¡Otro crimen atroz!

Si las Farc no hubieran aceptado su culpabilidad en el asesinato de ocho indígenas de la comunidad awá, sectores escépticos de colombianos se hubieran preguntado si, en verdad, era la guerrilla la autora de esta nueva masacre. Y no porque esa organización no sea capaz de cometer crímenes atroces -los ha cometido reiteradamente-, sino porque, en esta fase de la guerra, la propaganda es más letal y engañosa que un sembrado de minas antipersona.


“Ante su responsabilidad en la muerte de numerosos guerrilleros y su innegable participación activa que los implica en el conflicto, fueron ejecutados”, dice el comunicado de las Farc difundido por Anncol y reproducido en medios nacionales.Para restar la alta gravedad del crimen, la organización interpone un argumento de guerra: la masacre no se cometió contra una etnia en particular, sino contra personas “que aceptaron dinero y se pusieron al servicio del Ejército en un área que es objeto de un operativo militar”.

En este punto empieza una guerra de comunicados que no resucitará a los muertos ni evitará que se sigan cometiendo atrocidades desde cualquiera de las partes. El Gobierno dice que esos indígenas no eran informantes y las Farc siguen sosteniendo que lo eran, quizá con el propósito de quitar peso a la atrocidad y poder argumentar que los indígenas no fueron asesinados sino “ajusticiados”. El comunicado y su contenido son cínicos. Pero el cinismo no es nuevo ni es monopolio de las guerrillas: la inexcusable explicación ofrecida por las Farc fue dada en otras ocasiones, en crímenes más frecuentes, igual o tanto más atroces que este, por las organizaciones paramilitares. Y no solamente por los paramilitares: en casos abundantes, agentes de las fuerzas militares del Estado estuvieron, por acción u omisión, detrás de estos crímenes, hechos que son cosa juzgada en tribunales internacionales.

El hostigamiento contra la población civil en este conflicto de décadas condujo al sistemático chantaje de los ejércitos enfrentados. Unos y otros buscan, mediante métodos coercitivos, servirse de la población civil. De este propósito nació una aberrante forma de ‘sospecha’: si no estás conmigo, estás contra mí. De allí nació también el propósito de elevar a política de gobierno una perversión del pragmatismo bélico. Las fiscalías y los cementerios deben de estar repletos de expedientes y cadáveres judicializados o enterrados por la ‘sospecha’ de servir al enemigo.

El hostigamiento se hizo también contra las comunidades de paz, y se ha hecho con un argumento falaz: que la neutralidad es imposible, lo que quiere decir que alguna de los lados cree que adelanta “una guerra justa”, lo que sería en una mínima parte creíble si no se sirvieran de los métodos atroces de sus enemigos.

Muchas han sido las masacres cometidas desde la sospecha de que, esta u otra comunidad, sirve al enemigo. La ‘sospecha’ se vuelve entonces ‘certidumbre’ y esta certidumbre pretende justificar la acción ejemplarizante de las masacres. Pero, casi siempre, la sospecha recae sobre ciudadanos desarmados.

El hecho de que paramilitares y fuerza pública hayan operado con la lógica de esta ‘sospecha’ no reduce sino que multiplica la gravedad de estas masacres: unos y otros han aceptado como práctica de guerra el crimen atroz. La nueva atrocidad de las Farc tiene componentes conocidos y, por lo conocidos, no menos repugnantes y punibles. Pero el cinismo de su comunicado no vuelve convincente la hipocresía de pregonar que esa ha sido una práctica exclusiva de la guerrilla y no un método generalizado por los actores del conflicto: paramilitares y agentes del Estado.

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