Los recursos de la paz

Reto de Santos, la dirigencia y la sociedad.

El escritor William Ospina analiza el proceso de paz del Gobierno y la guerrilla y explica por qué “el país necesita mucho más que lo que se pueda acordar en La Habana”.

El mismo Juan Manuel Santos que ha obtenido en Washington la dudosa promesa de 450 millones de dólares de ayuda para el posconflicto, fue el que en 1998 puso en manos del presidente Andrés Pastrana el borrador elaborado en la sala de situación del PNUD de un “Plan Marshall” para la reconstrucción de Colombia.
Se han necesitado 18 años y miles de muertos más para que la negociación se hiciera posible, pero el plan de reconstrucción entre tanto se convirtió en un Plan Colombia que Pastrana utilizó para aprovisionar al Ejército, Uribe para su turbio proyecto de guerra total y Santos para acercarse a las puertas de la paz negociada.
Hoy, cuando ese plan de reconstrucción volvería a estar en el orden del día, el presupuesto de varios miles de millones de dólares de ayuda externa amenaza reducirse a la expectativa de 450 millones de los Estados Unidos, para lo que en adelante llamarán Paz Colombia.

Ahora todo el mundo se pregunta de dónde saldrán los recursos para el posconflicto y todos los sectores comprometidos con la paz proceden a mostrar sus bolsillos vacíos. Es evidente que la firma del armisticio, la desmovilización y la reinserción de los combatientes tendrán sus costos, pero la construcción de la paz –si el propósito es sincero– costará muchas veces más.

Todo lo que ya se avizoraba en 1998: recuperación de la agricultura, distritos de riego, vías, infraestructura, inversión para llevar los beneficios básicos del Estado a las zonas siempre abandonadas, rediseño de un modelo económico que hace agua y que excluye a buena parte de la población, inversión en educación, ciencia y tecnología, inversión en seguridad preventiva más que en seguridad represiva, todo ello sigue siendo una prioridad dos décadas después, pero el mayor error consiste en pensar que el posconflicto tiene que pagarse preferentemente con recursos de la cooperación internacional.

Ello se debe a una equivocación de fondo en la concepción de la paz, nacida de la necesidad de nuestros gobiernos de mostrar a Colombia como un país donde todo es normal, salvo por el lunar de la guerra. Por eso manejan cifras irreales de disminución de la pobreza, tasas de ocupación en las que se desconoce la realidad aberrante del sub-empleo, balances macroeconómicos que sólo convencen a los que adentro y afuera se benefician de un modelo de economía improductiva, totalmente subordinado al interés de las multinacionales y del capital financiero, y donde todo sector que no recibe beneficios es borrado como excepción y anomalía.

Tal vez por eso ya prefieren hablar de posconflicto y no de la reconstrucción de un país devastado física y moralmente por décadas de inseguridad y desconfianza, por décadas de violencia y desamparo, por largos hábitos de exclusión y de anormalidad.
El Gobierno se obstina en declarar que la paz no pondrá en entredicho el modelo económico, el modelo político, el orden institucional, para confirmar su versión mediática de que Colombia es un país bien construido y bien administrado, una democracia ejemplar a la que se le ha formado un apéndice violento llamado el conflicto, que hay que extirpar y sanar con algunos recursos adicionales. Por eso el proceso de paz parece a cada instante todo y nada, un conjunto de urgentes decisiones que no comportan ninguna transformación sustancial de nuestro modo de ser como país, y que por ello ni convocan ni despiertan el entusiasmo popular.
Qué extraño que no se pregunten por qué un proyecto de dimensiones históricas, que tiene en vilo a la comunidad internacional, que parece prometerles a sus protagonistas el Premio Nobel, y que se anuncia como un automático reactivador de la economía en términos de confianza inversionista, productividad y turismo, no entusiasma a una comunidad escéptica, cansada de desengaños históricos y que desconfía de la voluntad de las élites para hacer transformaciones en beneficio de todos.

