El Acuerdo de Cancún se queda al desnudo con la oposición de Bolivia

Bolivia no fue ningún obstáculo en las negociaciones sobre el clima de Cancún; fue, más bien, el único país que tuvo la osadía de decir la verdad.


En el famoso cuento de Hans Christian Andersen El traje nuevo del emperador, un tejedor se mofa de la arrogancia del emperador y le convence de que se ponga un traje que no existe explicándole que sólo es invisible a los ojos de los ‘irremediablemente tontos’. Como quizá recuerde el lector, el momento de la verdad llega cuando un niño, entre la multitud silenciosa, grita a pleno pulmón: “¡Pero si va desnudo!”. Lo que no siempre se recuerda es que, aunque el emperador desnudo sospecha que el niño dice la verdad, sigue marchando con orgullo como si nada.

El cuento se presta a no pocos paralelismos con los acuerdos sobre el clima que se firmaron en la ciudad mexicana de Cancún la semana pasada. Solo un país, Bolivia, se atrevió a manifestar su discrepancia con el acuerdo. Pero su voz quedó ahogada por el martillo de la presidencia y por las ovaciones de 191 países. Ellos, al igual que el emperador, saben que el acuerdo está desnudo y no tiene ninguna sustancia, pero siguen marchando con orgullo como si nada.

Cancún marca un peligroso camino sin retorno

El incansable negociador de Bolivia, Pablo Solón, lo expresó con contundencia durante la plenaria final, cuando dijo que la única forma de valorar si el acuerdo tenía algún ‘ropaje’ era analizando si incluía compromisos firmes para reducir las emisiones y si era suficiente para impedir un cambio climático catastrófico.

La preocupante realidad, como apuntó, es que el acuerdo se limita a confirmar las promesas voluntarias, totalmente inadecuadas, de reducir las emisiones del 13 al 16% para 2020 que se plantearon tras las negociaciones de Copenhague.

Según los análisis de Climate Action Tracker, con estas irrisorias ofertas ni siquiera se podría mantener el aumento de la temperatura por debajo del ya controvertido objetivo de los 2 grados centígrados. Con las propuestas que hay sobre la mesa, la temperatura se incrementaría entre 3 y 4 grados, un nivel que los científicos consideran extremadamente peligroso para la gran mayoría del planeta. En palabras de Solón: “No puedo con toda conciencia firmar este documento, que significa la muerte de millones de personas”.

Ante el silencio sepulcral del resto de negociadores, Solón también repasó toda una serie de fallos fundamentales en el acuerdo, desde su total falta de detalles sobre temas clave de financiación hasta su exclusión sistemática de las voces que llegan de países en desarrollo. Tal como indica un comunicado de prensa de Bolivia: “Las propuestas por parte de los países poderosos como los EE.UU. fueron tratadas como sacrosantas, mientras que las nuestras eran desechables. Los acuerdos fueron siempre a expensas de las víctimas, en lugar de los culpables del cambio climático”. Solón terminó su intervención afirmando que, en lo esencial, el texto de Cancún es poco más que un refrito del Acuerdo de Copenhague, que fue objeto de duras críticas el año anterior.

La ministra mexicana de Medio Ambiente, Patricia Espinosa, que presidió las conversaciones, se negó a plantear que se negociaran los puntos del borrador del texto y, aclamada por otros delegados, resolvió –en lo que sería una decisión legalmente discutible– que la oposición de Bolivia no representaba ningún impedimento para el consenso. Los acuerdos de Cancún fueron así ‘aprobados’ entre los grandes aplausos de la comunidad internacional.


La pegadiza melodía del optimismo

Poco después de finalizar la plenaria, se hizo evidente que lo que parecían clamores de apoyo al texto de Cancún eran más bien expresiones de alivio o de desesperación. Después del descalabro de Copenhague y a raíz de la política probablemente deliberada de las grandes potencias, que no dejaban de hablar de ‘bajas expectativas’, el simple hecho de cerrar un acuerdo parecía suficiente. Tal como explicaba Chris Huhne, secretario de Energía y Cambio Climático del Reino Unido: “Esto es mucho mejor de que lo que esperábamos hace apenas unas semanas”. Este sentimiento pareció calar entre las grandes organizaciones no gubernamentales que se dieron cita en Cancún. Greenpeace, que el año pasado tildó el Acuerdo de Copenhague, casi idéntico, de “escena de un crimen”, dijo que Cancún representa “una señal de esperanza que vuelve a sentar las bases para alcanzar un acuerdo mundial para luchar contra el cambio climático”. Oxfam siguió la misma línea, afirmando que “los negociadores han resucitado las conversaciones de la ONU y las han puesto en vías de recuperación”.

