Ni lobos ni palomas

Ambas partes han hecho aportes significativos y los seguirán haciendo en Oslo y La Habana. Prueba de que el proceso camina es la creciente movilización social y política que vive el país. Con buen criterio el presidente Santos ha puesto como condición que el proceso tenga resultados concretos en meses. Sabe que la paciencia de la opinión pública es poca luego de la larga y tortuosa experiencia del Caguán. Afuera acechan los amigos de la “solución total” que apuestan sus reales al fracaso de los diálogos para resurgir políticamente y asegurar tierras, armas y negocios lícitos e ilícitos. En un año el panorama será otro con la carrera por la reelección presidencial. ¿Estarán los negociadores de la guerrilla conscientes de la escasez de tiempo?

La inquietud surge al escuchar las declaraciones de Andrés París cuando acusa al presidente Santos de incumplir los preacuerdos al fijar plazos perentorios para firmar la paz, así como al leer que algunos quieren discutir el modelo económico en la mesa de negociaciones. Si los representantes de la guerrilla se engolosinan con el protagonismo político, dilapidarán el apoyo popular al proceso y harán subir el uribismo como espuma. Lo anterior no significa que las partes negociadoras deban convertirse de la noche a la mañana de lobos en palomas. Basta que adopten la posición de seres interesados en maximizar sus utilidades mediante la renuncia a las armas y el compromiso de vivir bajo el marco constitucional.

Lo anterior suena lógico, pero es muy difícil de lograr. Muchos teóricos desde el siglo XVII se han deshilvanado los sesos preguntándose por los factores que llevan a las personas a obedecer el derecho y a abandonar la violencia como medio para alcanzar fines políticos. Una cultura altamente emotiva, dogmática y autoritaria no ayuda mucho a incentivar comportamientos racionales con arreglo a fines, más propios de temperamentos acostumbrados al cálculo de utilidades. Sería un error, no obstante, pensar que para arribar al pacto de paz sea indispensable un cambio de mentalidad o una revolución cultural. No es necesario exigir a todos ser moralmente buenos para acordar un pacto de paz; basta exigirnos estar dispuestos a ser buenos ciudadanos, esto es, a aceptar zanjar por vía del derecho las diferencias producto de orientaciones valorativas irreconciliables.

Por lo anterior es un gran error perseguir una política de la identidad como prerrequisito de paz. Acuerdos valorativos sustantivos colocan la virtud y no el interés en la base del acuerdo. Tal exigencia es irrealizable en sociedades pluralistas y contraproducente a la hora de darle una salida pragmática al antagonismo político. Paso central para lograr un pacto duradero de paz es la institucionalización de reglas y procedimientos democráticos que incluyen la renuncia a las formas violentas de confrontación. Para arribar a un pacto duradero de paz es entonces necesario haber aprendido suficientemente de la traumática experiencia histórica común, hasta el grado de aceptar reglas del juego mínimas, respetadas por todos, que permitan racionalizar el antagonismo político renunciando al costoso recurso de la violencia.

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