Una seguridad desenfocada
Uribe justifica sus ansias vergonzantes de reelección repitiendo que lo que hay que reelegir es la confianza inversionista, la responsabilidad social y la Seguridad Democrática, tríada que él cree encarnar y que encubre tres falacias. La confianza inversionista y la responsabilidad social provienen de artimañas como la exención de impuestos a los ricos, las zonas francas para beneficio privado y la gestión del Ministerio de la (des)Protección Social. Pero en la seguridad democrática parecería no haber falacia alguna.
Pocos cuestionan esta política, pues fue útil para controlar el miedo frente a la guerrilla, pero también porque su carácter técnico dificulta su evaluación. Esto ha ayudado a que no se critique que el sector defensa siga disparado en el presupuesto. Y ha servido también para que se crea válida la inquietud de Sarmiento Angulo sobre su financiación con recursos permanentes, en lugar de tributos extras a los ricos.
Fue positivo que el Gobierno hubiese asumido la seguridad frente al descuido de sus antecesores. Y también lo fue el éxito de la Seguridad Democrática desde cuando hace un par de años comenzaron cambios bajo el mote de ‘política de consolidación’, para corregir modestos resultados frente al alto presupuesto ejecutado.
Pero la seguridad ha sido manejada con óptica militar, recurriendo a posturas políticas solo para buscar dividendos favorables en la opinión, defender decisiones oficiales sin contenido ético y ‘criminalizar’ a críticos del Gobierno. Ha habido poco uso de recursos políticos del Estado en seguridad, aspecto que es función estatal y mandato constitucional.
Los éxitos derivados de la Seguridad Democrática también se deben a la petulante lentitud de las Farc en percibir su condición de guerrilla en retirada y su necesidad de usar el principio de adaptación a nuevas situaciones.
Pero, a partir de la ‘Operación Jaque’ y pese a la continuidad de la ofensiva militar, las Farc solo han recibido un golpe importante, en febrero, en Sumapaz. Sin embargo, es significativa la continuación de deserciones guerrilleras e información de inteligencia. Ello proviene del énfasis creciente en recompensas y beneficios del Gobierno a desertores y criminales, sin escrúpulos e ignorando normas. Tal énfasis corresponde al decrecer de rendimientos en operaciones militares contra las Farc, ante la ausencia de alternativas estratégicas.
Los escenarios de inseguridad que exigieron la reorganización militar con Pastrana y cambios posteriores con éxitos contra las Farc han variado de contexto. No solo con respecto a las Farc, sino también con relación a ‘paras’ reciclados, bandas emergentes y más inseguridad urbana. Lo que no se ve son cambios que correspondan al nuevo escenario. Estos no deberían ser solo de estrategia, sino además de redistribución de recursos. Se requieren menos efectivos y recursos militares, y más efectivos y recursos policiales.
En este contexto, el fallo del Consejo de Estado de prohibir la utilización de soldados regulares en acciones de combate no tiene sentido. Uribe prometió en el 2002 eliminar el servicio militar obligatorio, pero eso aún no es viable financieramente. La sustitución de soldados regulares por profesionales no alcanzó para completar el pie de fuerza proyectado con los fondos disponibles. El rápido crecimiento de efectivos fue un error, que llevó a un entrenamiento deficiente, que contribuyó a propiciar los ‘falsos positivos’.
El cambio de estrategia requerido, con redistribución de recursos y freno del incremento presupuestal, solo es posible si el Consejo de Estado acepta su error y da reversa al fallo. Así, podría reducirse el pie de fuerza militar en un plazo prudencial. De lo contrario, los costos políticos, sociales y económicos del crecimiento militar los pagaremos todos los colombianos y no solo los ricos.