Pacelli: ¿el camino del posconflicto?

Este corregimiento del Catatumbo piensa presentarle al presidente Juan Manuel Santos, para mediados de octubre, un plan de desarrollo autogestionado.


Llegar a Pacelli, un corregimiento del municipio de Tibú, Norte de Santander, implica tomar en Cúcuta el Peralonso: un bus que hace al día una sola ruta de ida y vuelta. El viaje a Tibú (unos 125 kilómetros desde la capital del departamento) toma entre cuatro y cinco horas. Ya ahí, y luego de una corta parada que disipa el calor espeso del bus, los pasajeros se alistan para una vía despavimentada que les llenará la ropa de tierra: tres horas saltando encima de una trocha de 46 kilómetros. Al ritmo de la música que el conductor haya elegido, se impone por fin el paisaje montañoso característico del corazón del Catatumbo: la introducción a Pacelli, un centro urbano que se extiende por la orilla de la quebrada Las Indias.

En Pacelli habita una población que ha visto el conflicto armado colombiano desde la primera fila: la extracción de petróleo y la ubicación de Tibú en la frontera con Venezuela han permitido que allí suceda lo que en este país han escrito los libros de historia: la pobreza y el fuego cruzado, el narcotráfico y la débil presencia estatal.
La supervivencia del pueblo se dio en medio de la construcción del oleoducto Caño Limón-Coveñas en 1985 y la posterior llegada al Catatumbo del frente Armando Cacua Guerrero del Eln, el Libardo Mora del Epl y el 33 de las Farc; de la avanzada paramilitar de Salvatore Mancuso, quien instaló en la zona al bloque Catatumbo de las Auc (según lo registrado por el Centro Nacional de Memoria Histórica) en 1999; del aumento del cultivo de hoja de coca que convirtió en 2013 a Norte de Santander en el segundo departamento del escalafón nacional, y al municipio de Tibú en el tercero en cantidad de hectáreas sembradas, tal y como lo explican los estudios de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito; de la crisis alimentaria de su población, cuya causa principal, dice la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas, es esa práctica ilegal que acaba con otros cultivos.

La supervivencia del pueblo se dio en medio de (como si lo anterior fuera un suspiro) la ola invernal que en 2012 desbordó la quebrada Las Indias, que inundó casas y veredas. El agua les llegó al cuello.
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La revista cucuteña Somos, en edición publicada el 4 de abril de 2012, registró que el presidente “Juan Manuel Santos Calderón, arremangado, llegó (a Pacelli) acompañado por el viceministro de Agua y Saneamiento Básico, Iván Mustafá, y el gobernador del departamento, Édgar Jesús Díaz Contreras”, en atención a la crisis humanitaria derivada de la ola invernal.
La fuerza de Dios

Fue un lunes santo, 2 de abril de 2012, el día en que monseñor Ómar Sánchez, obispo de la Diócesis de Tibú, recibió la noticia de que el presidente de la República visitaría Pacelli para brindar un kit paliativo de los efectos devastadores de las lluvias. No terminó de oír la noticia, cuando decidió embarcarse durante tres horas hacia el corregimiento y hablar con los líderes de la comunidad para convencerlos de que le exigieran al jefe del Gobierno Nacional algo más que un puñado de alimentos y un par de tejas. “En estas reuniones con el Estado la gente tiende a pedir cosas muy particulares, porque la vocación colombiana no es de planes ni de proyecciones a futuro”, dijo en diálogo con El Espectador.

Una noche de martes y una mañana de miércoles duró Sánchez en conversaciones más bien cortas. A su llegada, Juan Manuel Santos manifestó que era la primera vez en la historia que un alto mandatario llegaba a ese confín perdido del Norte de Santander. Tenía razón. A su turno, Alfredo Rodríguez, presidente de una de las Juntas de Acción Comunal de la cabeza del corregimiento, tomó el micrófono y pronunció las siguientes palabras: “Señor presidente, ¿sería de su agrado que la comunidad pachelense construyera un proyecto de desarrollo integral?”. Santos dijo que sí. Que sería de su agrado. Luego pronunció un largo discurso que iba desde las minas antipersonales hasta las crecientes de las lluvias, dejó una entrega de ayudas de $146 millones (según la prensa), se volteó y se fue. Los reflectores, detrás suyo, partieron también hacia Bogotá.

El primer paso estaba dado. Tenían la venia del hombre más poderoso de Colombia.
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A juicio de monseñor, los proyectos que llegan a esas comunidades siempre lo hacen desde lo nacional (como el Plan Colombia, como Familias Guardabosques), fracasando: sin el entendimiento local de lo propio, sin responder las preguntas que a diario se hacen sus habitantes en términos mucho más simples, es imposible que una política pública prospere. Buscando eso, justamente, fue que se la pasó dos meses de reunión en reunión, hasta darse cuenta de lo evidente: a ningún lado llegaría sin la ayuda de un técnico especializado en estos asuntos de planeación del territorio. “Perdimos tiempo. Si solo nosotros hacíamos una valoración, cualquier viceministro nos la iba a tumbar”, asegura. Con la asesoría de Podium y el Cinep, dos organizaciones amigas, surgió la idea: había que contratar a alguien que, junto con la comunidad, construyera un plan con todo el rigor del caso. Pero los consultores tenían precio.

