La paz empieza por la barriga

La paz, la muy compleja paz, tiene que estar formulada y construida con las bases de la justicia social y los ladrillos del bienestar colectivo. Y en este punto el vate callejero de cuyo nombre no he podido acordarme, estaba asistido por la razón: si la barriga está llena, para qué diablos empuñar fusiles, si ese estado (¡oh!, Cayo Petronio) convoca a siestas y otras actividades placenteras.


Un poeta de la calle, pudo ser un lustrabotas, un jipi anacrónico, un desahuciado por el “establishment”, uno como aquel que en los antiguos bares de Guayaquil, el puerto seco de Medellín, advertía a los concurrentes: “hey, es que van a dejar morir de sed a Grecia”, en fin, uno de esos poetas dijo que la paz comenzaba por el estómago.

Y aunque parezca un cuadro escatológico, a alguien que tenga la barriga pegada del espinazo, pueden seducirlo las ganas de matar y comer del muerto. Es decir, más allá de la metáfora, el tener la forma de vivir con dignidad (con todo lo que implica el concepto) es una manera de poner frenos a las guerras, en particular a las que ha vivido Colombia, sobre todo en los últimos cincuenta o sesenta años. A Tirofijo, cuando lo despojaron de sus gallinas y marranos, lo convirtieron en un campechano alzado en armas que no se aguantó más las miserias y los asedios. Y ya todos saben lo que pasó.

Si todos tienen modos de trabajar, de tener acceso sin tantos frenos ni dificultades a la salud, la educación, al deleite de una biblioteca, al cine, al ejercicio del ocio creativo y otras reivindicaciones que hace años la burguesía clasificó como parte del progreso humano, las barreras contra los conflictos armados estarán listas como una vacuna. Y más allá de los asuntos estomacales, claro, la paz es también una creación intelectual, un constructo con esencias democráticas, con diversidad en pareceres y resolución pacífica de las necesarias contradicciones en las ideas y en otros ámbitos.

La paz, la muy compleja paz, tiene que estar formulada y construida con las bases de la justicia social y los ladrillos del bienestar colectivo. Y en este punto el vate callejero de cuyo nombre no he podido acordarme, estaba asistido por la razón: si la barriga está llena, para qué diablos empuñar fusiles, si ese estado (¡oh!, Cayo Petronio) convoca a siestas y otras actividades placenteras.

Ahora, cuando ha cesado la horrible noche (huy, uno de los tantos malos versos de Núñez se está cumpliendo), cuando en Cartagena se suscribió el fin de uno de los más largos conflictos del planeta, comienza un reto del pueblo colombiano: alcanzar, mediante las lizas civilizadas y democráticas, las posibilidades de tener una vida digna, la misma que durante años les ha negado un sistema excluyente.

¿La paz significa que el progreso será para todos? ¿La ruptura de un ciclo de violencia y la creación de condiciones objetivas para evitar su repetición? De todo esto se trata. Las Farc han aceptado entregar las armas, desmovilizarse, someterse a la Justicia Especial para la Paz y la ruptura con el narcotráfico. Son hechos históricos, sin precedentes en el martirizado país. Son, si se quiere, motivo de festejo, pero, sobre todo, una oportunidad para profundizar en el conocimiento y estudio de la historia de Colombia.

El acuerdo, y su consolidación con el “SÍ” en el plebiscito, es una ocasión para entrar en la era de la construcción de un país diferente, en el que se aprendan a solucionar los grandes desafíos económicos, políticos y sociales, de manera pacífica. Salvar una mano y que no haya más viudas ni huérfanos por la guerra, “vale la pena”, como señaló la esposa de un general de las Fuerzas Militares. Silenciar los fusiles y promover la dialéctica del pensamiento no es una razón de poca monta para finalizar un conflicto armado.

Y más todavía: la reducción del espantoso desplazamiento y del flujo de refugiados colombianos a otros países; la disminución del terror en tantas veredas y comarcas campesinas; la posibilidad de que una de las agrupaciones armadas más desaforadas y temibles se vinculen a la civilidad, son aspectos que pueden cambiar un poco, o quizá mucho, la esencia del dantesco infierno que ha sido Colombia.

“La guerra es muy verraca y por eso hay que acabarla y estamos de acuerdo con la paz”, dijo a El Tiempo, un guerrillero de las Farc. “El perdón es un camino individual y la reconciliación es colectiva. Acepto sin problema que las Farc entren a cumplir un nuevo papel en Colombia y tengan un rol en la vida política”, declaró Íngrid Betancur, en entrevista con El País, de Madrid.

Después de todo, el bardo de las esquinas no estaba lejos de la realidad. La paz, con toda su sofisticada teorización, argumentos y parafernalias, es una consecuencia de que la mayoría tenga, entre otras cosas, la panza y el corazón contentos.

Fuente: http://www.elespectador.com/opinion/paz-empieza-barriga