Lo divino y lo humano

No les cabe en la cabeza —y eso sí es un asunto genético—, que este último haya sacado adelante su demanda ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos para lograr que el Estado colombiano pida perdón por el asesinato de Manuel Cepeda. Y arremeten no sólo contra la memoria de la víctima, como si se hubiera merecido su suerte, sino que prácticamente exigen que sea su hijo quien pida perdón por haber existido su padre.


Manuel Cepeda fue de los últimos sacrificados de la UP, alianza incauta del Partido Comunista con las Farc, autorizada por el gobierno de Betancur en el 85, y que tuvo como desenlace, cuando se rompieron las conversaciones de paz, el exterminio del único sector realmente vulnerable de esa fusión, el de los inermes. De éstos, que no de los armados protegidos por el monte, fue que se aprovecharon esas fuerzas combinadas de narcotraficantes y cuerpos de seguridad del estado. Eso mató a Manuel, en el 94. Iván, por lo tanto, no le debe excusas a nadie, y al igual que los descendientes de cuatro mil abatidos en las calles y en sus casas, se merece la reparación que por fin le ha concedido un tribunal internacional, porque los de aquí han sido indolentes, casi tanto como mucha opinión que se aguantó esas muertes como si fueran rutinas del paisaje.

Iván Cepeda, además, es una persona inscrita en una época y una visión del mundo posteriores y diferentes a las que marcaron el itinerario de su padre. De esas, todavía escasas en Colombia, que consideran repudiable cualquier forma de violencia, sin importar de dónde venga ni a quién afecte, y particularmente obsesivas en la denuncia de la que se ejerce desde una institucionalidad prepotente contra los indefensos.

Eso ayuda a explicar que nunca se resignara frente al atentado que segó la vida de su padre, un ejemplar más jacobino que bolchevique, dicen que dogmático aunque ese no fue el lado que le conocí, siempre de muy buen hablar con su barroco payanés, a quien la única oscuridad que lo atraía era la de las cinematecas, y cuyo desempeño fue siempre en la civilidad del Parlamento, en la algarabía de los mítines y en lo solitario de la escritura poética. Alguien muy distinto, en síntesis, a quien nos describe José Obdulio Gaviria. Si por éste fuera, pensaríamos que Manuel Cepeda no fue ultimado a bala por sicarios en la Avenida de las Américas, a pleno sol, sino que lo dieron de baja en combate, en la selva. Hasta con una retroactividad de 16 años el filósofo del uribismo es capaz de armar falsos positivos.

Por su parte, Andrés Felipe Arias está empeñado en convertir a Iván Cepeda en lo mismo que José Obdulio le atribuye haber sido a Manuel: un guerrillero de las Farc. Es como si quisiera enrostrarle esa condición filial, que a Iván le enorgullece, en una especie de herencia maldita. Y todo porque las Farc tienen una columna llamada “Manuel Cepeda”, de la que Arias colige con ligereza que fue con el asentimiento, y casi que con la presencia en el acto de bautizo, del hace rato vocero de las víctimas de crímenes de Estado y recién elegido representante a la Cámara por el Polo Democrático. La verdad es que si Arias no existiera, habría que inventarlo, sobre todo a partir de mañana, cuando saldrán del aire los comerciales de Davivienda, esos del tipo charrísimo que siempre está en el lugar equivocado.

En cuanto a Uribe, eludiendo su condición de representante del Estado, desacató la orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y perdón por ese crimen del 94 no pidió ni de fundas. Como si al senador de la UP lo hubieran acribillado durante su mandato.

Qué diferencia tienen como hijos de sus respectivos papás Uribe y Cepeda. El primero, aprendió del suyo a ser un varón, nada más. El segundo, a ser un hombre, nada menos.

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