La Invasión al Paraíso

El escritor y periodista Alfredo Molano, junto con organizaciones nacionales e internacionales de Derechos Humanos , entre ellos Justicia y Vida, Justicia y Paz, se trasladó al municipio de Dabeiba en donde se encontró de modo particular con las 110 personas, la mayoría de ellos niños, desplazados por la acción paramilitar hace un mes en la Finca “El Paraíso” propiedad de las familias de la Comunidad de Vida y de Trabajo.


Allí en Dabeiba durante dos días el periodista se entrevistó con los integrantes de la Comunidad de Vida y de Trabajo, de las comunidades del Jiguamiandó, Cacarica, Meta, Putumayo …

Desde el día de hoy y mañana una comisión mixta de verificación con la participación de entidades gubernamentales y estatales, organismos internacionales de Naciones Unidas y observadores internacionales de Derechos Humanos y de organizaciones nacionales de Derechos Humanos –entre ellos la Comisión Colombiana de Juristas, Colectivo de Abogadas y –os- “José Alvear Restrepo”, Justicia y Vida, sectores de la iglesia católica – agencias humanitarias como Suippcol, observará el estado en que se encuentra el lugar humanitario de la Comunidad de Vida y de Trabajo.

La semana pasada en seguimiento a las medidas cautelares en la Cancillería de Bogotá se acordó el desarrolló de la visita, en la que además se exigió por parte de los integrantes de la Comunidad de Vida y de Trabajo conocer el estado de las investigaciones por los dos desplazamientos vividos, el de hace un mes, el producido en 1.997, el tipo de pruebas recaudadas; así como, el estado de las investigaciones por asesinatos extrajudiciales, desapariciones forzadas y torturas ocurridas desde mediados de 1.996.

Es posible que el retorno de la Comunidad de Vida y de Trabajo se realice el próximo sábado 24 de julio, dependiendo de los resultados de la observación en la que participan activamente los integrantes de esta experiencia de resistencia civil que afirma integralmente sus derechos a la vida y al territorio.

El reportaje de Alfredo Molano “Invasión al Paraíso” publicado en El Espectador fin de semana el 18 de julio, una radiografía de prensa a la situación de la región.

Hace unos meses recibí una carta extraña de una monja. Me dijo que me había conocido en Vigía del Fuerte, sobre el río Atrato, y que ahora estaba como misionera en el pueblo Awa, en Mangui, Nariño. Quería denunciar el bombardeo de una escuela, frente a la Misión: “El avión fantasma botó dos aparatos largos que venían echando humo por lapunta produciendo un ruido espantoso. Otros vecinos vieron que cada avioneta acompañante disparó tres veces. Luego quedó todo en silencio”.

Resultados como mandan: la escuela, la cocina, el restaurante, los baños y el galpón de pollos destruidos. Finalizó la carta invitándome a las celebraciones de beatificación de la Madre Laura Montoya, fundadora de la orden misionera, en “Dabeiba, tierra que usted
conoce”.

Conocí a las Lauritas en la Sierra Nevada, pero me he encontrado con ellas en La Pedrera, en el río Naya –donde conocí a una misionera que fue luego asesinada por los paracos–; he navegado con ellas por el río Atrato, las vi trabajar en Puerto Merizalde, y hasta en la cárcel de Carabanchel, Madrid, me las he topado. Siempre las he admirado,
soy su devoto. Los colonos e indígenas dicen que la cama de la Madre Laura es milagrosa, que basta acostarse en ella un rato para recuperarse de todos los males. Por esa razón adicional acepté también la invitación a Dabeiba.

En este pueblo, el padre Fidel Blandón escribió en los años 50 Lo que el cielo no perdona, un testimonio escalofriante de los crímenes de la policía chulavita durante los gobiernos de Ospina y Laureano. Las denuncias del cura Blandón –que Calibán calificó como rigurosamente ciertas– describían las masacres de la época: los criminales uniformados destrozaban cuerpos, jugaban fútbol con sus cabezas y se fotografiaban frente a sus víctimas. El cura recogía en costales los restos y los sepultaba a escondidas, porque estaba prohibido enterrar a los muertos. De eso hace más de medio siglo. También allí escribió el medico Tulio Bayer su novela Carretera al mar, cuadro del corrupto triángulo policía, alcalde, juez. La carretera al mar Medellín-Turbo está siendo hoy reconstruida como autopista. Los ricos de Medellín han hecho de San Jerónimo y de Santa Fe de Antioquia conspicuas zonas de veraneo, y para no incomodarlos con trancones, el Gobierno inaugurará un túnel de varios kilómetros.

