Los sobrevivientes de El Salado

Abel Montes Fuentes cumplió 99 años el 7 de agosto pasado y le ruega a Dios que se lo lleve antes de los 100. “Quiero morir de viejo y no como vi morir a tantos en El Salado -dice-. No he perdido la memoria”.

Está vivo de milagro y espera que la muerte le llegue, sin espanto, un día no muy lejano. Está preparado. Hace dos años compró un ataúd que guarda en su casa para cuando la hora llegue. “Espero que me entierren en él porque después de vivir lo que he vivido aprendí a que hay que tener listo el cajón, no vaya a ser que por morir en una masacre y no tener todo listo termine metido en una fosa y nadie sepa dónde estoy”, afirma con convicción, y agrega que además lo hace “para ahorrarles a los hijos los 600.000 pesos que cuesta mi caja”.

Su historia parece de novela pero, como ya es lugar común decirlo, la realidad supera la ficción. Pudo morir en 10 oportunidades pero sobrevivió. Abel tiene más vidas que un gato. La primera vez que sintió la muerte de cerca fue en 1972. “Llovía, salí al patio a sacar agua y me cayó un rayo -cuenta-. No sé cómo pero no me morí, perdí el sentido y cuando abrí los ojos estaba enterito, aunque el rayo me había quemado todo por dentro. Desde entonces supe que era especial”.

Siguió su vida como si nada hubiera pasado pero la muerte seguiría pisándole los talones. “Por poco caigo en los años de la violencia entre liberales y conservadores y luego cuando aparecieron las Farc y me negué a ayudarles -relata Abel-. Ahí la vi unas cinco veces”. Más tarde, en marzo de 1997, llegaron los paramilitares. “Mataron a cuatro, entre ellos a la profesora Doris Torres y al presidente de la junta de acción comunal Álvaro Pérez -continúa el relato-. En cada época estuve a punto de ser asesinado porque pensaban que por viejo sabía mucho, pero siempre me salvaba. En cambio, vi morir y desaparecer a gente por montones”.

Sí, está vivo de milagro. “Si sobrevivo a esto no voy a morirme nunca”, se dijo en febrero de 2000 cuando cerca 400 paramilitares rodearon El Salado con la intención de no dejar a nadie vivo para contar el cuento. “Un helicóptero se acercó disparando -asegura-. Me dijeron que lo manejaba el señor ese Mancuso, mató a varios desde el aire y yo, con mis 90 años a cuestas, pensé que era mi día”.

Fue el viernes 18. Un negro grandote llegó a la casa que había construido 25 años atrás y le ordenó ir a la cancha de baloncesto donde los ‘paras’ estaban reuniendo a todo el pueblo. “Le dije que estaba cansado y que si me iban a matar, que procediera porque yo, ni guerrillero, ni ladrón, no le debía nada a nadie -recuerda-. Cerré los ojos, me dio duro con la cacha del fusil en la costilla y me obligó a ir a la cancha”. Allí, los niños estaban de un lado, las mujeres del otro, los hombres en el medio. En las escaleras de la iglesia, los viejos. “Era el infierno, el sol quemaba como nunca, nos estábamos muriendo de sed y ellos, los ‘paracos’, a la sombra, desde una casa, iban diciendo ‘este muere, este no”… -continúa Abel-. Eran como las dos de la tarde cuando empezaron a hacer un sorteo, mataban al que le cayera el número 28. Así mataron a varios. Mientras tanto, todos los demás calladitos, viendo matar, torturar, cortar orejas, cabezas…” Fueron asesinadas 28 personas ese día. “Por guerrilleros”, dijeron. “Al final del día ya no había sed, lo que dolía era el alma”, afirma Abel. La masacre siguió durante varios días. Un olor fétido se apoderó del pueblo, los cadáveres estaban en proceso de descomposición. Los sobrevivientes improvisaron ataúdes con puertas y madera de las casas pero no hubo para todos los muertos. La mayoría fueron enterrados en una fosa común. “Desde ese día pensé que tenía que tener listo mi ataúd por si me mataban -asegura Abel-. Después de sobrevivir a ese horror uno quiere tener una muerte digna, cuando Dios quiera”.

