El día sin mujer

Esta mañana, en un programa de radio, se invitaba a los oyentes a que llamaran a opinar sobre el terremoto de Japón.


Sí, a que opinaran. Pero ¿qué de opinable tiene un terremoto? ¿Qué va a decir uno? “No, muy malo el terremoto, me parece el colmo”, o: “Pues sí, uno acepta que haya un terremoto y todo, pero que sea más pasito”. La opinión tiene límites, y éstos son rígidos, y el espacio que delimitan es estrecho. Y el opinante se siente más predecible, prescindible y risible que de costumbre, si el mismo día de un terremoto tiene que escribir una opinión sobre algo. Porque tal vez todas las cosas a las que se les puede ajustar una opinión son irrelevantes. Pero en fin. Aquí va la opinión, aunque hoy poco importe. Es sobre el pasado Día de la Mujer, que fue el martes.

Ese día, en el mismo programa de radio que oí esta mañana, se invitó al público a que llamara a opinar sobre la fecha. En lo que alcancé a oír, la gente llamaba a decir qué especiales son las mujeres. Que lo mejor del mundo. Que divinas. Que gracias por existir. Más de uno se preguntaba, como en la atroz canción popular, “¿Qué haríamos sin mujeres?” —una pregunta sin validez alguna, ni teórica, ni poética ni aún retórica—.

Los dos diarios principales de Bogotá rindieron tributo a la Mujer Cafam 2011, quien parece, por otra parte, merecedora del homenaje. El Tiempo titulaba: “Premiada por ser ángel de indígenas en el Amazonas”. Una vez más, a la mujer valiente se le sustraía el mérito humano. El Espectador, que acertó con su editorial acerca de la ONU Mujeres y con un extenso especial, tituló el artículo sobre la Mujer Cafam: “¡Qué mujer!”, haciendo un eco afortunadamente irónico de un piropo. Dedicaba, sin embargo, el balcón de una página interior a dar recomendaciones de regalos para el Día de la Mujer, confundiéndolo, como pareció hacer la mayoría y como me hizo ver una colega, con el Día de San Valentín o el de la Madre. Recomendaba un perfume (la nota correspondiente se titulaba “Fragancia cautivante”), un lápiz labial (la nota se titulaba “Con brillo propio”), unas cremas para la piel, unas sombras de ojos y, por último, un ordenador portátil, “fácil de llevar en su equipaje o en su cartera” (por si acaso no era el Día de la Madre sino el de la Secretaria).

Eran todas variaciones más costosas de la rosa, que muchos hombres creyeron menester regalarles ese día a las mujeres, que son como las rosas. A mí un taxista me espetó un “mi amor lindo” y otro un “bizcochito”, pero eso es cotidiano: en Colombia se supone que las mujeres agradecemos que cualquier atarbán nos piropee. “Porque eso es bonito, no como en otros países, que a una ni la miran”. A ambos taxistas les reviré. Los dos me llamaron “vieja amargada”, que es lo que una mujer es en Colombia cuando no es una “niña linda”. Y es que nadie parece entender que no es sólo en las estadísticas de mujeres maltratadas (y ahí otra rosa, la de “ni con el pétalo”) ni sólo en las estadísticas que dan cuanta de la baja participación de las mujeres en los organismos públicos, sino también en la interacción cotidiana entre desconocidos, en la calle, en el lenguaje, donde está el machismo.

Esa fue, pues, la celebración en Bogotá del Día de la Mujer, que se supone que celebra la lucha de las mujeres por sus derechos. ¿Por qué no pensar, para el próximo año, en algo más significativo? Se me ocurre, por ejemplo, una marcha en la que participen todas las bogotanas que estén menstruando ese día: se podría al menos establecer así una metáfora medianamente elocuente con la consabida rosa roja.