La Universidad de Cacarica

Por Juan David Enciso Congote*

“La universidad ha fallado en su misión de ayudarnos a comprender la paz. Por eso es nuestra tarea construir la Universidad de la Paz con el conocimiento que tienen sus protagonistas, en los territorios”.

Esas fueron las palabras de la comisionada de la Comisión de la Verdad en el Festival de la Memoria, en Cacarica, Chocó, donde tuve el privilegio de participar gracias a la amable invitación de la Comisión Intereclesial de Justica y Paz. Fue un encuentro en el que saludé personalmente a quienes han sufrido en carne propia la violencia y han sabido dar pasos firmes en la ruta del perdón y la reconciliación.

Yo creo que la comisionada tiene razón al reclamar de la Universidad una participación de mayor impacto en la construcción de paz. Es muy probable que nos hayamos prestado una atención excesiva a documentar la guerra, sus causas y consecuencias; o bien, a proponer teorías descontextualizadas sobre la construcción de paz, de modo que a la larga sabemos muy poco sobre la forma como la comunidad de Cacarica -y tantas otras a lo largo y ancho del país- la han forjado desde hace muchos años, aún en medio del conflicto.

Ahí tenemos la primera lección para transmitir desde la Universidad de la Paz: que se puede estar en paz en medio del conflicto. Por eso se dice que la paz nace primero en el corazón de las personas y de los pueblos.

Otra lección es que la paz se hace cara a cara, en el recogimiento de los hogares o las comunidades. Nos hace falta recorrer un camino muy largo todavía para que los medios de comunicación masiva y las redes sociales sean vehículos de paz, porque en sus muros y micrófonos predominan los señalamientos, las mentiras; suposiciones y acusaciones que proceden, no de las víctimas, sino de los que queremos hacernos sus voceros, aunque no conozcamos sus verdaderas motivaciones; tal vez porque, en definitiva, no estamos interesados en entablar un diálogo sino en lanzar gritos cargados de odios ajenos.

En cambio, en el encuentro personal y sereno alrededor de una hoguera o de una olla comunitaria, fui testigo de la presencia humilde de excombatientes de uno y otro bando, dispuestos a decir: “me equivoqué, y estoy aquí para pedir perdón”, a personas concretas, atentas a escuchar y a responder con una acogida sincera y generosa.

Una tercera lección fue la alegría viva y actuante de comunidades que para muchos viven “en la mitad de la nada”; y repetimos esa expresión: “la mitad de la nada”, sin caer en cuenta de que parte de un principio de exclusión: la idea de que pertenecemos a la primera Colombia, y quienes viven en regiones que no conocemos hacen parte de “la otra Colombia”. Allá, en Colombia, la misma Colombia, escuché el Himno Nacional entonado con el corazón, con guacharaca y tambores, como manifestación plena de que somos parte del mismo proyecto de nación. Ese himno no era el acto protocolario de un partido de fútbol, ni la señal rutinaria de una jornada que comienza y finaliza.

Nada en nuestro encuentro fue rutinario: cada manifestación del Festival fue la expresión viva de los acontecimientos cotidianos, alegres, que van forjando entre manglares y buchones nuevos emprendimientos turísticos, ecológicos, plenos de raíces culturales y símbolos de unidad e identidad.

Cacarica pervive en medio del conflicto, y por eso es aula privilegiada -una de tantas- de la Universidad de la Paz. Allá la paz se vive y se respira, y está esperando a que llegue la Universidad a aprender de su sabia, a nutrirse de la verdad de su historia. Por eso la Comisión de la Verdad y la Universidad tienen un diálogo pendiente en pos de la Verdad, porque tienen el mismo objeto de estudio: una realidad que debe ser primero comprendida en la mente de los académicos, para que luego sea difundida en las aulas, publicaciones, redes sociales y medios de comunicación.

*Coordinador del Centro de Estudios en Educación para la Paz de la Facultad de Educación de la Universidad de La Sabana.

Fuente: https://colombia2020.elespectador.com/opinion/la-universidad-de-cacarica

Imagen: Gustavo Torrijos, El Espectador.