Lotería de la muerte

Eusebia Castro, de 43 años, madre de tres niños, sobrevivió a la masacre porque se escondió detrás de un árbol y solo la encontraron a eso de las cuatro de la tarde. “Yo casi ni respiraba porque temía que me escucharan, pero me delató una chancla que se veía al lado del árbol -cuenta-. Me llevaron para la cancha y allí un paramilitar me dijo, ‘Vas a morir como el resto”, y luego gritó: ‘¡No se escondan guerrilleras!’. Pregunté por qué, yo no había hecho nada. Me explicaron que traían una gente especial, desertores de las Farc, que señalaban quién era y quién no era guerrillero”.

La condujeron a la cancha y la hicieron parar junto a la iglesia. Allí otras mujeres temblaban como ella. Muy cerca, el cadáver de Judith Arrieta estaba amarrado a un árbol. La habían degollado. A Nayibe Osorio la arrastraron del pelo por todo el pueblo hasta que murió. La acusaron de ser la mujer de un guerrillero. Y a Francisca Cabrera la molieron a golpes y luego la asesinaron de un disparo. “Por guerrillera”, repitieron.

El resto de mujeres, aterrorizadas, se miraban unas a otras preguntándose en silencio quién sería la próxima. Los verdugos les asignaron los números de unas balotas que echaban en una bolsa para luego hacer el sorteo de la persona que iba a ser asesinada. “Luego unos hombres nos miraban y decían ‘esta sí, esta no’ -relata Eusebia-. Cuando me miraron a mí sonó un teléfono, como que dieron la orden de no seguir matando”.

La escena era dantesca. Muertos aquí y allá, llanto, gemidos contenidos, terror a flor de piel, agazapado. “Los paramilitares buscaron a unos que tenían un conjunto con caja y guacharacha y los obligaron a tocar y luego pusieron música en un equipo de sonido -recuerda la mujer-. Empezaron a gritar ‘¡Aquí ya no mandan los guerrilleros, los reyes somos los paramilitares!’ “.

Al final de la tarde, los paramilitares mandaron a los que habían dejado vivos para la casa de Luis Ortega y les ordenaron permanecer allí hasta nueva orden. “Al día siguiente, como a las 11, escuchamos una sirena, pensamos que era la Cruz Roja -cuenta Eusebia-. Fuimos a la cancha, los animales se estaban comiendo a los muertos, pedimos que nos dejaran enterrarlos. Al ratico llegó el Ejército preguntando por los paramilitares. ¿No saben ustedes que eran los que andaban con ellos?, les pregunté, y contestaron: ‘Nosotros solo llegamos hasta ahora’. ¿Demasiado tarde, no?, les repliqué”.

En la actualidad, sin poder borrar los recuerdos de lo ocurrido, Eusebia pide justicia y reza para que paguen los culpables. “Vinieron a matarnos a todos, sin distinciones, y nadie vino a salvarnos”, dice con rabia.

Hombre antes de tiempo

Cristian Alberto, de 20 años, vive desplazado en Cartagena y estudia en la Universidad. “A los 11 años tuve que ver cómo los paramilitares mataban a toda la gente de El Salado, mi pueblo. Mi padre pensó que si salía corriendo con nosotros, sus hijos, era mayor el riesgo de que nos mataran a todos y por eso el día de la masacre, mientras él huía, mi hermanita y yo nos escondimos en la casa. Mi padre creyó que a los niños no nos iba a pasar nada pero se equivocó. Lo hizo por amor y, bueno, esa es la vida, decisiones que hay que tomar”.

Los paramilitares los encontraron escondidos en la casa de Libardo Trejos, los llevaron con el resto de los niños a las gradas de la iglesia.”Un helicóptero que volaba bajito ametrallaba y mató al señor Trejos -recuerda Cristian-. Salimos corriendo y a la niña que estaba junto a mí le cayó la sangre del señor y desde ese día está mal”.

