JEP

Ineptitudes de la JEP

Por: Javier Giraldo Moreno, S. J.

Mayo de 2019

La Jurisdicción Especial para la Paz – JEP- es un producto del Acuerdo de Paz entre las FARC-EP y el Estado colombiano. La palabra “acuerdo”, leída en retrospectiva no resulta tan acertada, primero porque las propuestas de la insurgencia que miraban a modificar las raíces más profundas del conflicto social y armado al cual se pretendía poner fin, fueron rechazadas de plano por el gobierno en el curso de las conversaciones y terminaron en un congelador para la historia con el nombre de “salvedades”; segundo, porque el lenguaje predominante en los discursos del Presidente Santos y de sus cúpulas militares, ya desde el período de las conversaciones en La Habana, pero sobre todo desde que se firmó el “acuerdo”, fue más bien un lenguaje que suponía la rendición de la insurgencia lograda por presión militar; y tercero, porque el texto del “acuerdo” fue varias veces modificado bajo la presión de los más fuertes poderes político-económicos del país, primero, en una extraña re-negociación del “acuerdo” (La Habana, octubre/noviembre 2016), llevada a cabo después de haber sido firmado con extra-ordinaria solemnidad internacional el 26 de septiembre de 2016 en Cartagena. Dicha re-negociación fue efecto de un plebiscito que no logró la aprobación del “acuerdo” pero que fue manipulado mediante mecanismos perversos, como lo confesaron los mismos promotores del rechazo, lo que habría ameritado su anulación por el Consejo de Estado, la cual se intentó pero no se logró. Finalmente, el “acuerdo” fue nuevamente modificado por un Congreso dominado por la politiquería de extrema derecha, el cual le cercenó los últimos instrumentos de justicia que quedaban, ya gravemente debilitados. En todos esos procesos reformatorios el texto fue perdiendo progresivamente la estructura lógica jurídica que más o menos se había consensuado en los debates de La Habana.

Si bien en los temas cruciales de Tierra y Participación democrática se impusieron las “líneas rojas” de Santos: “el modelo económico… el modelo político… el modelo militar, no se tocan”, y las propuestas de soluciones al conflicto quedaron en los congeladores, los consensos fueron más perceptibles en los temas de víctimas/justicia, drogas y fin del conflicto, siendo estos consensos degradados progresivamente en el “pos-acuerdo” y en los desarrollos progresivos marcados por el incumplimiento.

El tema de los derechos de las víctimas, entre ellos los de verdad y justicia, era un tema más que crucial, en primer lugar, porque un conflicto armado que refleja y radicaliza un conflicto social, que concentra agresividades históricas acumuladas y que dura muchas décadas, deja millones de víctimas que reclaman derechos elementales (verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición); en segundo lugar, porque de ordinario la guerra se proyecta prioritariamente en el sistema judicial, militarizándolo, eliminando todos sus restos de imparcialidad e independencia, fusionándolo con las opciones ideológicas de las capas en el poder, convirtiéndolo en un arma adicional de “enemigo contra enemigo” o en “sistema penal del enemigo” y degenerando, corrompiendo y ensuciando todos los instrumentos clásicos del aparato judicial, como los sistemas probatorios, el testimonio y los mismos sistemas de nominación de funcionarios. Por ello, abordar este problema exigía ser muy creativos para no caer en las trampas del sistema judicial imperante.

La guerrilla, de entrada y con toda razón, advirtió que no se sometería al sistema judicial imperante, el cual durante muchas décadas había luchado por destruirla, pisoteando de paso todos los principios universales del derecho, y no sólo a los combatientes sino que, tomando pretexto en el conflicto, había destruido partidos políticos, sindicatos, movimientos populares y humanitarios al por mayor.

La solución que finalmente adoptó la Mesa de Conversaciones de La Habana, propuesta por una Supra Comisión que el Presidente Santos introdujo sobre la marcha ante el fracaso de muchas otras propuestas, tenía unas características que parecieron atractivas para ambos bandos (militares y guerrilleros): 1) crear una jurisdicción especial, independiente de la jurisdicción ordinaria; 2) que esa jurisdicción se rigiera por los principios y normas del derecho internacional en sus tres vertientes: derecho internacional de los derechos humanos, derecho internacional humanitario y derecho penal internacional; 3) incorporar algunas prácticas de la justicia transicional, si bien muy indefinidas normativamente, experimentadas en otros países, y 4) aceptar que los hechos o delitos ligados al conflicto trascendían lo nacional, pues afectaban a la Humanidad como Humanidad, lo cual debía reflejarse en la incorporación de prácticas de jurisdicción universal, como la inclusión de magistrados extranjeros (sección 5.1.2, No. 65-68).

