Semana Santa de esperanza en Curvaradó

En esta semana se encontraron los pueblos afrodescendientes y mestizos del Curvaradó a través de la comida, la danza, las anécdotas contadas a la luz de una vela, animadas con cantos y con la fuerza de su fe. Las familias anfitrionas arreglaron sus casas y recibieron a los seres queridos que se movilizaron, también de distintas regiones del país.


Altar en Curvaradó

Las distancias se hicieron cortas para un encuentro de familias nucleares y ampliadas en la hibridación con la pasión, muerte y resurrección de Jesús, como encuentro macroecuménico de diversas religiosidades, como símbolo de esperanza en los hijos e hijas de Dios que día tras día construyen la paz en la tierra.

Las mesas de madera rústica se llenaron de ingredientes y frutos propios de esa parte del Chocó. Poco a poco los olores se fueron esparciendo por los lugares humanitarios; al acercarse, el calor del fogón de leña, las manos femeninas y masculinas untadas de las mieles del mango, la papaya, el maracuyá, el árbol del pan, el maíz, la guayaba, la yuca, el plátano maduro, el arroz y las lentejas. Alimentos que en esta época del año se transformaron en exquisitos manjares dulces.

También los alimentos salados fueron adobados con fino cuidado. El palmito, el “fricaché” de pescado, el guiso de papaya, la ensalada roja, la hicotea, el pan.

El arroz con frijoles negros no faltó en las comidas, plato llamado en otros países como “moros y cristianos”, representando el encuentro de las culturas, aquí de mujeres y hombres de piel negra y blanca, de afrodescendientes y mestizos que alimentan los lazos de hermandad que se han construido a lo largo de la historia y que dan fuerza a la afirmación que hiciera, un día, la Corte Constitucional de que a la comunidad negra no la define la odiosa distinción de tonos de piel.

Y no pudo faltar para acompañar las comidas, el jugo de borojó y la chicha de maíz.

La semana Santa fue vivida como una fiesta, aún en medio de la adversidad, en una región en la que siguen los ocupantes de mala fe, donde la justicia no es justa, en la que las autoridades se alían con los delincuentes y donde aún no se sienten los efectos de las conversaciones de paz.

Muestra de ello es la tradición del jueves y el viernes Santo, donde en vigilia, las familias se encuentran frente a un altar lleno de flores y velas que iluminan la imagen de la Virgen. De ahí su nombre: “La alumbrada”. Este escenario se entrega el “pagamento”, una ofrenda para acompañar a María en su dolor de madre ante la pasión y muerte de su hijo Jesús. Pero lejos de ser un momento de pena y luto, fue y ha sido, la ocasión en que los mayores cuentas historias, chistes, adivinanzas y anécdotas a las nuevas generaciones. Los adultos hicieron brindis, tomaron café y fumaron tabaco. Las niñas y niños disfrutaron de las galletas y de las holladas de dulces entregadas en las mesas.

Y entre partidas de dominó, cartas y parqués, las matriarcas se ponían de pie para entonar alabados a la virgen, acompañándola en su dolor por la crucifixión de su hijo porque a sus oídos, decían, le llegan nuestros lamentos. Y ellas si saben lo que se siente con el desplazamiento, el asesinato, la desaparición, la tortura de un ser querido. Ante cada alabado, los asistentes respondían:

A San Antonio Bedito

Le pedimos con devoción

Por los dolores de María

Y de Jesús en su pasión.

Luego de las vigilias del jueves y viernes Santo, el sábado es de gloria, pues están seguras de la resurrección de Jesús. La comunidad se reúne como una gran familia para bailar al ritmo de la champeta, el vallenato, la chirimía y el bunde.

Allí no solo se celebró la resurrección del redentor, sino la de que quienes mueren por la vida porque en la memoria sus nombres y acciones permanecen avivando la esperanza.

Comisión Intereclesial de Justicia y Paz