No llegaron muy lejos. Los llevaron a la cancha, al rayo del sol. Antes de agarrarlos habían encontrado a Helen Margarita Arrieta Martínez, una niña de 6 años, hija de la señora Pura Chamorro a quien acusaban de guerrillera. Las pusieron bajo el sol, sin agua o alimentos. La niña murió insolada y deshidratada. El joven insiste en que tuvo que ver lo que no tendría por qué ver un niño. “Ejecutaban la gente mientras consumían licor y tocaban música -dice-. Mataron a Rosmira Torres Gamarra y a Luis Pablo Redondo con armas de fuego y cortopunzantes, y otros los ahorcaron o los degollaron y les cercenaron partes del cuerpo y luego les hicieron tiros de gracia. Y violaron a varias mujeres, algunas de ellas menores de edad”.

“El pueblo quedó de psiquiatra y el Gobierno no nos acompañó -se queja Cristian-. Todos fueron desplazados y en dos años, salvo unos pocos, nadie quiso volver. “Yo no quiero regresar. Ver matar y, peor aun, ver a unos tipos riéndose mientras matan lo deja a uno marcado. Desde ese día supe que ya no era un niño”. Y ahora lucha con otros sobrevivientes de la masacre para evitar ser presas del odio. “No solo fue una masacre, separaron familias, me pusieron a ser hombre antes de tiempo -asegura-. De milagro, después de eso no nos volvimos malos y vengativos”.

“Esa guerra no era nuestra”

El grupo Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación presentará, el 13 de septiembre en El Salado, el informe “Esa guerra no era nuestra”, un documento que reconstruye lo que sucedió entre el 16 y el 20 de febrero de 2000, cuando paramilitares asesinaron y torturaron a 60 personas: 52 hombres y ocho mujeres, entre ellos tres menores de edad. La noche anterior, un avión fantasma de las Fuerzas Armadas sobrevoló el pueblo y al día siguiente un helicóptero que pilotaba Mancuso disparó sobre la población. Tras la matanza, 7.000 campesinos abandonaron la zona. El sociólogo Andrés Suárez, coordinador de la investigación, sostiene que la reconstrucción del caso indica que hubo planeación previa para justificar la ausencia de la fuerza pública en el lugar de los hechos. Y agrega que la masacre no se limitó a El Salado y se extendió a otras poblaciones limítrofes, y los muertos pudieron ser más de 100 en los alrededores.

Impunidad

El 3 de enero de 2006, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos recibió una petición de las víctimas según la cual entre el 15 y 19 de febrero de 2000 cerca de 350 paramilitares, con aquiescencia y participación de agentes de la fuerza pública, cometieron la masacre de El Salado. La CIDH admitió el reclamo pero aún no ha fallado.

De los paramilitares que participaron en la masacre solo hay 15 condenados, entre ellos Jhon Jairo Esquivel, ‘el Tigre’, y Úber Bánquez, ‘Juancho Dique’. En 2008 fue llamado a juicio por homicidio agravado el capitán (r) de la Armada Héctor Martín Pita Vásquez, quien actuaba en la zona de los hechos. Por el mismo caso, en junio de 2007 la Fiscalía llamó a juicio como determinador de la masacre a ‘Jorge 40’ .

El Salado hoy

El Salado es un corregimiento de Carmen de Bolívar de 700 habitantes, cuando en 2000 eran 7.000. La masacre los obligó a buscar refugio en otros lugares. Muy pocos quieren regresar y los que allí viven luchan contra la pobreza en labores como cultivar tabaco, ñame y yuca. No será por mucho tiempo, pues las 1.100 hectáreas de cultivos fueron vendidas por personas que dijeron ser los verdaderos dueños de la tierra. Los saladeños se resisten a dejar sus tierras. “Nos están pidiendo la tierra porque las necesitan para sembrar palma y otras cosas, y dicen que a nosotros no nos necesitan”, asegura Eusebia Castro.

A la población se llega por una trocha destapada -solo hay 200 metros pavimentados-. Año tras año, los distintos gobiernos han prometido construirla pero todo se ha quedado en palabras, pese a que hay asegurados para su construcción 1.500 millones de pesos del Fondo de Inversiones para la Paz y 100 millones de la Gobernación de Bolívar. El Salado no tiene agua potable ni puesto de salud, y buena parte de sus habitantes sufre trastornos psicológicos. Solo desde hasta hace poco son atendidos por profesionales de la Comisión Nacional de Reparación. La muerte es lo único que no les ha llegado tarde.

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