La caldera del diablo

Buenaventura es un hervidero de violencia donde en el último mes hubo 56 asesinatos y en lo que va del año, 75 desaparecidos, ocasionando un éxodo permanente de cientos de personas. La mayoría de las víctimas son jóvenes.



El defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, estuvo allí de visita en la semana que pasó, junto a Todd Howland, el representante de la alta comisionada de las Naciones Unidas para Derechos Humanos, y salieron aterrorizados y escandalizados, no sólo por los testimonios que escucharon, sino por la desidia del alcalde Bartolo Valencia, quien en su momento significó una esperanza al conseguir derrotar el aparato corrupto del exsenador Juan Carlos Martínez, pero que poco a poco va sucumbiendo ante el caos institucional del puerto y su presencia cada día está más desdibujada.

Howland, la voz de Naciones Unidas, describió a Buenaventura como “una vergüenza. (…) da la impresión de estar en un país distinto, con un nivel de pobreza africano, como el Congo”, y el defensor pidió que se declarara la emergencia humanitaria. Una realidad de pandillas y las bandas criminales, como ‘Los Urabeños’ y ‘La Empresa’, que imponen su ley a sangre y fuego en los barrios, contrasta con el billonario negocio que es el Puerto de Buenaventura, por donde se mueve el 70% del comercio exterior colombiano, que se multiplicará con el TLC, y cuyos dueños se preparan para acoger como socios a los empresarios de los Emiratos Árabes que manejan el puerto de Dubái, quienes invertirán 150 millones de dólares para estar allí con un 25% de ese moderno enclave moderno, incontaminado, de espaldas a la ciudad más grande del Pacífico colombiano que se hunde en una desgracia que los gobernantes locales, departamentales y nacionales se niegan a ver.

De ahí la desesperación del obispo de Buenaventura, monseñor Héctor Espalza Quintero, quien no se cansa de denunciar la tragedia cotidiana de su gente. Es una retoma paramilitar, dice, con una violencia brutal de torturas y desmembramientos de cuerpos, por el control del territorio de las zonas de desarrollo portuario, de los recursos minerales en los ríos aledaños y las rutas del narcotráfico. Es mucho el poder que está en juego. Los precios de los alimentos son inalcanzables porque los tenderos tienen que pagar vacuna y el valor de la extorsión se lo cargan a los productos. Las alarmas de monseñor Espalza Quintero han tenido especial eco en el obispo de Cali, monseñor Darío Monsalve, quien lo apoya a fondo, convencido de que este horror social no es ajeno a otras ciudades, incluidos sectores populares de la propia Cali.

El obispo de Buenaventura ya no disimula ni esconde el agobio que le saca lágrimas frente a esta tragedia humana. Tomó un avión a Roma, donde buscará conmover a otros y presionar para que alguien en Colombia actúe. Porque no está dispuesto a que su voz siga ahogada en el desierto sino que encuentre alguna respuesta real en el Estado para que el puerto más importante de Colombia deje de ser la caldera del diablo y pueda algún día hacerle honor a su nombre y convertirse, como él dice, en una aventura buena.

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