Nuevo miembro para el club

HONG KONG. La comidilla entre los comentaristas de la cumbre de esta semana en Londres, en el encuentro en que se discutieron los temas importantes, no fue la reunión de los líderes del G-20 sino la del G-2: el tête-à-tête entre Barack Obama y el presidente chino Hu Jintao.


Que el líder del país más poderoso del planeta y el presidente de una nación emergente se sienten a discutir salidas a la recesión global ya es noticia.

Pero lo es mucho más la forma como China está abandonando la falsa modestia que históricamente ha caracterizado su discurso y ha empezado a manifestar su ambición de jugar un papel de liderazgo en la definición de políticas económicas globales.
Primero lanzó la propuesta de crear una moneda que remplace al dólar como la divisa internacional. Luego anunció que espera que sus contribuciones de recursos al Fondo Monetario Internacional tengan como contraprestación la ampliación de sus derechos de voto.

Un poco después vino el acuerdo de intercambio cambiario con Argentina, firmado durante la reciente reunión del BID en Medellín. Los economistas podrán dedicarse a debatir para qué sirve ese acuerdo, pero sus intenciones políticas de incomodar a los norteamericanos y seguir ganando aliados en el tercer mundo son indiscutibles.

China lleva años insistiendo en que su único interés es “crecer en paz” sin interferir en los asuntos de otros, pero cuando se tiene el tamaño y la creciente relevancia del país asiático eso no suena ni sincero, ni creíble, ni tampoco posible.

Esta semana, antes y durante de la reunión del G-20, los chinos exhibieron una firmeza que no habían mostrado anteriormente. Por cuenta de la crisis financiera y del papel que le corresponde en ayudar a resolverla, me parece que China dejó de ser candidato y ascendió a la categoría de miembro del Club de las Superpotencias.

Una China con poder es una idea que genera cierta aprehensión en Occidente y no solo porque la historia muestra que cuando un país surge suele amenazar a los demás, sino porque nadie sabe -tal vez ni sus propios políticos- qué clase de superpotencia será.
Por lo pronto, lo que sí está claro es que antes de salir a rescatar al resto del mundo, el gigante asiático tendrá que rescatarse a sí mismo.

Aunque tiene el equivalente a dos billones de dólares de reservas internacionales y parece que va a crecer por lo menos un 6,5 por ciento en este año de recesión mundial, las cifras grandes no reflejan la complejidad del detalle.

La tercera economía del mundo tiene un ingreso per cápita inferior al de Colombia y apenas superior al de Bolivia. Es cierto que es el país del mundo que más ahorra después de Singapur, pero quienes ahorran son el gobierno y las empresas, no los hogares.

El gobierno chino pretende que la población consuma más para compensar la caída de las exportaciones, pero eso no va a ser fácil de lograr. El colapso de la economía norteamericana ha empobrecido a millones de familias chinas que dependían de los salarios que sus esposos o hijos ganaban trabajando en fábricas que ahora están cerradas.

Por más que se autodefina como un país comunista, desde que abrió su economía en los años 80 China ha empezado a figurar en la lista de los países con mayor desigualdad -casi compite con Latinoamérica- y su exorbitante crecimiento de los últimos años es engañoso.

Se podría pensar que no está lista para asumir el protagonismo que se le ha visto en los últimos días, pero como bien se sabe, uno nunca escoge las circunstancias, sino que ellas lo escogen a uno.

La crisis económica ha puesto en duda la capacidad de liderazgo de Estados Unidos y, para bien o para mal, China está avanzando para ocupar ese espacio.

Adriana La Rotta

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