La locura del poder por

Lo más triste ocurre cuando se pasa de la locura del “gran poder presidencial” al ridículo del minipoder de los alcaldes. Petro nos deja claro lo burlesco que resulta un dictadorzuelo local.


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Se suele hablar de la soledad del poder, es decir, ese sentimiento de falta de comprensión y apoyo que sienten los que detentan el poder. Yo creo que esta es una forma condescendiente de ver a los que en su obstinada arrogancia nos gobiernan. Nos los muestran tristes, melancólicos y sufrientes por la incomprensión. La soledad es una concepción romántica, que ve en el poder una de las formas de lo sublime.

También se quiere resaltar la tragedia de la falta de libertad de los reyes, como fue el caso de Eduardo VIII de Inglaterra, que lo dejó todo por seguir a una plebeya, acto solo comprendido por los sensibleros, los mismos que adoran a la princesa Diana.

Esa tragedia es más literaria que real. Los que están arriba gozan con estarlo; solamente se entristecen y desesperan cuando sus designios no se cumplen o se ven limitados por su incapacidad de gobierno.

Por el contrario, la locura es la verdadera tragedia de los que mandan. Son famosos los emperadores romanos como Calígula, que nombró cónsul a su caballo; Tiberio, rodeado de espejos por miedo a que lo acuchillaran por la espalda; Nerón, que, según los cristianos, incendió a Roma mientras tocaba la lira. Pero no todo es la Roma de Hollywood. Locura y poder siempre han sido asociados en las artes y por la comprensión popular. El pueblo supo qué pasaba con Juana la Loca o por qué Jorge III perdió las colonias americanas.

Entre nosotros, nuestros gobernantes no están tan alejados de esta tesis. Aunque recientemente se trate de explicar la locura del poder por la arrogancia, esto no es suficiente. Hay otros factores que tienen que ver con el alejamiento de la realidad.

Lo que ocurre en la cabeza del que manda no es igual a lo que pasa a su alrededor. Sus deseos de dirigir, controlar y obtener resultados están muy lejos de sus posibilidades, independientemente de sus capacidades. Esto debe ser especialmente cierto en Colombia, en donde la realidad parece ser incontrolable. El desvarío de los mandatarios puede llegar a ser ilimitado.

Y no me refiero a casos clásicos y antiguos, como el del presidente Abadía Méndez, del cual se dice que, en sus últimos años en Choachí, perseguía desnudo a las campesinas del lugar. Así lo afirmaba, hasta hace poco, Carlitos, el que fue su “chino mandadero”. Me interesan casos como el del presiente Valencia, al que se le atribuía cierta locura genial. Y todo mandatario reciente ha demostrado que el poder trastorna. Claro, cada cual reacciona de manera distinta a esa ingobernabilidad de la realidad nacional, incluida la fuga.

Unos han tratado de sobrevivir en el poder con toda clase de piruetas políticas que parecen locuras. A otros, como Pastrana, la tontería no les ha dado para llegar al grado superior de locura. Alguno ha cambiado su modo de ser y de opinar una vez que ha llegado al poder. Como Santos, que siempre nos dijo que él era distinto. El caso de Uribe está requeteconocido. No vale la pena insistir en ello. Su caso es el de la saga de la locura del poder. No para.

Pero, lo más triste ocurre cuando se pasa de la locura del “gran poder presidencial” al ridículo del minipoder de los alcaldes. En La ira de Dios, de Herzog, Lope de Aguirre, en la mitad de la selva, se revela contra el rey de España. Era poco su poder, pero el que tenía le sirvió para desarrollar su locura. Nos recuerda a las alcaldadas actuales, que no llegan a ser historia. Petro nos deja claro lo burlesco que resulta un dictadorzuelo local.

No estoy de acuerdo con la imagen de un pequeño Petro sentado en la gran silla de la alcaldía como si le quedara grande. Seguro que él debe pensar que esa silla no es suficiente, le queda pequeña. Aspira a más y hace locuras, pues cree que gobierna lo que no puede gobernar. También se quedará solo.