La antioqueñidad –palabreja cada día mas detestable– es una fuerza colonizadora hacia el sur, pero hacia el norte es fuerza de ocupación. La violencia ha sido herramienta de riqueza de unos pocos y de miseria y desplazamiento de muchos. Una colonización empresarial clásica, que no oculta su ambición de convertir al Chocó en una colonia de
Antioquia. El proyecto se hará realidad con la construcción del tramo
que falta de la Carretera Panamericana entre Chigorodó y Yaviza, en
Panamá. ¡Pobres panameños!

Hasta Cañasgordas la seguridad está a cargo de la Policía y el Ejército. Retenes especializados en esculcar carros de familia. En adelante, la seguridad está a cargo de los paramilitares. Entre Uramita y Dabeiba hay tres retenes, el último en las goteras del pueblo. Identifican a los pasajeros, y cobran $5.000. Los camiones y buses pagan $70.000.

Llegué a la Casa de las Lauritas entrada la tarde; soñaba con acostarme en el lecho de la beata. No coroné. La cama está en Medellín, barrio Belencito, protegida por una urna de vidrio. Las Lauritas me recibieron como si fuera un peregrino y, mientras tomábamos aguadepanela, me contaron que el Internado Indígena estaba “llenito” de desplazados. “No es raro –dijo una de ellas, bonita y en bluyín–: nunca ha dejado de llegar la gente correteada”. Minutos después estaba en el Internado rodeado de una docena de colonos viejos, 50 mujeres y otros tantos niños. Los campesinos comenzaron a contar el cuento.

La historia es larga y dolorosa. “Hagamos memoria –dice quien parece el mayor de los viejos–, esta embestida es una de tantas. En el 49 nos echaron de Las Juntas de Uramita a bala pelada; nos defendió monseñor Valderrama en Santa Fe de Antioquia. Regresamos a Dabeiba porque el mayor Franco, de las guerrillas liberales, prometió no dejarnos matar. La guerra se puso de moda. Nos juntamos para resistir en Camporusia, en Altasan, en los Llanos del Tigre. Teníamos acorralada a la Policía, la palomeábamos y le quitábamos el valor con que nos mataban desarmados. Cuando Rojas Pinilla, hubo respiro, pero no paz. Muchos escondieron los chopos porque no confiaban ni en promesas de gobierno ni en llantos de puta. Nos volvieron a apretar cuando Valencia. La gente volvió a la pelea. Aparecieron las Farc y el Epl. El Epl dio en reclutar mucho bandido y se metió para El Murrucucú, un cerro bonito. Las Farc azotaban al Ejército por el Sinú.

En aquellas zozobras, los viejos encontraron tierras en Antasales, La Balsa, donde se había peleado en los 50, pero donde desde los 80 vivíamos trabajando. En el año 97 llegaron los paramilitares. En Balsitas ahorcaron a varios y dejaron sus cuerpos resquebrajados con motosierra para que escarmentáramos. Mataron a 14. Ni quejas dejaban exhalar. Nos reunieron y el jefe nos dijo: `tienen 20 días para desocupar’. Sin gobierno que nos defendiera, nos organizamos para huir. Llegamos a Dabeiba un 27 de noviembre. Las Lauritas nos abrieron la Casa. Allá llegó el Ejército a los dos días a levantar un censo. Venía un par de soldados que distinguimos desde la masacre de Balsitas”.

El viejo hablaba con cuidado. La gente que lo oía era cada vez más numerosa. Los niños dejaron de brincar y se sentaron a sus pies. Lo oían con respeto. Parecía trenzar lazos entre generaciones. Un televisor vomitaba sus realitys sin que nadie le parara bolas.

El secreto de la masacre del 97 es el mismo que inspiró las matanzas que desde el 49 han venido desangrando a los indígenas Catíos –los protegidos de la Madre Laura–, a los campesinos de Cañasgordas, Frontino o Urrá, a los negros del Murri y del bajo río Sucio. Se expulsa a los pequeños para facilitar el asentamiento de los grandes. Las matanzas del 97 tenían como objetivo limpiar la región donde se estaba terminando la represa de Urrá. Sacar a la gente equivale, en términos de seguridad, a lo que ambientalmente se conoce como “limpiar el vaso” de un futuro embalse. Son garantías que exigen los inversionistas.