Con todo, en los últimos días antes de la firma del “acuerdo”, el gobierno logró introducir incisos que desvertebraban y desequilibraban la filosofía jurídica del “acuerdo”, eludiendo o modificando perversamente artículos del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional: logró exonerar de toda investigación y procesamiento a los ex presidentes, violando el Art. 27 del Estatuto de Roma; logró invalidar los criterios de responsabilidad de mando de los militares, haciéndolos inocuos y funcionales a la impunidad, violando el Art. 28 del Estatuto de Roma, y logró incluir un “Título III” en la Ley de Amnistía, aún no redactado el día de la firma del “acuerdo”, que como gigantesco “Caballo de Troya” introduciría innumerables privilegios judiciales para los agentes del Estado.

Posteriormente, las extrañas re-negociaciones del texto (octubre/noviembre de 2016), bajo el chantaje de quienes ilegítima y fraudulentamente se reivindicaron como “ganadores del plebiscito del 2 de octubre”, lograron eliminar el precario reconocimiento de la jurisdicción universal, tanto por la eliminación de los magistrados extranjeros, como por la introducción de marcos jurídicos nacionales que arrastran toda la corrupción de una justicia sesgada e ideologizada, como el Código Penal interno y hasta las Normas Operacionales de las fuerzas armadas. Por su parte, el Congreso de turno degradó en muchos otros aspectos la filosofía del “acuerdo”, invalidando de entrada las conexidades de los crímenes y por esa vía la sistematicidad de los crímenes de lesa humanidad y de todo el elenco de delitos tipificados en el Estatuto de Roma y convirtiendo en “voluntaria” la presentación de los empresarios ante la JEP, desconociendo su papel determinante en el paramilitarismo y en millones de crímenes.

Lo que quedó de la JEP fue una especie de bagazo al que se le habían extraído sus jugos vitales. A pesar de todo y como expresión del efecto ideológico de los medios masivos durante décadas de manipulación de las conciencias, gran parte del país demuestra animadversión contra la JEP, pues se le ha convencido de que es un instrumento de impunidad para la guerrilla y de castigo injusto para los agentes del Estado, lo que también está lejos de corresponder a la realidad, pues más bien las posiciones de algunos magistrados dan la impresión contraria: ensañados contra los guerrilleros desmovilizados y alcahuetas con los agentes del Estado. Las distancias respecto al modelo originalmente “acordado” son cada vez más grandes. Se comprueba una vez más que una “justicia” influenciada por nuestra corrupta justicia interna está lejos de ser justicia y se desliza por los despeñaderos de la parcialidad y de la dependencia y obsecuencia frente a los poderes dominantes.

Interrogantes angustiosos de las víctimas

El primer tropiezo para los grupos de víctimas está en la misma puerta de entrada a la JEP: ¿qué casos debe manejar la JEP? ¿Quiénes deben someterse a sus procesos? La fórmula redactada en el “Acuerdo” y que se repite reiterativamente en sus documentos normativos, es: los responsables de conductas delictivas cometidas “por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta con el conflicto armado” (versión pos plebiscito en 5.1.2. # 9). Una fórmula tan amplia resulta también ampliamente ambigua y deja la puerta abierta para que la “relación con el conflicto” se pueda estirar como un caucho y prestarse a ficciones malintencionadas. La Comunidad de Paz de San José de Apartadó, al ser requerida por la JEP para entregar la información sobre los crímenes que la han afectado, decidió elevar una consulta a la Presidencia de la JEP, en derecho de petición (Dic. 5/18 Rad: 20181510390542), donde se planteaba así el problema:

“La comunidad se pregunta si quienes han agredido a sus integrantes y han buscado exterminar la Comunidad de Paz en estos 22 años lo han hecho en calidad de actores de un conflicto armado o “por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta” con el mismo. La duda surge porque justamente lo que identifica a la Comunidad de Paz de San José de Apartadó desde el primer momento de su configuración y de manera esencial y nuclear, es la decisión de NO PARTICIPAR NI DIRECTA NI INDIRECTAMENTE EN EL CONFLICTO ARMADO. El hecho de que la fuerza pública y el mismo Presidente de la República en un momento dado (el ex Presi-dente Uribe Vélez) hayan querido señalar a la Comunidad como agente o colaboradora de la guerrilla de las FARC, es justamente otro crimen de calumnia con fatales consecuencias, el cual se llevó a la Comisión de Acusaciones de la Cámara (Expediente 1712 de 2005) y la misma Corte Constitucional le ordenó al gobierno su retractación de esa calumnia (Auto 164 de 2012). El hecho de que militares, policías, otras autoridades y también los paramilitares se hayan fundado en una calumnia para atacar a la Comunidad ¿convierte esos crímenes en conductas cometidas por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta con el conflicto armado? ¿Acaso ello no implicaría considerar a la Comunidad de Paz como un ente interviniente, así fuera indirecto, en el conflicto armado? ¿No contempla acaso la JEP la posibilidad de definir y separar campos específicos de las conductas criminales de agentes del Estado (directos e indirectos), de modo que aparezca nítidamente ante el país y ante la comunidad internacional una cuerda criminal que no encuentra justificación alguna en la acción de grupos insurgentes sino que toma ese pretexto para exterminar movimientos sociales, opciones ideológicas, proyectos de ideales comunes, como es el de la Comunidad de Paz? ¿Cómo define la JEP el inciso “por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta con el conflicto armado”? ¿Acaso presentar informes a la JEP por parte de una organización terriblemente victimizada, como la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, no implica aceptar de alguna manera que su victimización tuvo como base o justificación directa o indirecta un conflicto armado en el cual se negó rotundamente a participar y que justamente esa NO PARTICIPACIÓN es el núcleo de su identidad? ¿No sería más honesto delimitar campos y separar las conductas que tuvieron alguna relación con el conflicto armado de aquellas que exclusivamente se fundamentaron en un real terrorismo de Estado y que, no sólo violaron los derechos fundamentales de personas y comunidades sino que, como crimen adicional, intentaron justificar sus crímenes relacionándolos con un conflicto armado?”

La respuesta de la JEP (18 Febr./19 Of: 20193240070741) simplemente ratificó la fórmula inscrita en el “acuerdo” adicionándola con un artículo del proyecto de Ley Estatutaria:

“El artículo 5 del Acto Legislativo 01 de 2017, en adelante el Acto Legislativo, señala que es competencia de la JEP ejercer la potestad del Estado de investigar, judicializar y sancionar a los presuntos responsables de conductas consideradas graves infracciones al Derecho Internacional Humanitario –DIH- o violaciones de los Derechos Humanos, cometidas con anterioridad al 10 de diciembre de 2016, por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta con el conflicto armado.

En igual sentido, el artículo 62 del Proyecto de Ley Estatutaria de la JEP, en adelante Ley Estatutaria, señala que serian de su competencia: (…) los delitos cometidos por causa, con ocasión o en relación directa o indirecta con el conflicto armado, entendiendo por tales todas aquellas conductas punibles donde la existencia del conflicto armado haya sido la causa de su comisión, o haya jugado un papel sustancial en la capacidad del perpetrador para cometer la conducta punible, en su decisión de cometerla, en la manera en que fue cometida o en el objetivo para el cual se cometió, cualquiera sea la calificación jurídica que se le haya otorgado previamente a la conducta. La relación con el conflicto abarcará conductas desarrolladas por miembros de la Fuerza pública con o contra cualquier grupo armado ilegal, aunque no hayan suscrito el Acuerdo Final de Paz con el Gobierno Nacional.

(…) Esta relación con el conflicto también se da para las conductas punibles contra la vida y la integridad personal en todas sus formas y los delitos cometidos contra personas y bienes protegidos por el DIH, sirviéndose de su calidad de miembros de la Fuerza Pública, así como aquellas conducta desarrolladas con o contra cualquier grupo armado ilegal o actor ilegal, aunque no haya suscrito el Acuerdo Final de Paz con el Gobierno Nacional.

Adiciona el artículo 63 de la Ley Estatutaria, que serán tenidas en cuenta las conductas desplegadas por agentes del Estado y miembros de la Fuerza Pública, bajo la definición y calidades allí establecida, “debieron realizarse mediante acciones u omisiones cometidas en el marco y con ocasión del conflicto armado interno y sin ánimo de enriquecimiento personal ilícito, o en caso de que existiera, sin ser éste la causa determinante de la conducta delictiva”.

