Violencia contra la mujer

Este año se registraron en Colombia 49.768 denuncias de violencia contra las mujeres, “de las cuales 36.218 se originaron en la pareja”, según informó la Consejera Presidencial para la Equidad de la Mujer. Esto quiere decir que la violencia de pareja no siempre se denuncia y que la cifra podría ser más alarmante. Lo mismo sucede con los 12.550 casos relacionados con violencia sexual, de las cuales 4.563 se cometen contra niñas menores, entre los 14 y los 10 años.

Una de las explicaciones de ese fenómeno, que se da sobre todo en las capas medias y bajas de la sociedad (en las altas se arropa a menudo en el silencio que consiguen imponer en razón de la prestancia familiar de quien arremete a la pareja) sería el machismo heredado y enquistado en la mentalidad masculina. Pero existe otra causa: la relativa tolerancia con que la justicia toma la investigación y castigo de estos casos.

El informe de Acnur, la Oficina de Naciones Unidas para los Refugiados, destaca el hecho de que, entre los largos 3 millones de desplazados, un 83 por ciento son mujeres. El 43 por ciento de familias desplazadas son mujeres cabeza de hogar. ¿Quiere esto decir que tenemos una inmensa población vulnerable, expuesta a mayores casos de violencia de los arriba registrados? Para empezar, el desplazamiento forzado es, de por sí, una forma de violencia, y no precisamente la menos atroz: esa población femenina va a vivir en circunstancias de zozobra y desesperación.

Las más expuestas a la violencia serán las menores, condenadas a la promiscuidad de los cambuches y asentamientos provisionales y a la pretensión masculina, brutal e instintiva, de hacer uso por la fuerza de criaturas en estado de indefensión.

Se sabe que muchos casos de violencia contra las mujeres no se denuncian por miedo. Si se denuncian, se negocian después. Pero se sabe también que el hombre violento impone un cerco de terror y chantaje a la pareja que golpea, muchas veces bajo la amenaza de abandonarla y con ello abandonar el precario sustento de la familia. Lo mismo sucede en los casos de violación de menores: en muchos ‘hogares’ de estratos populares se da casi por normal que el padrastro o algún familiar caiga sobre la presa fresca.

La muralla de miedo y silencio de las menores es mucho más grave que la tolerancia con que las mujeres adultas aceptan los actos de violencia de su pareja. No es que no sea grave la tolerancia que, por razones de conveniencia, permite la perpetuación de una conducta ilegal y abominable. He oído muchas veces a mujeres golpeadas que, al cabo de cierto tiempo, empiezan a sentirse culpables. “Yo me lo gané -dicen-. Al hombre hay que respetarlo.”

Lo que sucede es que, en muchos casos, la joven ‘hereda’ de la madre la respuesta a la violencia. En algunos casos responde y paga con la misma moneda, pero la resignación y el fatalismo hacen mella en la conciencia y lo que debía repudiarse acaba aceptándose.

Una política sistemática de zanahoria y garrote, de educación y castigo, puede dar resultados a mediano plazo y reducir los índices de la violencia masculina contra las mujeres. No es que sea pesimista en los resultados de la educación, pero creo que la dureza del castigo debe estar a la altura de la conducta delictiva y degradante de esta clase de violencia. En algunos casos, los fiscales y jueces encuentran demasiados ‘atenuantes’ en esta clase de conducta. Consiguen, entonces, que los hombres violentos y los violadores le den poca importancia al castigo.

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Óscar Collazos