La carencia de ética es nuestra ética.

Usted, mi querido amigo, ni siquiera lo sabe, pero tienen su registro, saben su dirección, su estrato y su manera de gastar. Usted solo es un perfil de consumidor. También creen saber por quién va a votar.


“Le damos a la gente lo que la gente quiere”, dice el personaje de la última novela de Juan Gabriel Vásquez cuando quiere justificar el transporte de droga que hace desde Colombia hacia los Estados Unidos, en la época de Pablo Escobar.

Este fue un razonamiento general en las épocas del origen de lo que fue todo el proceso de corrupción de las instituciones y, con ella, la de las personas. Es un país donde ese principio de satisfacer el deseo o, más específicamente, la demanda, se ha vuelto la fórmula moral que nos reina y nos domina. Si se hace lo que la gente pide, sea lo que sea, todo está bien.

La carencia de ética es nuestra ética. Permea toda la sociedad y hay mecanismos que garantizan su cumplimiento. Dentro de ellos está la medición del gusto. Las encuestas miden nuestra afición a los jabones, vestimenta, vehículos y demás bienes de consumo. Pero no interesan solo las cosas materiales, también están las preferencias por las diversiones, los lugares que nos atraen, nuestra pareja ideal, a qué tipo de vecino aceptamos, qué tan seguros estamos, qué Estado quisiéramos. Nos indagan sobre los programas de televisión que vemos y las emisoras que escuchamos. En épocas de elecciones se concentran en averiguar por quién vamos a votar, cuál candidato nos gusta más, aunque no vayamos a votar por él.

Las encuestas son un instrumento para “darle a la gente lo que quiere”. Es la disculpa para atiborrarnos de telenovelas ramplonas, realities para público corto de mentes y noticieros basura: “Eso es lo que la gente quiere”, luego todo está justificado. Unas horas de televisión destruyen lo educativo de un país.

No seamos ingenuos: las encuestas esculcan “lo que la gente quiere”, pero se hace lo que quieren los que controlan la información. Pero no solo con encuestas.

Los avances tecnológicos han logrado la pesadilla imaginada por Orwell sobre el control ejercido por ‘El Gran Hermano’. No estamos lejos de ella. Pero no es el Estado el gran controlador. Los grandes negocios nos espían más. Actúan en contra de nuestra intimidad por todas las formas: el registro civil, el bancario, las declaraciones de renta, las cámaras de vigilancia, las transacciones con tarjetas de crédito, el navegar en Internet, el uso de Facebook y las redes sociales, el sistema de registro. Todo esto, de gran utilidad para muchos, es muy productivo para saber qué nos gusta, qué compramos, qué tan sospechosos somos y cuánto se debe controlar nuestra peligrosidad. Si todo eso falla, siempre están las interceptaciones telefónicas, las ‘chuzadas’.

Los que recogen la información hacen un negocio. Y para que ese negocio funcione bien hay que satisfacer al cliente. Ya hay acusaciones de algunos trabajadores de Datexco, de acuerdo con lo que reportó lasillavacia.com y que fue recogido por Ramiro Bejarano en su columna. Si esto es así, no debe ser la única que distorsiona datos al no ajustarse a los criterios técnicos. Porque conocer no basta. Se conoce para controlar y para manipular.

Usted, mi querido amigo, ni siquiera lo sabe, pero tienen su registro, saben su dirección, su estrato y su manera de gastar. Usted solo es un perfil de consumidor. También creen saber por quién va a votar.

Hay que saber qué quiere la gente para manipularla y redefinir sus gustos políticos y de consumo. Sé que hay un consejero, siempre al lado del presidente Santos, que, ante cualquier acción que se proponga, le dice: “Presidente, este proyecto no le conviene porque le baja la popularidad (o sí le conviene porque se la sube)”. Para saber eso hay que encuestar sobre “lo que quiere la gente”. ¿Quién maneja a quién?

Que dijera. Da lo mismo por quién votar en Bogotá; el que gane con un tercio de votos quedará amarrado por los otros candidatos.