Después de Cancún, las principales voces en defensa del texto instan al realismo. Según Tom Athanasiou, de Eco Equity, en su análisis del acuerdo: “El motivo por el que tanta gente celebra los acuerdos está en que creen que, dejando aparte los detalles, plasman el único pacto que era posible”. Muchos ambientalistas sostienen que, al menos, con este acuerdo y con la confianza renovada en la ONU contamos con un día más para seguir luchando. Al mismo tiempo, advierten que el fracaso de las negociaciones de Cancún habría quizá acabado para siempre con el proceso de la ONU e incluso con la posibilidad de todo acuerdo vinculante sobre cambio climático en el futuro. Casi todos ellos utilizan uno de los mantras preferidos de los negociadores, diciendo que los críticos “no deberían dejar que lo perfecto sea enemigo de lo bueno”.


¿El realismo de la ciencia o de los poderosos?

Este argumento, sin embargo, presupone dos cosas: en primer lugar que, en Cancún, se realizó algún avance, aunque fuera modesto, y en segundo, que es mejor tener algún tipo de acuerdo que ninguno. Este razonamiento, acompañado de las ofertas financieras, las zalamerías y las amenazas de las grandes potencias –como revelan claramente los cables filtrados de Wikileaks–, es sin duda lo que llevó a la mayoría de negociadores gubernamentales a firmar los textos de Cancún. Pero a pesar de ello, estas suposiciones son más que cuestionables.

En lo que se refiere a analizar los avances realizados, dejando al margen las muchas otras críticas del texto, hay pruebas de peso de que los acuerdos de Cancún representan un paso atrás y no adelante. Una de las características fundamentales del Protocolo de Kyoto –que, por lo demás, es totalmente insuficiente– es que integraba objetivos jurídicamente vinculantes y basados en la ciencia. Cuando estamos a punto de alcanzar la primera fecha límite de 2012, diecisiete países incumplirán con casi total seguridad sus compromisos de reducir las emisiones en un 5% para 2020 en comparación con sus niveles de 1990. Algunos países, como Canadá, Australia, Turquía y España, incluso han aumentado en gran medida sus emisiones. Sin embargo, el hecho de que hayan firmado objetivos jurídicamente vinculantes deja abierta la posibilidad de interponer recursos legales y supone un mayor incentivo para que los países intenten observar sus compromisos en el futuro.

El acuerdo de Cancún, en cambio, acaba con el Protocolo de Kyoto y lo sustituye por un sistema de promesas construido a base de compromisos voluntarios. Esto no solo lleva a los países a ofrecer lo que prevén hacer de todos modos, ignorando lo que exige la ciencia, sino que excluye totalmente la posibilidad de imponer sanciones en caso de que un país incumpla sus compromisos. Se trata, en definitiva, de una forma muy poco eficaz y tremendamente peligrosa de abordar una de las mayores crisis a las que se haya enfrentado jamás la humanidad.

¿Será lo bueno enemigo de lo necesario?

El segundo supuesto cuestionable es que cualquier acuerdo es mejor que ninguno. Puede que las cosas sean así con algunos debates internacionales sobre cuestiones menos críticas, ¿pero lo son también en el caso de una crisis ambiental que exige medidas urgentes y drásticas para impedir un cambio climático desbocado? Como apuntan incluso los defensores del acuerdo de Cancún, el texto se encarga fundamentalmente de aplazar las decisiones más difíciles hasta la próxima reunión de la Convención Marco, que tendrá lugar en la ciudad sudafricana de Durban en diciembre de 2011. Se adivina ya como probable que en ese encuentro se vuelva a repetir el bombo y platillo que se creó en torno a Copenhague y que el proceso termine en chapuza o fracaso, especialmente si, como parece, a los delegados se les puede tranquilizar con algunos gestos simbólicos como los demostrados en Cancún.

Mientras tanto, la ventana de oportunidad para actuar se está cerrando. Según un estudio de la London School of Economics, las emisiones de gases de efecto invernadero deberían alcanzar su punto máximo en 2015 para que haya el 50 por ciento de probabilidades de que el aumento de la temperatura se mantenga por debajo de 1,5 grados, la demanda planteada por más de 100 países en desarrollo. En la misma línea, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) señala el año 2015 como el momento en que las emisiones deberán alcanzar su punto álgido para que el CO2 atmosférico se estabilice a un nivel de entre 350 a 400 partes por millón. Ante esta realidad, ¿lo mejor que puede lograr la comunidad mundial es un acuerdo para seguir negociando? ¿Y nos contentamos con hablar de éxito? [Como nota al margen, resulta de un manifiesto cinismo que los países industrializados en Cancún fijaran el año 2015 como fecha para revisar si la meta mundial se debería establecer en 1,5 y no en 2 grados, teniendo en cuenta que, para después de entonces, será demasiado tarde para cualquier medida.]

