Los ancianos, desechables

“Queremos internar a un viejo, ¿qué se necesita para que lo reciban?”, transcribe El Tiempo. Desde cualquier teléfono, de oro o de baquelita, a razón de diez llamadas diarias, la pregunta se volvió estribillo en los albergues públicos de Bogotá.


“No podemos tener más al viejo en la casa, porque no aporta nada, ya no produce y no sabemos qué hacer con él”. Marginados de la prosperidad, o de la simple supervivencia, nuestros ancianos son la hez en esta Colombia de pasión y corazoncitos. Tras el rosado almíbar de la publicidad y los falsos devotos se oculta una sociedad sin hígados que se abre camino a codazo limpio y venga sus sinsabores en los seres más indefensos: los ancianos. Los primeros victimarios, sus propios hijos. La crueldad se viste de humillación y abandono para coronarse, a veces, en abuso sexual y asesinato.

El drama se multiplica conforme aumenta el envejecimiento de la población. Según Medicina Legal, la violencia intrafamiliar contra ellos creció 21% en el último año. Cuántos de los cien mil que en la capital no pueden caminar, o son ciegos o sordos o mudos o baldados de brazos y manos resultan de ese trato, no se sabe. Se sabe, sí, que sólo en Bogotá casi 50 mil arañan la indigencia. El Ministerio de Protección Social y Bienestar Familiar no alcanzan a ayudar sino a la quinta parte de los abuelos que en el país padecen hambre o desplazamiento. De los 4,5 millones de viejos, sólo un millón disfruta de pensión. El resto depende de su trabajo o vive de caridad. Cuando tienen seguro de salud, una minoría, se les atiende tarde y a medias.

Vulnerable al extremo, humillado en su propia indefensión, la violencia generalizada contra el anciano contempla expulsión, desamparo, aislamiento, agresión psicológica, atropello físico y económico. El maltrato psicológico es a menudo antesala de la violencia física. Sea por desatención o abandono emocional, sea como trato vil sistemático, éste hiere su dignidad y puede desembocar en suicidio. Campea la idea de que lo viejo es inútil, una carga, un estorbo, anverso repulsivo de lo bello, lo joven, lo productivo. Chivo expiatorio de un destino ingrato, sobre el anciano se descarga al parecer el peso de una autoridad deformada que el agresor padeció de niño, y que éste ejerce ahora como afirmación de poder.

Si mayas y nipones respetan a los ancianos por su sabiduría, si los veneran los antiguos, las sociedades industriales los invisibilizan, los discriminan, los desechan por no ser ya productivos. En Occidente, la modernidad sembró en la mayoría de cristianos una moral del rentismo que avasalló al Evangelio. Rentismo que entre nosotros, país del sálvese quien pueda, obra tantas veces como hermano natural de la violencia.

El representante Simón Gaviria ha presentado un proyecto de ley que eleva las penas contra el agresor del anciano. Así como se castiga al padre que abandona y maltrata a sus hijos, habrá de penalizarse al hijo que de esta manera procede con su padre. ¡Enhorabuena! Inspire al joven parlamentario doña Bertina Hernández que, a sus 90 años, despliega la alegría de vivir que a otros viejos se les hurta. Líder aguerrida de Malambo, Bertina es hoy celebridad de la radio en Barranquilla. Desde sus micrófonos fustiga a funcionarios venales por “embusteros y sinvergüenzas”, narra anécdotas y cuenta chistes verdes. Excepción que confirma la regla, no se conforma ella con ser otra víctima silente entre sus congéneres. Aguda de figura y de palabra, casi se oye en la fotografía de esta abuela la carcajada que escapa del hueco de su boca. ¿Habrá quién ose deshacerse de ella porque su ingenio no produzca dinero?

Cristina de la Torre