Neoliberalismo y reparación integral por Rodolfo Arango

Cuarenta años hace que surgió uno de esos escritores estrambóticos con una insólita teoría que rápidamente hizo carrera.


Se le ocurrió decir que el único Estado moralmente justificable era un Estado mínimo, el cual se ocupara de proteger la vida, la libertad y la propiedad de las personas. El resto de las funciones antes atribuidas al Estado, como los servicios públicos de la salud, la educación o la seguridad social, debían desaparecer, puesto que para satisfacerlos tendrían que hurtarse recursos económicos a juiciosos y productivos para trasladarlos a pobres y dependientes, desconociendo que somos individuos separados e inviolables y creando un desincentivo a la generación de riqueza.

La teoría se fundamentó sobre una rutilante tesis con dos patas: las personas tiene derechos absolutos, no habiendo nada ni nadie que pueda (ni deba) desconocerlos; y sus pertenencias provienen bien de apropiaciones originales o de transacciones. Pero como toda teoría resulta coja si se contrasta con la realidad, en este caso del despojo violento el ingenioso escritor tuvo que blindarla para esquivar las posibles objeciones. Se le ocurrió entonces adaptar como tercera pata un principio de rectificación de injusticias pasadas, por ejemplo apropiaciones violentas o transacciones forzadas. No obstante, quedó sin contestar en su teoría si por la rendija de la rectificación el Estado mínimo pasaba a convertirse en un Estado máximo.

Con independencia de lo irreal que resulta un Estado mínimo limitado a la defensa de los derechos absolutos, los Estados que se embarcan en la tarea de rectificar injusticias emanadas de actos violentos ejercidos contra otros en el pasado corren el riesgo de convertirse en Estados autárquicos.

La incapacidad del Legislativo para dictar reglas de justicia distributiva, claras y defendibles, lleva a los representantes populares a delegar la expedición de las reglas para la rectificación en amanuenses del poder real. Surge entonces el monarca que condiciona, a su leal saber y entender, la asignación o no de prestaciones, atando la entrega de dineros a su particular concepción de la vida buena y, por supuesto, al reconocimiento público de su gran generosidad.

A la par, se destinan una veintena de jueces para “devolver” millones de hectáreas a los desposeídos violentamente, como si alguien creyera en tan fatuas promesas estando de por medio tanto interés de grandes inversionistas. Para acabar de sesgar el plan neoliberal asistencialista, oxímoron inexplicable, los organismos internacionales de crédito avalan la entrega de subsidios a los afectados por la violencia lícita o ilícita, medida necesaria para paliar los efectos indeseables del modelo privatizador y socialmente disolvente orquestado desde afuera.

Algo va de un Estado constitucional, democrático y social de derecho, basado en los principios de autonomía personal y solidaridad social, a un Estado mínimo de gobiernos autoritarios, paternalistas y antidemocráticos que reparten recursos a manos llenas, por lo general poco antes de elecciones.

Mientras el primer modelo busca construir una sociedad más digna y justa, asegurando el acceso del campesinado a su tierra, el segundo atornilla en el poder a agentes privados vestidos de reyes de esplendorosos vestidos que, enceguecidos por el foro y el teatro, creen estar teóricamente vestidos sin estarlo. ¿Alguien, algún economista crítico, podrá convencer al monarca de su desnudez?