Dicha respuesta solo avanza en la descripción de las modalidades de relación entre las conductas punibles y el conflicto armado, pues según la Ley Estatutaria, el conflicto armado, fuera de haber podido actuar como CAUSA del delito, también pudo CAPACITAR al victimario para cometerlo, ya fuera impulsándolo a TOMAR LA DECISIÓN de cometerlo, señalándole MANERAS DE COMETERLO o encuadrándole el delito dentro de un OBJETIVO a conseguir. Así, pues, la relación entre el conflicto armado y el delito sigue siendo amplia y ambigua y mantiene abierta la puerta para que delitos que fueron perpetrados contra gente absolutamente ajena al conflicto armado quepan allí. No hay que olvidar que la JEP, como fórmula de justicia transicional, busca ante todo ofrecer atractivos a quienes delinquieron en el conflicto, ya para que aporten a la verdad, ya para que pongan fin a las hostilidades, siendo premiados con beneficios de penas alternativas, amnistías, indultos, renuncia a la persecución penal, y de todos modos disminución enorme de penas en el peor de los eventos. Estos atractivos incitan por sí mismos a muchos delincuentes a fingir relaciones inexistentes con el conflicto para obtener beneficios ilegítimos.

Pero fuera de la ambigua doctrina mencionada, lo más importante es examinar cómo la JEP interpreta, en la práctica concreta, dicha doctrina. La ocasión se presentó cuando el Teniente Coronel Gabriel de Jesús Rincón Amado, procesado penalmente como responsable de los crímenes de ejecuciones extrajudiciales de los jóvenes de Soacha, perpetrados en Ocaña en 2008, con las modalidades de “falsos positivos”, se acogió a la JEP y la Sala de Definición de Situaciones Jurídicas, mediante Resolución 63 del 4 de mayo de 2018 le otorgó la Libertad Transitoria Condicionada y Anticipada, aceptando que esos horrendos crímenes de Ocaña se habían perpetrado “en relación con el conflicto armado”.

Doña Idaly Garcerá, madre de una de las víctimas: el joven Diego Alberto Tamayo Garcerá, acudió a la JEP con su apoderada, la Abogada Johana Carolina Daza Rincón y objetaron tal decisión, afirmando que ese crimen no se produjo como parte del conflicto armado. Sus argumentos fueron: “No se trató de un ataque dirigido contra algún actor armado, ni buscó controlar más territorio, u obtener ventaja, sino que fue parte de un plan dirigido a obtener beneficios personales (…) En este caso se observa que la actuación del Señor Rincón Amado y la de los demás militares que se concertaron con él para participar en los hechos, se aleja de los fines propios de la guerra y sus partes beligerantes. Acá no existió el objetivo de combatir o neutralizar a grupos armados ilegales, ni de obtener algún tipo de ventaja militar válida conforme a los límites establecidos en el Derecho Internacional Humanitario que permitiera adquirir mayor control territorial por parte del Ejército Nacional, sino de presentar resultados operacionales sin importar los medios utilizados, en este caso, bajas en combate, con el fin de obtener provecho personal como felicitaciones en el folio de vida, permisos, (en otros casos similares se buscaba obtener viajes para entrenamiento militar a otros países, condecoraciones, comportamiento destacado para lograr ascensos, etc.). De modo que el conflicto armado fue utilizado como excusa para legitimar una actuación a todas luces ilegal, sin tener relación razonable y suficiente con las conductas punibles”.

La Sección de Apelación del Tribunal para la Paz de la JEP, dirimió las objeciones de la representante de la víctima, mediante Auto TP-SA 041 de 2018 (Rad: 20181510069232) del 3 de octubre de 2018. Luego de reconocer los argumentos de la apelante como “parcialmente correctos”, la Sección añade que, sin embargo, tal posición “no permite ver múltiples aristas, complejidades y significados que pudo tener la desaparición forzada seguida de homicidio del joven Diego Alberto Tamayo Garcerá en una sociedad como la nuestra”.

Los magistrados firmantes critican el hecho que la abogada apelante se restrinja a mirar el elemento subjetivo, o sea la motivación de los militares, pues ellos (los magistrados) prefieren mirar también los efectos y consecuencias sociales del crimen, o lo que ellos llaman “la lectura profunda que debe hacerse de estas graves conductas y que ha sido puesta de relieve por la historiografía más prominente del siglo XX”. En una serie de párrafos ellos registran los cambios que se han dado en las técnicas de la guerra durante los siglos XX y XXI, pues ya el objetivo principal de la guerra es el “triunfo sobre las conciencias”, o en otros términos, “la disuasión” que lleve a minar la moral de los pueblos y de los adversarios. A la luz de esas técnicas modernas, la desaparición forzada aparece cualitativamente superior al asesinato, pues éste permite el cierre emocional de la ausencia por el duelo funerario, mientras que la desaparición mantiene abierto al infinito el ciclo de ausencia y dolor y, por lo tanto, se convierte en un medio superior para atemorizar a poblaciones, adversarios y pueblos dominados, a la vez que garantiza el control social. Dentro de esa lógica, reportar falsos resultados operacionales es una técnica para aumentar la moral de las tropas, pues genera una percepción de éxito, y si además hay felicitaciones u otros beneficios, se convierte en estímulo para la tropa. Por eso la guerra moderna tiene como primer espacio de confrontación la propaganda, la difusión y la inteligencia; ello produce adhesión a la causa y, de otro lado, zozobra y afectación moral del adversario. (Cfr. Auto citado, No. 169 – 177).