El convenio de cooperación número 00176 de 2013, suscrito por la Fundación Ecopetrol para el Desarrollo Regional (Fundecast), la Diócesis de Tibú, ese municipio y el departamento de Norte de Santander, entre sus consideraciones 11 y 14, acordó lo siguiente: la Gobernación daría 30 millones para el proyecto; Fundescat, otros 15; la Alcaldía, 90; la diócesis, 52 en especie (alojamiento, alimentación). Al esfuerzo se sumó Miserior —obra episcopal de la Iglesia Católica Alemana para la cooperación al desarrollo—, con otros 15. Y a la puerta se asomaron distintos observadores como la OEA, la Embajada de Alemania o el PNUD.

Plata en mano y observadores en tierra, dos propuestas de consultoría llegaron finalmente a manos del obispo: un perfil investigativo, de observación, que desechó, y una mirada participativa, de acción, que terminó por escoger.
Método científico

Lo primero que muy rápidamente superó el economista y antropólogo Víctor Chaparro cuando llegó a Pacelli en diciembre de 2012 fueron los prejuicios. No era este, como el resto de los que hay en el Catatumbo, un pueblo desunido y carente de identidad: “es gente de arraigo campesino, con una tradición en esto, que es diferente, que conserva unos rasgos de identidad propia, de identidad productiva, diferente a las otras poblaciones”, le dijo Chaparro a este medio, muy consciente de que ese era el primer paso para construir un proyecto colectivo.

El siguiente era su propia seguridad. ¿Viviría si llegaba a plantear, en esta zona manchada de sangre e intereses angurrientos, un plan de desarrollo autogestionado? La comunidad le aseguró que si ellos se habían arriesgado a hacer la propuesta era porque estaban convencidos de que nada malo pasaría: desde hace tiempo las fuerzas imperantes los respetan. Desde hace tiempo (las protestas de junio de 2013 en el Catatumbo incluidas) se alejaron de las dinámicas que allí existen. Son distintos. No solo a juicio del consultor externo, sino de monseñor mismo. “Se mantienen alejados del tropel”.

Chaparro pasó Navidad. Chaparro asistió a las novenas a las cuatro de la mañana que bajaban de las veredas al casco urbano. Chaparro fue a las caminatas, contempló los pesebres, se metió en reuniones, caminó las calles. Acondicionó a los demás a que lo vieran. Y luego, ya con la confianza del pueblo ganada, ya siendo mucho más que un intruso que venía de Bogotá a tomarles fotos a las matas de coca que allá brotan de la tierra, empezó a contar: enfermedades, viviendas, cultivos, unidades agropecuarias, cifras que permitían hacer mapas sociales de la realidad que era. Y de la que no era: una Zona de Reserva Campesina, un parque nacional, un resguardo indígena.

Las estadísticas se las mostró a los líderes de la comunidad para que, a partir de ahí, diseñaran un plan ajustado a ellos mismos. “Un traje a la medida de las necesidades y aspiraciones de la gente”, como le dijo a El Espectador. Aplicando la matriz DOFA (debilidades, oportunidades, fortalezas y amenazas), se reunió seis meses con la comunidad para acordar lo que iban a presentarle al presidente, entendiendo las problemáticas, ya no individuales, sino en conjunto. La filtración de agua que brota del rancho de unos, entonces, empezó a volverse la necesidad de agua potable de otros.
Y de eso a los mapas de uso recomendado (los factores bióticos, físicos, integrados a los factores socio-económicos y de disponibilidad de agua). Y de ahí a lo aconsejable, como el establecimiento de parcelas maderables con valor comercial (abarco, cedro, caoba), o la necesidad de encontrar un cultivo igual de rentable a la hoja de coca, con todo el apoyo institucional para el desarrollo integral de la tierra. La necesidad de pedir microcréditos. La insoslayable titulación de la propiedad. Muchas categorías de análisis que, aterrizadas en una realidad compleja, los habitantes empezaron a entender. A darles importancia. A transformarlas en lo que denominaron finalmente “Plan Piloto”. Único en su clase, según ellos.

El producto final es un documento de 200 páginas (aún en bruto, ha dicho Chaparro) que, cruzando las necesidades básicas con la disponibilidad campesina y del suelo, y sumando el objetivo de resarcir derechos colectivos e individuales, propone cosas directas, específicas. Un ejemplo: la habilitación de la vía a Sardinata, tramo Orú-Pacelli-Luis Vero-Las Mercedes, que concierne al Invías, al Ministerio de Transporte, a la Gobernación de Norte de Santander y a la Alcaldía de Tibú. Cosas así. Muchas. Un plan de desarrollo.

La pelota pronto estará en la otra mitad de cancha. Por ahora, lo que dicen de ese lado es que hay que sentarse con la comunidad a analizar dos asuntos: sus necesidades y lo que el Estado ya hizo, porque “algunas de esas propuestas ya tienen recursos, entonces tenemos que hacer un levantamiento de esa información”, dice Dana Santamaría, asesora regional del departamento de Norte de Santander, quien es consciente del proyecto.

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Para mediados de octubre la comunidad entregará el plan de desarrollo al presidente Juan Manuel Santos, pretendiendo que haga caso a sus palabras de hace dos años, y bajo el concepto de “paz territorial”, ese que el comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, promueve cuando habla del posconflicto ideal: una propuesta de abajo hacia arriba.

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