Los expulsados vivieron en el Internado de las Lauritas cuatro años El cuadro fue el mismo que ahora yo veía: una olla comunal donde las monjas y los campesinos echan lo que pueden: un par de kilos de hueso, unas libras de yuca, un racimo de plátano. Todos duermen en el suelo, sobre esteras y cobijas livianas. Salen de día a rebuscarse: las mujeres lavando ropa, los hombres echando rula, pero no dejan de pelear por sus derechos. En el año 2001 lograron que el Incora les diera una finca de 90 fanegadas, abandonada por su dueño para escapar de la guerrilla. El Gobierno la compró y se las escrituró a los campesinos. Más tarde, cuando exigieron “vivienda digna”, les construyó barracas idénticas a los campamentos de carretera, a los gallineros. O a las cárceles de Siberia. Tienen agua, pero no energía eléctrica. Los campesinos bautizaron la parcelación con el nombre de El Paraíso. La gente pierde la vida, pero no la fe.

Las Lauritas descubrieron en el DIH una figura apropiada para defender lo que la resistencia de la comunidad había logrado: medidas cautelares. El Gobierno no podía negarlas porque están en los Acuerdos de Ginebra. La figura prohíbe que pase o permanezca gente armada. El argumento: unos traen a los otros, y la única forma de proteger a la población civil es proscribiendo las armas. A ninguna de las fuerzas armadas les gusta la solución. Las del Gobierno dicen que la Constitución las autoriza a ir donde quieran; las guerrillas no respetan las normas legales, y los `paras’ argumentan que tienen que defender a sus patrones. Ninguna fuerza acepta las medidas cautelares, aunque el Ejército y la guerrilla temen las denuncias de violación a las medidas. Los `paras’, de manera calculada, las usan en su favor
.
La comunidad venía trabajando. En las parcelas individuales con siembras de pancoger y en las colectivas con pocas reses, cultivos de maracuyá, ahuyama, fríjol y un experimento de lombricultura. Debajo de un gigantesco caracolí que llaman el Árbol de la Vida, tienen
inscritos sobre piedras los nombres de 14 miembros de la comunidad que los paramilitares han asesinado desde el 97.

El 24 de julio de 2003 regresaron los “heraldos negros”: el Ejército, en uso de facultades constitucionales, acampó en El Paraíso. Los viejos le salieron al paso. El mando respondió: “vamos donde la patria nos necesita”. “Entonces, sigan su camino”, dijo una de las mujeres.

Preguntó un cabito: “¿nos pueden vender un marrano?”. “No –respondió la mujer–: no hay marranos, ni gallinas, ni yuca para la gente armada”. “Pero a la guerrilla sí les regalan, ¿no?”. “Pues se equivoca señor –terció el maestro–: aquí esa gente no viene desde el 2000 y también se les prohibió la entrada”. Y agregó: “¿Acaso ustedes no la
corrieron?”. “Se enojaron mucho”, –recuerda uno de los viejos–, y se fueron farfullando entre dientes: “no se quejen si vienen los mochacabezas”. La advertencia quedó flotando.

Los finqueros de estas regiones del Nudo de El Paramillo –Peque, Dabeiba, Cañasgordas– han sufrido los vaivenes de la guerra desde el asesinato de Gaitán. Les han pagado tributo a todas las fuerzas enfrentadas. Ganan unos y establecen sus reglas, y luego los otros
.
Así han aprendido a sobrevivir y a desconfiar. El 18 de octubre de 2000 fue la última retoma de Dabeiba por las Farc. Desde el año 2000, el pueblo está a cargo de los `paras’.

El pasado 31 de enero volvió el Ejército, porque había detectado la bandera de las Farc. En realidad es la bandera de El Paraíso: amarillo –esperanza en el renacer–, rojo –las víctimas– y verde –el trabajo y la naturaleza–. El Ejército bajó de El Paramillo con 300 reses, se les extravió una y un soldado armado fue a reclamársela a la gente: la humilló, golpeó con un machete a un muchacho y les volvió a recordar: “Ya vienen los que son y con ellos no hay que fueques”.

