A Silvia

La impunidad no ha sido lo más difícil de sobrellevar todos estos años. Peor ha sido ver la degradación humana a que ha llegado la sociedad colombiana a la hora de justificar la violencia narcoparamilitar.


Van a cumplirse 20 años de aquel 26 de febrero de 1990 en que mi hermana Silvia y tres líderes campesinos de Cimitarra, Josué Vargas, Raúl Barajas y Saúl Castañeda fueron asesinados a mansalva por un comando narcoparamilitar del Magdalena Medio y aún me cuesta poner en palabras lo difícil que han sido para mí estos años de impunidad.

Durante este tiempo he ido de la ira al miedo y de la indignación al temor que deja en uno la amenaza. Sin embargo me considero una víctima afortunada a pesar de todo. Yo terminé en un exilio forzoso mientras que la hija de Josué Vargas se convirtió en desplazada y le tocó llegar a Bucaramanga sin dios ni ley a vivir arrimada en un cuarto, luego de que los victimarios la despojaron de sus tierras. En esos tres años que estuve por fuera del país me dediqué a escribí un libro sobre la tenebrosa década de los 90 desde mi condición de reportera de El Espectador. En él relaté innumerables asesinatos y recordé los últimos días de Guillermo Cano antes de su muerte pero deliberadamente evité ahondar en el que más me dolía. En mis intentos por olvidar lo inolvidable llegué al extremo de borrar de mi memoria la razón por la cual mi hermana y yo llegamos a Cimitarra. Adrede borré el día que conocí a estos líderes campesinos y sepulté sin mayor contemplación su gesta solitaria al frente de la Cooperativa del Carare, Atcc, cuyo objetivo era el de hacer un laboratorio de paz para defenderse de los violentos y de la guerra que se les venía encima.

Olvidé sus rostros sólo para no tener que recordar la sonrisa de Silvia. Olvidé su modo de andar y hasta su voz. Por mucho tiempo no quise saber cuáles fueron las circunstancias de su muerte ni quise conocer a las familias de los campesinos.

Mientras yo me consumía en la desmemoria, la impunidad hacía de las suyas. En septiembre de 2004, 14 años después de la masacre, la justicia colombiana condenó a 11 años de prisión a tres agentes de la Policía Nacional, a un militar del Ejército y a dos civiles por el delito de conformación de grupos de justicia privada. Sin embargo, el Tribunal Nacional en segunda instancia los absolvió. La investigación contra el oficial comandante de la Policía de Cimitarra fue remitida a la justicia penal militar, que lo absolvió, y al comandante del batallón Rafael Reyes del Ejército Nacional se le prescribió la investigación. Lo mismo sucedió con los paramilitares Hermógenes Mosquera Obando, alias el ‘Mojao’, y Joaquín Emilio Cataño alias ‘Gerónimo’. A ellos se les prescribió la investigación por fuerza mayor, para ese momento ya estaban ‘chupando gladiolo’ hacía rato: los dos ya habían sido “ajusticiados” por los propios narcoparamilitares.

En cuanto a los autores intelectuales de la masacre, todos -o casi todos- los jefes de las autodefensas del Magdalena Medio de ese momento están hoy muertos. Henry de Jesús Pérez, quien se presume habría dado la orden para ejecutar la masacre, fue asesinado a los pocos meses. Lo mismo sucedió con su sucesor Ariel Otero.

Los únicos comandantes de las autodefensas del Magdalena Medio que quedan vivos, Ramón Isaza, gerente en ese entonces de la Asociación de Ganaderos del Magdalena Medio, y ‘Ernesto Báez’, para la época, jefe político de las autodefensas de la zona, no han sido vinculados a la masacre, a pesar de que los dos se desmovilizaron y están dentro de Justicia y Paz. Ramón Isaza dice sufrir de alzhéimer aunque sí se acuerda que él no cometió ninguna masacre. Y ‘Báez’ ha hecho cerca de 10 versiones ante los fiscales de Justicia y Paz pero ninguno ha encontrado méritos para vincularlo. Qué importa que una semana antes de la masacre él hubiera acusado por Caracol a los dirigentes campesinos de ser un frente civil de las Farc.

La impunidad no ha sido lo más difícil de sobrellevar todos estos años. Peor ha sido ver la degradación humana a que ha llegado la sociedad colombiana a la hora de justificar la violencia narcoparamilitar. La tesis macabra de reducir al periodista que investiga, al campesino que no se somete ni a las Farc ni a los paras, a cómplice de la guerrilla ya no sólo es potestad de un sujeto como ‘Báez’, sino que forma parte de la artillería de varios precandidatos uribistas y hasta del lenguaje del propio Presidente de la República. “No andarían recogiendo café”, fue la primera reacción del Presidente cuando se denunciaron los primeros falsos positivos. Si hay algo que he aprendido en estos años de incomprensión es que nadie se merece morir como murió asesinada mi hermana y los tres líderes campesinos. Ni siquiera los guerrilleros. De la misma forma que no hay víctima que se merezca vivir para siempre en la impunidad. Hace unos años tuve la intención de ir a donde ‘Báez’ o a donde Isaza a preguntarles si podían vivir tan tranquilos con tantos muertos encima. Ahora ya no pierdo el tiempo.