Apoyándose, pues, en las técnicas modernas de la guerra, centradas en la dominación de las conciencias por la disuasión y los efectos en la moral de las tropas, de los adversarios y de la población en general, lograda mediante hechos ficticios o falsos de guerra, la Sección de Apelación de la JEP concluye que “existen razones de peso para sostener, provisionalmente, que la desaparición forzada seguida de homicidio de Diego Alberto Tamayo Garcerá se produjo por la existencia del conflicto armado (…) pues solo si existe un conflicto armado tiene sentido hacer una puesta en escena que simula un combate(…) (Auto No. 182- 183).

Hasta ahora, la racionalidad de la guerra que había sido considerada por el Derecho, era la guerra entre actores armados reales y concretos que se enfrentaban por territorios, poderes o principios. Y cuando el Derecho reguló de alguna manera la guerra, lo primero que estableció fue el principio de distinción, declarando como absolutamente vedado atacar a los no combatientes. La “economía de sufrimiento” se constituyó en primer principio rector del enorme arsenal de normas que regulan los conflictos internos o internacionales y que se ha llamado Derecho Internacional Humanitario, hoy acogido por el mayor número de Estados del mundo, mucho más numerosos que los afiliados a la ONU.

La “guerra moderna” descrita por los magistrados de la Sección de Apelación en este Auto, no entra ni de lejos en guerras susceptibles de regulación jurídica, dado que no hay allí actores armados reales a los cuales se les puedan aplicar los principios humanitarios. Allí entran en juego ficciones, manejos perversos del terror y del éxito sobre bases ficticias y falsas, todo envuelto en una racionalidad donde la ética no cuenta con ningún orificio de entrada. Estremece pensar que los magistrados de la JEP acojan esa racionalidad de la guerra moderna, aceptando como presupuestos racionales “las aristas, complejidades y significados” de sus tácticas, para tomar decisiones que beneficien a los victimarios.

El genio de Max Weber, al profundizar en los diversos ejercicios de la racionalidad humana que sirven de fundamento a las ciencias, las técnicas, los comportamientos humanos, las artes y las religiones, acertó en señalar que en la modernidad se había producido un divorcio entre la ética y el derecho, ejercicios de la razón que por mucho tiempo habían compartido la misma esfera de racionalidad regida por el principio de la rectitud normativa, pero el derecho fue cambiando de polaridad racional y se fue adscribiendo a la racionalidad práctico cognoscitiva que rige las ciencias y las técnicas, coordinando la articulación entre fines y medios; así el derecho terminó convirtiéndose en una técnica y fue puesto progresivamente al servicio de los ejes que rigen el mundo de la técnica: el dinero y el poder.

Cuando se aborda el discernimiento de las conductas que se apoyan en una relación con el conflicto armado, lo mínimo que se puede exigir es que el referido “conflicto armado” goce de una mínima veracidad, como es el hecho de que haya reales bandos armados enfrentados al servicio de causas o intereses contrarios. Sobre esa base, se pueden cometer errores y crímenes “relacionados de alguna manera con el conflicto”: se puede asesinar a civiles en cruces desbordados de fuego; se puede torturar o asesinar a prisioneros de guerra; se puede destruir bienes preciosos para evitar pasos de tropas enemigas y muchas otras cosas vedadas por el Derecho Internacional Humanitario, pero dentro de una racionalidad elemental de la guerra. Sin embargo, si las técnicas de la guerra moderna le sustraen al conflicto su mínima veracidad, convirtiendo a los combatientes en ficciones al servicio de los más perversos objetivos, la “relación con el conflicto” pierde su base más elemental y no puede ser considerada en absoluto, mucho menos en un contexto en que se reclaman beneficios para los actores de esas perversas ficciones, como lo son, en concreto, los responsables de los “falsos positivos” y los actores del genocidio contra la Comunidad de Paz de San José de Apartadó.