La comunidad siente que su dirigencia “no da puntada sin dedal”, y que si está tomando la iniciativa de dejar atrás el conflicto no es porque le duelan mucho los muertos, ni porque se proponga corregir una manera de interpretar y administrar el país que nos ha vuelto marginales, faltos de ambición, proclives a la ilegalidad y pedigüeños, sino porque ha descubierto que el conflicto, que fue por décadas su seguro contra los cambios, ahora pone en peligro la continuidad de su poder.
Es triste ver que cuando por fin se lanzan a un modesto proceso de modernización de la infraestructura vial, no lo hacen como parte de un plan de corrección del antiguo aislamiento de los territorios y de sana circulación de gentes y riquezas, sino como una inversión calculada que les ayude a reelegirse, y que confirme y fortalezca su modelo extractivo. Como ha dicho alguien, diseñan las carreteras colombianas para llegar más pronto a Miami.

Pero nadie consigue controlar todas las consecuencias de sus actos. Pastrana no sabía que su plan de paz le serviría a Uribe para hacer la guerra. Uribe no sabía que su plan de guerra le serviría a Santos para hacer la negociación. Y Santos no puede saber para qué, y a quién, le servirá su diálogo.
Ojalá sea al país, para lo cual el proceso de paz de Juan Manuel Santos tendría que exceder en mucho las intenciones actuales de la dirigencia colombiana, siempre tan mezquinas, y las intenciones de la guerrilla, siempre tan tortuosas.
Por lo pronto Sergio Jaramillo ha dicho algo que vale la pena considerar. Ha dicho que ellos en La Habana pueden acordar el final del conflicto, pero que la paz es algo que tienen que construir millones de ciudadanos. Y Humberto de la Calle ha dicho, para refutar las tesis de los enemigos de la negociación, según las cuales se le están haciendo muchas concesiones a la guerrilla, que los acuerdos de La Habana tendrían que aplicarse en el territorio aunque la negociación se rompiera, porque son cosas que necesita el país.

Lo cierto es que el país necesita mucho más de lo que se pueda acordar en La Habana y uno se extraña de que cambios que se requerían desde hace décadas para hacer de Colombia un país moderno y funcional, sólo sean aceptados por la dirigencia como la manera de apagar un conflicto costosísimo en vidas y en recursos. Pero somos los ciudadanos pacíficos quienes tenemos el derecho y la responsabilidad de enumerar y emprender esas tareas mil veces postergadas.
La paz no puede ser diseñada por guerreros ni por funcionarios: tiene que ser una apasionada construcción de la comunidad, que es la que sabe qué significaron estos 50, estos 80 años de violencia, de desconfianza, de incertidumbre, de soledad, de marginalidad, de desesperanza, de sangre, de orfandad, de desmemoria, de arbitrariedad, de corrupción, de zozobra, de pérdida de dignidad, orgullo y futuro.
Un país distinto, una nueva manera de estar juntos y de dialogar con el mundo tendrían que salir de este inminente esfuerzo por construir una paz después de la guerra y por alcanzar una normalidad que acaso nunca hemos tenido. Recuerdo que cuando escribí sobre la Franja Amarilla, hace ya 20 años, dije que Colombia ha llegado a ser un país “donde los pobres no pueden comer, la clase media no puede comprar y los ricos no pueden dormir”. Todos necesitamos un cambio y ese cambio exige unas condiciones mínimas de dignidad para todos los ciudadanos.
Los medios pueden complacerse en denunciar cómo es de salvaje la conducta de esos jóvenes despojados de todo que atracan transeúntes y roban espejos retrovisores en las avenidas de nuestras ciudades, que exhiben su desamparo de bienes y de valores, de modales y de sueños en los separadores de las autorrutas y en los basureros de la exclusión; tanta gente despojada no sólo de propiedades, de educación, de salud y de esperanza, sino de un lugar en el orden del mundo.
Pero si algo puede decirse es que ellos, como los guerrilleros, los paramilitares, los sicarios, los delincuentes de las barriadas o las bandas del microtráfico, no se han inventado sus deplorables destinos: son hijos de un desorden social insensible y perverso, y corresponden de un modo fatal a la sociedad más desigual del planeta. Sus sonrisas cariadas, sus mantas astrosas y sus cuerpos zarandeados por la adversidad son el correlato inevitable de las familias distinguidas e indiferentes, de los centros comerciales impecables y de los distritos opulentos, porque bajo el manto del conflicto y a la sombra de la exclusión centenaria una violencia engendra otra y los males de una larga miseria se multiplican y se retroalimentan sin tregua.
Si el Gobierno colombiano aceptara que la paz no consiste en corregir males marginales de nuestra sociedad sino enfrentar con grandeza el conjunto de nuestros desórdenes y rediseñar el país sobre supuestos de equidad, de dignidad y de superación de graves carencias en el orden institucional, sería muy fácil encontrar los descomunales recursos que exige, no el mero posconflicto, sino la instauración de la normalidad que nunca tuvimos.

