¿La pena para qué?

Una pena que se limite a producir sufrimiento sin aportar nada desde el punto de vista social carece de sentido.


Todos estamos de acuerdo en que quien delinque debe ser castigado; las diferencias comienzan cuando se trata de decidir cuál debe ser la naturaleza y la duración del castigo, porque las respuestas suelen tener un fuerte componente emocional, como lo evidencia la polémica sobre si las sanciones previstas en la Jurisdicción Especial para la Paz son adecuadas o conducen a la impunidad. Por supuesto que una pena, para que pueda ser considerada como tal, debe doler; por eso siempre implica la restricción o eliminación de un derecho. Pero una sanción que se agote en la simple causación de sufrimiento no difiere mucho de un acto de venganza como el de quien patea al animal que lo mordió.

Como los delitos no solo afectan a la víctima, sino que constituyen un desconocimiento de las reglas que rigen la convivencia en sociedad, su punición le interesa a toda la comunidad. Por eso, una pena que se limite a producir sufrimiento sin aportar nada desde el punto de vista social carece de sentido. Ella debe servir para disuadir al afectado de cometer nuevos crímenes, persuadiéndolo de la necesidad de vivir dentro del respeto a las leyes y brindándole las herramientas para que pueda hacerlo. La sanción busca que tanto el infractor como el resto de ciudadanos eviten la comisión futura de delitos y acepten convivir dentro de la legalidad. Solo así la sanción cumple un propósito en beneficio de todos.

Por eso la pena no es un fin en sí misma, sino tan solo un medio para conseguir el restablecimiento de las relaciones sociales alteradas por el delincuente; ese propósito se consigue a través de la sanción, porque ella pone de presente ante todo el conglomerado que alguien actuó de manera indebida, descalifica socialmente esa forma de comportamiento, fortalece la confianza en las normas como reguladoras de la vida en comunidad y desestimula la reiteración de esas conductas; porque luego de cumplida, se entiende saldada la deuda del infractor con la ciudadanía y porque después de su ejecución se debe brindar al condenado la posibilidad de rehacer su vida en sociedad.

La pena debe ser tan dura en cuanto a naturaleza y duración como haga falta para que el infractor corrija su conducta y decida retornar a la vida social. Si eso se consigue a través de una multa, de trabajos en beneficio de la colectividad, de una corta pena restrictiva o privativa de la libertad, o de la imposición de una de larga duración, es algo que tanto el legislador como el juzgador deben evaluar teniendo en cuenta la naturaleza de los hechos que se pretenden sancionar y la posibilidad de que estos puedan ser objeto de reiteración por parte del condenado.

Pero es muy importante que la pena no sea excesiva frente a la posibilidad de conseguir los fines que persigue, pues de lo contrario podría ser apreciada como un acto de venganza, que de manera indefectible conduciría a su deslegitimación. Todo el sufrimiento que exceda lo estrictamente necesario para permitir la readaptación social del condenado es superfluo desde el punto de vista punitivo y, por consiguiente, debe ser evitado porque dejaría de ser una forma válida de reacción estatal frente al delito.

En la medida en que las Farc dejen de delinquir a partir de la suscripción del Acuerdo Final de Paz, las sanciones que según lo acordado reciban por los delitos cometidos cumplen con la finalidad de lograr su reinserción social y, por lo tanto, no deben ser consideradas como una manifestación de impunidad.

Yesid Reyes Alvarado
* Exministro de Justicia

Fuente: http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/la-pena-para-que-yesid-reyes-alvarado-columna-el-tiempo/16707834