Pero una vez cruzado el umbral de la JEP, luego de conquistada la etiqueta de “relación directa o indirecta, causal u ocasional, con el conflicto”, el articulado del “Acuerdo” protege de manera increíble a los que se someten a esa jurisdicción luego de haber cumplido roles decisivos en lo definido como “conflicto”, incluyendo allí a quienes lucharon contra adversarios ficticios e inventados con el fin de camuflar otros propósitos de extrema perversión. El articulado definitivo del “Acuerdo” excluye u oculta la responsabilidad de los máximos culpables de los crímenes de Estado. Para lograrlo, exime de investigación y procesamiento dentro del sistema a quienes han ejercido la jefatura del Estado (Sección 5.1.2 No. 32, violando el artículo 27 del Estatuto de Roma), y reforma los criterios que establecen la responsabilidad de mando de los comandantes militares (Sección 5.1.2 No. 44, violando el artículo 28 del Estatuto de Roma)

La experiencia trágica de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó no deja duda alguna sobre la responsabilidad primordial que les cabe a los presidentes de la república (entre 1997 y 2019), en los centenares de crímenes de lesa humanidad y prácticas genocidas perpetradas contra sus integrantes y su entorno campesino. Para comprobarlo basta sólo releer lo 87 documentos radicados en el despacho presidencial durante estos 22 años, en los cuales se les relatan los horrores que la Comunidad y su entorno sufren en cada momento, con todos los detalles a su alcance, se les reclama de manera apremiante, urgente y angustiosa que cumplan con los deberes que la Constitución les asigna en ese campo (Art. 188, 189, 198) y se les cita de manera reiterada la doctrina de la Corte Constitucional (Sentencia SU-1184/01) donde se afirma que “si el superior no evita –pudiendo hacerlo- que un soldado que se encuentra bajo su inmediata dependencia cometa una tortura o una ejecución extrajudicial, o en general un delito de lesa humanidad, por ser garante se le imputa el resultado lesivo del inferior y no el simple incumplimiento de un deber funcional”. Centenares de ejecuciones, desapariciones, torturas, desplazamientos, bombardeos, pillajes, saqueos, privaciones aberrantes de la libertad, montajes, falsos positivos, calumnias, difamaciones, amenazas, destrucciones de viviendas, cultivos y enseres, robos de animales, atracos a mano armada, reclutamiento, entrenamiento y protección de paramilitares, profanación de cadáveres, violencia sexual, usurpación de funciones judiciales, cercos de hambre, envenenamientos de aguas y cultivos, etc. pudieron ser evitadas si los presidentes de turno hubieran ordenado frenar el genocidio; si hubieran destituido a comandantes de brigadas y batallones evidentemente responsables; si hubieran creado comisiones de análisis, depuración y corrección de las unidades castrenses implicadas; si hubieran apoyado una acción efectiva de la justicia. Sin embargo, nada de esto hicieron y en su marasmo indolente se vieron secundados por los ministros de defensa y demás ministros concernidos, así como por las cadenas de jerarquías castrenses implicadas y cómplices que apoyaban el marasmo por intereses creados, contando también con aparatos judiciales y disciplinarios sometidos a lo que evidentemente llegó a ser “política de Estado”: DEJAR ACTUAR A LAS ESTRUCTU-RAS MILITARES/PARAMILITARES MEDIANTE REACCIONES DE BRAZOS CAÍDOS Y DE FINGIDA IGNORANCIA DE LOS HECHOS O DE NEGACIONES CONTRAEVIDENTES

A la JEP el Gobierno, el Congreso y los usurpadores malintencionados de la exigua mayoría del “No” en el plebiscito del 2 de octubre/16, le entregaron un “Acuerdo” mutilado y degradado, completamente castrado en sus facultades de justicia sobre los MÁXIMOS RESPONSABLES de los crímenes de lesa humanidad y de genocidios. No sólo por incorporar la inmunidad de los presidentes, sino por deformar radicalmente el artículo 28 del Estatuto de Roma, modificando a fondo su redacción y sus alcances, de modo que a los responsables de mando no se les pueda enjuiciar por lo que “debían saber y no lo impidieron ni lo sancionaron” (como lo exige el Estatuto de Roma) sino por lo que se demuestre con pruebas contundentes que sabían y no actuaron. Ya se sabe de sobra en qué consiste el “sistema probatorio” en Colombia: un negocio modulado alternativamente por la negociación política, el soborno y la amenaza.

Con toda razón, desde la aprobación del Alto Legislativo 01 de 2017, el cual le dio rango constitucional a los textos tantas veces renegociados, manipulados y ajustados a los intereses de la élite político económica, como remanentes del degradado “acuerdo” de paz, la Fiscalía de la Corte Penal Internacional comenzó a manifestar, de manera reiterativa, su inconformismo frente a la versión de la responsabilidad de mando que allí quedó definida (Artículo transitorio 24), la cual está en contradicción con el derecho internacional consuetudinario y con el texto del Estatuto de Roma (Art. 28). Tanto en el Amicus Curiae que la Fiscal de la CPI le envió a la Corte Constitucional el 8 de octubre de 2017, cuando el texto estaba aún bajo su revisión, como en la diversas exposiciones realizadas por el Fiscal Adjunto de la CPI, James Stewart, en mayo y noviembre de 2018, en las que se refiere a este preocupante tema para la CPI.