Basta entender que el problema no es sólo el conflicto armado, sino que vivimos el desafío de una economía incluyente, el desafío de una justicia que abra oportunidades que no se dieron jamás; un sistema de salud pública que no puede entenderse separado del ingreso, de la higiene, de la educación, de la alimentación, de la salud afectiva y del conocimiento del territorio y de sus climas. El desafío de una educación que nos permita entender el país, pensar con originalidad, dialogar con imaginación, interactuar con el mundo y responder a las urgencias de la época, libres de las supersticiones del formalismo académico. El desafío de una seguridad que sea empleo, solidaridad, reconstrucción de la memoria y fiesta de la reconciliación, contra el eterno recurso de las armas para asegurar en vano la convivencia. Y entender que la cultura no es apenas entretenimiento y espectáculo, sino el florecer de los lenguajes de la vida en comunidad, los bálsamos de la memoria y las fiestas de la creatividad cotidiana.
El país tiene que convertirse en un espacio de encuentro y de fraternidad solidaria, necesitamos grandes expediciones a pie por el territorio, reconocer las potencialidades de la riqueza natural, construir una comunidad reconciliada en el esfuerzo de recuperar las cuencas, limpiar los ríos, salvar la mayor fábrica de agua del planeta y ser parte creadora de un territorio que mira por cada costado a una región distinta del continente.

¿Dónde están los recursos? En primer lugar, en el presupuesto nacional reorientado hacia las prioridades de la construcción de la normalidad económica, social y cultural del país. Una cosa es el presupuesto de la nación orientado hacia la perpetuación del inmovilismo social y de unos modelos fracasados de educación, de salud, de justicia, de seguridad, y de los círculos viciosos de la burocracia, de las filigranas paralizantes de un modelo fundado en la desconfianza, y otra cosa serían esos cientos de billones de pesos reorientados en función de la paz verdadera, irrigando los miles de soluciones que la comunidad pacífica sabrá proponer y emprender al primer llamado.
Basta proponerse tareas grandes, necesarias y generosas, para que increíbles fuerzas inesperadas hagan irrupción por todas partes. Basta ver el modo antiburocrático, imaginativo y participativo como se reconstruyó el Eje Cafetero, para saber que la innovación y la confianza son fundamentales a la hora de destinar los recursos. Basta saber que allí donde las formas habituales de gestión gastan fortunas en burocracia y formalismos, un modelo de estímulo directo a las comunidades puede multiplicar muchas veces en energía creadora y en entusiasmo civil los recursos invertidos.

Claro que será necesaria también la cooperación internacional, que no siempre se requiere en especie, sino en alianzas creadoras, en brigadas artísticas, en ejercicios de cooperación científica y tecnológica, en interlocución y en visibilización de iniciativas, pero será más fácil obtenerla si el país abandona el hábito mendicante de su dirigencia y da ejemplo de cómo optimizar sus propios recursos en la tarea urgente, no de superar meramente una guerra, sino de aprovechar el final del conflicto para diseñar un futuro de prosperidad y de verdadera reconciliación.

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