El 2009 marca el declive de la seguridad democrática

Esperaba otra respuesta del presidente Uribe y del ministro de Defensa, Gabriel Silva, al informe de la Corporación Nuevo Arco Iris sobre la seguridad del país. Es una investigación seria y bien intencionada que evalúa los resultados de la política de seguridad democrática en el año 2009.

El Gobierno y sus seguidores han respondido trayendo a colación las cifras de violencia a lo largo de los dos periodos de gobierno de Uribe y ese no es el debate. Arco Iris no discute el gran alivio que se sintió en muchas zonas del país entre el 2004 y el 2008 con la desmovilización parcial de los paramilitares. Tampoco, los éxitos impresionantes en el combate a las guerrillas.

Han dicho que se trata de un informe para darle aire a la subversión y tiene la intención de desprestigiar al Gobierno y entregarle armas a la oposición. Han afirmado, incluso, que detrás de esas críticas a la seguridad democrática se esconde una campaña electoral de miembros de Arco Iris.

Todo con la calculada intención de deslegitimar las cifras y los datos que muestran la preocupante situación del rearme y la expansión de una nueva generación de paramilitares y la reorganización y reactivación de las guerrillas.

Pero la manera como han encarado la discusión corrobora la certeza del informe. Al eludir el examen de lo acontecido en el 2009 y concentrar su atención en ataques personales, confiesan cuánta razón tienen los investigadores de Arco Iris.
Querer negar el auge de la criminalidad urbana que se ha desatado después de la ruptura del proceso de paz con las autodefensas o pretender desligar las actuales bandas de aquellas fuerzas es tapar el sol con las manos.

El Gobierno sabe que los grandes jefes paramilitares eran 40 y a la cárcel de Itagüí llegaron 19 y 21 quedaron por fuera. Sabe que el 80 por ciento de los 500 mandos medios ni siquiera fueron postulados a la Ley de Justicia y Paz. Estos hombres están a la cabeza del rearme. ‘Valenciano’, ‘Sebastián’, ‘Chepe Barrera’ y ‘Cuchillo’ -para poner sólo algunos ejemplos- fueron una parte decisiva de la anterior cúpula paramilitar.

Se insiste en que no es posible utilizar el nombre de paramilitares para los actuales grupos, porque estos ya no tienen como actividad principal confrontar a las guerrillas. Debería darles vergüenza traer este argumento cuando quedó demostrado hasta la saciedad que las autodefensas tenían como propósito esencial acumular riquezas a través del narcotráfico y construir una sólida alianza política con las élites regionales para controlar el poder local e influir decisivamente en el poder nacional. Las acciones contra la guerrilla eran un subproducto que le vendían a la sociedad a un alto costo.

Los grupos que a finales del 2008 y a lo largo del 2009 se han extendido a 293 municipios del país están haciendo cosas similares a la anterior generación de paramilitares. Trafican con droga e incursionan en otros negocios, amenazan y asesinan a líderes sociales y grupos de oposición, buscan afanosamente reconstruir los nexos con sectores de la fuerza pública y con dirigentes políticos. No tienen aún una estructura nacional ni su proclama antisubversiva es tan fervorosa, pero ya lograrán ese perfil si el Gobierno y la opinión pública continúan minimizando su alcance.

Las guerrillas han logrado lo que parecía imposible: reorganizar sus fuerzas y crear nuevos escenarios de guerra. Los generales Freddy Padilla de León y Óscar González lo saben y por eso no han vuelto a hablar del “fin del fin” de las Farc.
En la Cordillera Central -entre los departamentos de Huila, Tolima, Cauca y Nariño-, también en las fronteras, se están gestando unas nuevas Farc tan o más letales que las que lideró Jorge Briceño, alias el ‘Mono Jojoy’ en la Cordillera Oriental.
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León Valencia