El tema de la responsabilidad de mando no se refiere solamente a los comandantes militares (Art. 28, sección a), sino también a otros superiores (Art. 28, sección b) que tienen personal subordinado, comenzando, lógicamente, por los Jefes de Estado, cuyos subalternos son, además, de “libre nombramiento y remoción”. Este punto en Colombia, tiene una importancia superlativa, ya que la violencia más cruel, en todas sus décadas, se ha apoyado principalmente en la tolerancia o aprobación tácita de los crímenes por las diversas cadenas de mando, haciendo de la OMISIÓN una conducta monstruosamente sistemática, eludiendo toda rendición de cuentas, cubriendo mediante la ignorancia fingida o el “hacerse los de la vista gorda” o mediante políticas de “brazos caídos”, las conductas de sus subordinados, no pocas veces como ejecución de sus mismas órdenes, incluso desacatando por décadas órdenes de la Corte Constitucional que les ordenaba entregar los nombres y rangos de los subordinados que estuvieron presentes en los escenarios de los horrores, sin que la misma Corte los sancionara o deslegitimara por el desacato contumaz, persistente y desafiante. Por eso se entiende que las élites renegociadoras del “acuerdo” se hubieran empeñado con tanta minucia en reformar los criterios del derecho internacional consuetudinario y del Estatuto de Roma para definir la responsabilidad de mando de superiores, civiles y militares, cuyos subordinados perpetraron el más elevado porcentaje de los millones de crímenes hoy inventariados en Colombia.

La Fiscalía de la Corte Penal Internacional ha señalado repetidas veces que la versión colombiana de la responsabilidad de mando1 recorta y restringe los rasgos que a ésta le asignan el derecho internacional consuetudinario y el Estatuto de Roma: mientras la versión internacional se funda en el mando y control del superior sobre sus subordinados, la versión colombiana exige un control sobre la misma conducta criminal; mientras la versión internacional se fija en los poderes reales que un superior tiene, la versión colombiana exige que el área de los hechos haya estado asignada jurídicamente al superior; mientras la versión internacional sólo se fija en la capacidad real del superior para prevenir y castigar los hechos de sus subordinados, la versión colombiana exige en el superior atribuciones legales para emitir órdenes, modificarlas y hacerlas cumplir; mientras la versión internacional considera la omisión de los más altos mandos como evidencia de su responsabilidad en las conductas de sus subordinados, la versión colombiana exige en el superior capacidad concreta para tomar medidas adecuadas para evitar o reprimir las conductas de los subordinados; mientras la versión internacional coloca como criterio fundamental de responsabilidad de mando el hecho de que el superior “tenía razones para saber”, según el derecho consuetudinario, o según el Estatuto de Roma “en razón de circunstancias del momento debía saber” que los crímenes de sus subordinados estaban por ocurrir o habían ocurrido, la versión colombiana exige en el superior un “conocimiento actual o actualizable” de la comisión de crímenes por sus subordinados, o (según otro párrafo), “conocimiento basado en la información a su disposición antes, durante, o después de la realización de la respectiva conducta, así como en los medios a su alcance para prevenir que se cometa o se siga cometiendo la conducta punible, siempre y cuando las condiciones fácticas lo permitan”.

Todos los recortes y restricciones de la versión colombiana, para quien conozca superficialmente la multitud de trampas, evasiones y recursos probatorios espurios que constituyen rutina arraigada en los aparatos judiciales colombianos, son anuncios seguros de impunidad de los mandos militares y civiles por las conductas de sus subordinados, o en otros términos, IMPUNIDAD GARANTIZADA DE LOS MÁXIMOS RESPONSABLES.

El Fiscal Adjunto de la Corte Penal Internacional, Mr. James Stewart, en su intervención en noviembre de 2018 en Bogotá sobre el Artículo 28 del Estatuto de Roma, volvió a enfatizar en los criterios del derecho internacional en el tratamiento de la responsabilidad de mando:

“28. Tanto para superiores militares (art. 28 (a)), como para otro tipo de superiores (art. 28 (b)), el Estatuto precisa que el acusado sepa (tenga conocimiento) que sus subordinados han cometido, o van a cometer, crímenes. El superior no necesita conocer el nombre de los subordinados ni tampoco conocer los detalles de los crímenes en cuestión. Factores que pueden indicar conocimiento incluyen informes recibidos por el acusado indicando involucramiento pretérito en hechos punibles, o modus operandi y patrón de conducta, el número, lugar y tiempo de los crímenes, la ubicación del comandante al momento de los hechos, la notoriedad de los hechos, etc.

