Para los y las familiares de l@s desaparecid@s del Palacio de Justicia

Nacimiento y muerte son determinantes. Significan uno y otro extremo, delimitación. Las arenillas que se mesen en los relojes.

Poco después de nacido un algo conmocionó el ambiente que me
rodeaba. Yo no sabía sino de madre y padre, pero se hablaba de un
Palacio, de la pobre gente, de guerra y de muerte y de balas y de una
serie de cosas que en cierta medida me hubiera gustado nunca entender,
haber proseguido en la ternura indefinidamente, infinito.


Cuando se es pequeño poco importan las profesiones, porque se quiere saltar, gritar, reír, llorar, correr; no importa el dinero porque importan las paletas y los patines; no importan los museos sino esos sitios gloriosos donde hay árboles, y cucarrones, y columpios, y los siempre apreciados amigos de ocasión.

Siempre veía a mi padre grandote, con corbatas desencajadas, oliendo a cigarrillo como una chimenea deambulante. Me enteré entre los bordes de mi nobel vista que mi padre cargaba un maletín rojo de cuero con un cierre duro dorado porque allí tenía historias e injusticias y que en su barba que picaba cuando lo saludaba de beso yacía el impulso, las palabras, la dicción de su justicia, su quehacer.

Sabía muy poco de personas, porque el universo del niño se compone de figuras más íntimas, De personajes más que de personas. Entre esos figurantes uno está al tanto de la palabra familia: hay viejitos y se llaman abuelos, hay jóvenes y se llaman primos, hay cálidos y se llaman tíos.

El problema de los nombres siempre se me dificultó: la palabra familia se amplió en un abanico gigantesco, se plurificó en la sala misma de mi casa. “Doctor, En la portería está la familia guarín”, “Llegaron los rodríguez, José Eduardo”… Había que preparar tinto, tener agua a la mano, pañuelos desechables y un abrigo invisible de sonrisas y abrazos.

Entre esas familias que no eran la propia siendo la mía, había una presencia mística, siempre lo noté: de niño se es extraordinariamente lúcido y sensible.
Se escuchaban los ecos en sus pasos, se veían en las flores siemprevivas de los homenajes sus rostros, se gustaban en sus lágrimas, se acariciaban en sus sombras: desaparecidos me explicaban.

Sabiendo tan poco de la vida, me contaban que los desaparecidos eran seres que estaban sin estar. Yo recuerdo que pensaba en los seres mágicos (dragones, gnomos, sirenas, magos…) que veía en mi cotidianeidad de juego (y que nunca me han abandonado), y los fui asimilando y trayendo a mi conocimiento, paulatino, como una llovizna suave que en un trueno arrecia.

Esa presencia mística, poco a poco me llevó a entender la inmensa oportunidad que significaba llegar a casa y poder abrazar a mi papá y a mi mamá; paso a paso fui comprendiendo que el amor y la vida son inasibles, vaporosos, cuestión de instante, pero que se sienten fuertes cuando abrazas y vigorosos cuando besas, abundantes cuando recuerdas y generosos cuando carcajeas, son la única experiencia que me llevaré de este mundo de muerte que injustamente arrebata y arrebata.

En medio de todo eso crecía en mí un adulto que no pude refrenar y que hoy en día se escapa en el golpe de vista del espejo. Supe que mi padre era amenazado, que lo hostigaban. Supe que caía muerto por balas asesinas. Supe que las familias que eran la mía corrieron despavoridas, como yo mismo lo hice, unos con unos, otros con otros.

Supe de miedo, de huída, de dolor, desesperanza. Les digo, cada vez encajo más categorías en mi pensamiento, pero al parecer cada vez comprendo menos, no entiendo porqué muchos de ustedes no pudieron tener la oportunidad de continuar, porqué el aprendizaje ha sido tan violento, porqué el sufrimiento se ha extendido con tal facilidad, porqué la esperanza no ahoga el olvido, porqué yo mismo no tuve la oportunidad.

Hoy quería hacer este alto para comunicarme desde la distancia de este escrito y contarles que me acuerdo de ustedes, de sus rostros, de sus angustias, hoy quería recordar lo que saben, que mi padre los llevó en el corazón y en el alma, que hoy es un día de coraje, que hoy hay una presencia más juntos con los suyos: el mío.

Hoy: más vale morir por algo que vivir por nada.