Es un derecho, no un favor

La comunidad LGBTI no está regateando, está reclamando un derecho legítimo a la sociedad conyugal, a una familia y, sobre todo, al respeto de una sociedad que no puede —ni le conviene— seguir dándole la espalda.


Escribo esta columna con la convicción de que más tarde que temprano será aprobado el matrimonio igualitario. No sé aún cuál será el resultado del debate en el Senado.

Me gustaría pensar que es obvio, que al debatir ganarán los mejores argumentos: que nuestra Constitución defiende la igualdad de derechos sin importar nuestra orientación sexual y que por eso el matrimonio civil debe ser una opción para todos. Pero también sé que a nuestros representantes rara vez los seducen los argumentos; que nuestro Senado es mañoso; que su presidente es un lagarto capaz de negociar con los derechos de los demás a cambio de votos; que no es el único que lo hace; que el presidente Santos no da su guiño público porque sigue en la quijotesca y fallida empresa de quedar bien con todo el mundo; que Ordóñez tiene tan bien agarrados a nuestros senadores que éstos repiten lo que él diga, cantando como castrati.

Aunque estos obstáculos son considerables, no serán suficientes. Nuestros representantes retrógrados se enfrentan con el espíritu de los tiempos, con una tendencia mundial que no tiene vuelta atrás. No tenemos que creer en el buen juicio del Senado, basta con el miedo que nuestros gobernantes le tienen a que seamos un paria internacional.

Tras las marrullas politiqueras, a la resistencia sólo le queda un prejuicio que trata de enmascarar con falacias insostenibles. En la página de los activistas H1M1 (un hombre y una mujer) se observa una mezquindad que se lleva por delante a la lógica: “Los homosexuales pueden casarse con los mismos derechos y obligaciones que los heterosexuales. Es decir, sólo con otra persona y sólo del sexo opuesto”. En otras palabras, ¿de qué se quejan si pueden ser hipócritas e infelices?

Por otro lado, los homófobos que posan de moderados proponiendo una “unión especial” no engañan a nadie. Es inaceptable que se proponga una unión de segunda categoría. ¿Qué por qué no les basta con tener derechos patrimoniales? ¿Que qué más da como se llame su unión? Sí importa. Especialmente por su valor simbólico, porque todos tenemos derecho a formalizar nuestro amor en público y a construir una familia cuyos derechos patrimoniales estén protegidos, sobre la base de ese amor. La comunidad LGBTI no está regateando, está reclamando un derecho legítimo a la sociedad conyugal, a una familia y, sobre todo, al respeto de una sociedad que no puede —ni le conviene— seguir dándole la espalda.

Con el matrimonio igualitario se disminuirá la homofobia. Muchos podrán, por fin, salir del clóset o, mejor dicho, del ataúd que implica vivir una sexualidad que la sociedad asume vergonzante. No se acabará la familia, se les dará legitimidad a muchas familias que ya existen. Es absurdo violentar a una comunidad para defender un “orden natural” que para mayor ironía se supone dictado por un ser sobrenatural que unos incluso llamarán imaginario. Es absurdo justificar el maltrato y la discriminación con un supuesto mandato de preservar una especie que tiene al mundo sobrepoblado.

Quienes apoyamos el matrimonio igualitario somos muchos, y cada vez somos más. En Colombia el apoyo aumentó de un 34,4% en 2010 a un 36,7% en 2012, según Lapop. Lo hacemos porque el cariño a nuestros amigos y familiares nos permite respetar su amor. Lo hacemos porque creemos que la sociedad puede ser justa, que puede legislarse para la tolerancia y la convivencia, y no desde el odio y la segregación. Lo hacemos también, y sobre todo, porque entendemos que en una democracia tiene que haber espacio para todos, porque la comunidad LGBTI ya comparte nuestros deberes, que comparta nuestros derechos no es hacerle ningún favor.