El 15 de junio las amenazas se cumplieron. “A las 6 de la mañana –contó otro de los viejos– echó a chorrear filo abajo hacia el caserío un grupo armado. Venía en dos filas. 70 hombres en una y 35 en la otra. Llegaron resollando, con los ojos encendidos, los uniformes embarrados, algunos descalzos. Parecían de huida. Hicieron campamento bajo el Árbol de la Vida.

Dijeron que iban a entregarse, que estuviéramos tranquilos. Por la tardecita, subió de Dabeiba la Camioneta Blanca, el carro que se lleva al que nunca más vuelve. Era del jefe de los `paras’ en Dabeiba. Les traía mercado y ropa. Al otro día dejaron medio encaletados 60 morrales, ropa militar y unos volantes de las Farc. Los niños encontraron una plaquita de metal que decía: Batallón Militar Nº 32, Pedro J. Berrío, S.L.V. Cartagena. En la madrugada se oyó una balacera hacia el norte. Duró tres horas. Repartían fruta que era un gusto. Dos muchachos nuestros salieron a poner la queja al personero, al alcalde y al Ejército.

Por la tarde, los `paras’ regresaron cansados. No hablaban. Se aposentaron en los corredores de las casas. Se estiraron con el fusil a la mano. Pusieron guardias alrededor. Les dijimos que estaban violando nuestros derechos y que nos estaban usando como escudos, que debían irse porque en El Paraíso nadie podía entrar armado. Nos miraron y no chistaron. No tenían alientos para discutir. Al día siguiente les dijimos, si ustedes no se van, nosotros sí, y cogimos los pequeños. Nos vinimos a donde las hermanas. Ellos se quedaron echando bueno: comiendo pollo, desapareciendo marranos, comiendo fríjol”.

Las denuncias fueron puestas y la comunidad puso condiciones para regresar: protección y acompañamiento de la Defensoría, la Procuraduría, el Mininterior y las Brigadas Internacionales de Paz. Identificación del grupo militar que violó las medidas cautelares.
Barrido de la finca y sus alrededores para evitar minas y artefactos explosivos. Rechazo de la vigilancia perimetral del Ejército, por considerarla una protección al grupo agresor. Y firma de un documento con las Fuerzas Armadas en que se comprometieran a respetar la
medidas cautelares.

Para la comunidad era evidente que el “grupo agresor” era un contingente paramilitar; lo que no sabía era si venía huyendo de la guerrilla o de paso para Santa Fe de Ralito. De todas formas quedaba claro que se jugaban varias cabezas. El Ejército podía pensar, si
encontraba los volantes de las Farc, que eran un “llevadero” de la guerrilla; pero también podían protegerse de un eventual ataque e inducir a que la guerrilla dedujera que la comunidad estaba “colaborando” con los paramilitares, y castigarla. A las tres de la mañana los viejos terminaron el relato.

Al día siguiente fuimos a El Paraíso, un paso que implicaba cierto riesgo. Sin embargo, la compañía de las Brigadas Internacionales, de miembros de Justicia y Paz, y la promesa de la Defensoría, la Alcaldía y la Personería de Dabeiba, me dieron confianza para acompañar a la comisión a conocer la finca de la que habían sido desalojados. Queda en un valle rodeado por montañas, la mayoría peladas, huellas irreversibles de la ganadería. Al frente queda el Cañón de La Llorona, escenario de batallas campales entre Gobierno e insurgentes.

La misión oficial tranquilizó a la comunidad: las medidas cautelares serían respetadas por el Gobierno. “¿Habla usted también de los militares?”, preguntó alguien. “Nosotros –contestó un funcionario– podemos responder por los presentes y conversar con el capitán
Guarnizo”. Las cosas quedaron así. Cada quien anda por su lado y la población civil continúa en medio del fuego.

Desconcertados por la coherencia manifiesta de la Seguridad Democrática, regresamos a Dabeiba para alcanzar a pasar con luz el retén paramilitar instalado por `El Mocho’, a la salida del pueblo, a escasos metros del retén de la Policía. La gente se quedó haciendo un inventario de lo desaparecido en la invasión a El Paraíso. “Lo que aquí se desaparece –dijo una mujer al despedirnos– es porque está muerto”.

Bogotá, D.C julio 19 de 2004
Comisión Intereclesial de Justicia y Paz