Lo cierto es que en Cancún se reveló la vergonzosa incapacidad de la comunidad internacional –especialmente de los principales responsables del cambio climático– para encontrar una respuesta colectiva y eficaz a una crisis que afectará a los más vulnerables. Un informe del grupo Climate Vulnerable Forum señalaba en diciembre de 2010 que 350.000 personas mueren ya cada año a consecuencia de catástrofes naturales relacionadas con el cambio climático, y que es probable que esa cifra aumente hasta el millón anual si no cambiamos radicalmente de rumbo. Bolivia no puso palos en las ruedas de ningún avance; fue, más bien, el único país que tuvo la osadía de decir la verdad. En lugar de menos Bolivias, necesitamos a más actores dispuestos a alzar la voz y denunciar que el acuerdo está ‘desnudo’ y es inaceptable. Quizá, si más países –sobre todo grandes economías emergentes como India y Brasil– hubieran dejado claro que no aceptarían un acuerdo ilusorio, se habría empujado al mundo a ir más allá de enfoques cautos y a adoptar medidas drásticas a favor de la humanidad y del planeta.

Solo la movilización en masa puede cambiar el equilibrio de poderes

El giro que se debe dar en términos de planteamientos y acciones solo se hará realidad si nos movilizamos a una escala sin precedentes. La valentía mostrada por Bolivia vino en gran medida determinada por el mandato que recibió de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático, que tuvo lugar en Cochabamba en abril de 2010, y del apoyo de las personas que se encontraban a apenas unas calles del centro de convenciones donde tenía lugar la cumbre oficial. Los miles de indígenas, pequeños campesinos y activistas de base que marcharon por las calles se mostraron rotundos en su condena de los acuerdos de Cancún y su respaldo a Bolivia. Son personas que ya ven los costos del cambio climático y que no están dispuestas a claudicar ante un acuerdo que no hace nada para salvaguardar su futuro. Sus reivindicaciones cuentan, además, con el apoyo de redes que trabajan por la justicia climática en todo el mundo.

A pesar de todo, el aislamiento de Bolivia en la plenaria de la conferencia evidencia que este movimiento deberá hacer frente a un desafío titánico en el próximo año. Tal como señala Bill McKibben, fundador de la campaña mundial 350.org, debemos “construir un movimiento que sea lo bastante fuerte como para enfrentarse a la empresa más rentable y poderosa que haya visto la civilización humana: la industria de los combustibles fósiles” y debemos hacerlo ya, antes de que sea demasiado tarde.

El texto de Cancún: un paso atrás

* El documento acaba con el único acuerdo vinculante, el Protocolo de Kyoto, a favor de un enfoque voluntario y totalmente inadecuado.

* Aumenta las vías de escape y los mecanismos flexibles que permiten a los países desarrollados mantenerse de brazos cruzados, incrementando las compensaciones y manteniendo los ‘excedentes de permisos de derechos de emisión’ de carbono después de 2010 por parte de países como Ucrania y Rusia, con lo que se anula efectivamente cualquier otra reducción.

* Los compromisos financieros se debilitan: el compromiso para proporcionar “recursos financieros nuevos y adicionales” a los países en desarrollo se diluye para aludir vagamente a “movilizar [recursos] conjuntamente”, con la expectativa de que estos provengan fundamentalmente de los mercados de emisiones.

* El Banco Mundial será el encargado de gestionar el nuevo Fondo Verde para el Clima, algo a lo que se oponen firmemente muchos grupos de la sociedad civil debido a la composición antidemocrática de esta institución y a sus dudosos antecedentes ambientales.

* Ninguna discusión sobre los derechos de propiedad intelectual, un tema planteado repetidamente por muchos países, ya que las normas actuales dificultan la transferencia de tecnologías clave relacionadas con el clima a países en desarrollo.

* Constante preferencia por los mecanismos de mercado como solución al cambio climático, aunque esta perspectiva no sea compartida por varios países, especialmente en América Latina.

* Se da luz verde al polémico programa REDD (reducción de las emisiones debidas a la deforestación y la degradación forestal), cuyo perverso mecanismo supone a menudo que se recompense a los responsables de la deforestación y se desposea de sus tierras a comunidades indígenas y a los habitantes de los bosques.

* Exclusión sistemática de las propuestas que surgieron en la histórica Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático, tales como el establecimiento de un Tribunal de Justicia Climática y el pleno reconocimiento de los derechos indígenas y de la naturaleza.