y siniestra sobre hechos de orden público con la intención de quitarles piso en la opinión a las negociaciones de La Habana para satisfacer a sus “subordinados” y rivalizar en agresividad con Uribe.