Faldas en la ciencia

Pecado original comete el oscurantismo al volver a sacar su fea cabeza para anatematizar la teoría de la evolución que el mundo civilizado honra hoy.

Y pecado de omisión el de la historia, que ha silenciado el aporte de algunas mujeres a la ciencia. Si Copérnico y Galileo ofendieron el narcisismo de los teólogos que tiranizaban el espacio todo de ideas y costumbres, Darwin remataría con un golpe letal: ya no sólo la Tierra se subordinaba al Sol, sino que el hombre no era imagen de Dios sino biznieto de un primate. Salto sideral en la paciente construcción de la indagación científica. Pero la historia de la ciencia acusa a veces un narcisismo varonil acaso derivado de la misma Biblia que le endilgó a la mujer el origen de la perversidad e inspiró a aquellos fanáticos de la fe.


Poco se ha hablado, verbigracia, de Emile du Chàtelet, compañera del iconoclasta Voltaire, en el corazón y en el laboratorio de ciencias. Contra todos los obstáculos que la época interponía a las mujeres y excluida de la comunidad científica, ella incursionó en la física para anticipar la existencia de la radiación infrarroja; tradujo a Newton, lo explicó venciendo el hermetismo de su obra y revisó el concepto de energía del genio de la física.

La corte de Luis XIV, despótica si de robustecer a Francia se trataba, acogía, no obstante, a plumíferos y pensadores liberales. El talento proyectó sus luces a los salones, sofisticado refugio de la ciencia que allí medraba entre sedas y perfumes y algún poeta exaltado. Los salones fueron a su vez cuna insospechada de la Revolución. Filósofos y matemáticos presidían la tertulia también en la casa paterna de la Chàtelet. Desde niña, a contrapelo de su madre, Emile hizo de la ciencia su pasión. A los doce años hablaba seis idiomas, practicaba esgrima y alternaba con los científicos más célebres que frecuentaban a su padre. Amante del juego, al que aplicaba su talento matemático para desplumar al rival, invertía las ganancias en libros y equipos de laboratorio.

Terror de los poderes consagrados, impetuoso promotor de la inteligencia, Voltaire le ayudó a acondicionar su casa de campo como estudio, laboratorio y una biblioteca que fue envidia de las universidades. A dos manos escribieron ellos los Elementos de filosofía newtoniana. A poco, se entregaría Emile a sus Fundamentos de física, para abordar las bases filosóficas de la ciencia e intentar la integración de los postulados de Newton, Leibnitz y Descartes. Madre de tres hijos, un embarazo tardío le segó la vida, a sólo cuatro décadas del triunfo de la Revolución que cambiara para siempre la historia de Occidente. Méritos le cabían a ella en la rebelión intelectual que animó aquella hecatombe de la tiranía, epifanía de los más.

Científica de quilates opacada por la historia, no faltará la feminista que quiera volverla símbolo y extender sus atributos a todo el género femenino. Craso error. Sara Palin se atraviesa en el intento, provoca más bien rubor: ardorosa militante del creacionismo, es ella paradigma de la involución al cuarto oscuro de la Edad Media, donde a duras penas medró la ciencia, siempre satanizada por el dogma. Palin representa a la Norteamérica profunda, local y chata y roma que, en alarde impecable de democracia directa, sale a batallar contra el progreso en pleno siglo XXI. Si Darwin se levantara de su tumba, abrazaría por igual a la Chàtelet y a la Palin. En la primera reconocería a una estrella de la ciencia; en la segunda descubriría, por fin, el eslabón perdido.

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