La poesía y la Primera Guerra Mundial

La guerra de 1914 fue la más devastadora y la más desalentadora del siglo XX.


Aunque no la supera en el número de muertos, en su significado fue tal vez peor que la Segunda, porque las técnicas de muerte que estaba incorporando al mundo fueron escalofriantes. De repente toda la revolución industrial hizo su aporte: vehículos terrestres y aéreos y armas recién inventadas cambiaban acaso para siempre el sentido de la guerra; con bombas y con químicos, el infierno estaba inaugurando sus almacenes.

Ese fue el crepúsculo de una edad de Europa. Allí los poetas de comienzos del siglo XX sintieron que dejaban atrás para siempre una época de plenitud. La guerra devoró en sus trincheras a una generación de grandes autores. Rupert Brooke y Alain Fournier, Georg Trakl y Guillaume Apollinaire cayeron en aquellos años.

Y al tiempo que el colapso ennegrecía los cielos de Europa, músicos, escritores y artistas, como una reacción necesaria, se lanzaron a las más delirantes aventuras estéticas, trataron de oponer a aquellas sombras a veces las bengalas del ingenio, a veces destrezas fosforescentes, pero también a veces las luces potentes del espíritu.

Un gran latinoamericano fue testigo de aquel ajedrez de fuego y sombra. Llegado con sus padres a Ginebra en 1914, Borges no vivió la guerra en su carne como Tolkien, como ese otro muchacho inglés, Wilfred Owen, o como Charles Sorley, muerto en combate aunque sólo le llevaba cuatro años, pero sí pudo sentir la conmoción espiritual, el bullicio y el destello de las vanguardias que oponían su haz de chispas a las desintegraciones de la época. Flotaban sobre la imaginación de entonces las imágenes de El jinete azul (Der blaue reiter), y el singular llamado de Franz Marc a aprender de los niños y de África, del Oriente y del Gótico.

Expresionismo y dadaísmo, surrealismo y cubismo llenaban las galerías y las revistas, los cabarets y las calles. Suiza, libre del fuego de la guerra, era escenario privilegiado de muchas de esas reacciones del espíritu, de ese refugiarse en el individualismo y en el escepticismo, en la rebeldía simbólica y en la locura con método, como respuesta a la vasta irracionalidad de Verdún y del Somme.

Desde las selvas de cristal de Trakl, con sus lluvias de sangre, los decorados modernistas de Apollinaire y sus vasos que estallan como carcajadas, los cielos atormentados de Munch y los marzos terribles de Emil Nolde, los potros azules de Franz Marc y las primeras fragmentaciones de Picasso, todo en aquellos tiempos era rupturas y manifiestos, desplantes y contorsiones, caligramas y vértigo. Los poetas trataban de encontrar palabras que nombraran de veras el horror de la guerra y la novedad de esos recursos técnicos recién inventados para infligir la muerte, descuartizar la realidad y reventar el mundo.

A diferencia de otros vanguardismos más evasivos o escapistas, el de los expresionistas era un esfuerzo por darle la cara a la realidad, no por disfrazarla o diluirla, y ese fue tal vez, de todos los experimentos de la época, el más admirable. Por lo menos dos grandes poetas que aparecieron entonces siguen representando para nosotros el clima complejo de aquella época y la riqueza de su sensibilidad: el desdichado y en cierto modo malogrado Georg Trakl y Rainer María Rilke, cuya obra parece resumir y exceder la de todos los otros.

Era poderosa la irradiación de Praga. Cierta vez, abriendo una revista de la época, Borges se encontró con un texto que a la primera lectura le pareció gris y como de piedra, tan fuerte era el contraste con los coloridos dramáticos y los énfasis propios de aquel tiempo: era un relato de Franz Kafka. Parecía demasiado austero pero su poder era ineluctable y Borges acabó viendo en Kafka al primer narrador de su tiempo, en la medida en que, según dijo, Chesterton, Proust o Joyce nos exigen situarnos en una geografía y en una época, imponen de algún modo referencias exteriores, en tanto que Kafka se nos antoja intemporal, sus relatos podrían ser de cualquier sitio y merecerían ser muy antiguos.

Paul Valery vio en la Primera Guerra Mundial la agonía de una civilización y todos los grandes espíritus de Europa padecieron ese viento apocalíptico que los arrancaba a una suerte de paraíso ilusorio, que los dejaba en una encrucijada llena de incertidumbres, a la orilla de un gran abismo. Fue esa guerra la que llevó a Joyce a escribir el Ulysses, a tratar de remendar con palabras el tejido desgarrado de la cotidianidad, y fue esa guerra la que llevó a Thomas Mann a escribir La montaña mágica, para sentir y examinar el abismo que se había abierto entre la tradición y el presente.

(Fragmento de la conferencia Borges y Ginebra, dictada esta semana en la Sociedad de Lectura de Ginebra, Suiza).

William Ospina