29. Además, el artículo 28 recoge un elemento subjetivo alternativo al conocimiento actual. Este elemento alternativo es diferente para superiores militares (art. 28(a)) y para otros superiores (art. 28(b)). Empezando con el superior militar (o que actúa como tal). El artículo 28 literal “a” precisa que el acusado conforme a las circunstancias del momento debió haber sabido que los subordinados estaban cometiendo o iban a cometer crímenes. Es responsabilidad por negligencia: el superior militar tiene deberes de indagación especiales en virtud de su posición. Tiene también deberes positivos que apuntan a que haya un sistema de monitoreo y reporte que sea efectivo. Un comandante que tiene a su disposición información de naturaleza general que lo puede poner en aviso de que los crímenes están ocurriendo y no ata los cabos es un claro caso de un superior que “debería haber sabido”. Pero un comandante que no recibe ninguna información porque no montó ni siquiera un sistema básico de monitoreo e informes, también lo es.

30. Para otros superiores, el artículo 28 literal “b” requiere que el superior deliberadamente hizo caso omiso de información que indicase claramente los crímenes de los subordinados. Es decir, el superior a propósito ignoró información que claramente indicaba la comisión de los crímenes o la inminencia de su comisión.

31. El comandante falló en tomar todas las medidas razonables necesarias para prevenir los crímenes, o reprimirlos, o remitirlos a las autoridades competentes. Son tres deberes que aparecen en tres momentos (antes de la comisión, durante y después). El incumplimiento de cualquiera de estos deberes da lugar a la responsabilidad penal. El no prevenir cuando el comandante tenía deber de hacerlo, por ejemplo, no puede ser remediado por el castigo posterior.

32. Prevenir la comisión incluye frustrar el comienzo de ejecución, pero también la consumación del delito en ejecución. O la continuación del proceso en el caso de los delitos permanentes o continuos.

33. El deber de reprimir o de poner el asunto en conocimiento de las autoridades competentes tiene por objetivo que los autores sean efectivamente llevados a la justicia para evitar impunidad y prevenir crímenes futuros (el Comité Internacional de la Cruz Roja enfatiza que está empíricamente probado que el relajamiento de la disciplina militar y la ausencia de todo riesgo de sanciones fomenta la comisión de crímenes).

34. La jurisprudencia del Tribunal para la ex Yugoslavia también muestra que infracciones repetidas al artículo 28 pueden llevar a responsabilidad bajo formas directas de participación: por ejemplo, un comandante que no sólo no reprime a los subordinados que cometieron delitos, sino que también los envía a realizar nuevas operaciones militares con riesgo para la población civil, envía un mensaje de tolerancia oficial frente a la comisión de crímenes, y de este modo traspasa el umbral de la responsabilidad del superior e ingresa al ámbito de la instigación”.

Vale la pena citar el No. 8 de dicha exposición del Fiscal Adjunto, donde se refiere al sentido profundo que tiene la responsabilidad de mando: “No solo la segunda guerra mundial, sino también los conflictos armados durante la segunda mitad del siglo XX y primer decenio del XXI demuestran los terribles sufrimientos para la población civil a los que se puede llegar cuando un comandante decide darles carta blanca a sus subordinados, o hace la vista gorda o, simplemente, se abandona a la negligencia. Este enorme potencial para el sufrimiento y la destrucción de seres y obras humanas que tiene todo grupo armado, y la posición de garante del superior con relación a dicha fuente de peligro, yace en el epicentro de la doctrina de la responsabilidad de mando”.

El trabajo sutil intensivo de los reformadores del “acuerdo”, en sus etapas de “pos plebiscito” y de debates parlamentarios, buscaba desmontar el instrumento más importante para superar la impunidad de millones de crímenes de las décadas del conflicto: la responsabilidad de mando de civiles y militares. Si los mismos presidentes de la república, sus ministros de defensa y sus cadenas de mando se habían negado a obedecer a la misma Corte Constitucional cuando les exigió revelar los nombres de militares, policías y agentes estatales que estuvieron presentes en los escenarios del horror, logrando neutralizar políticamente cualquier reacción de la misma Corte frente a sus desacatos; si esos mismos presidentes, ministros de defensa y cadenas de mando se negaron por décadas a escuchar el clamor de las víctimas que les exigían cumplir con sus deberes como “garantes de derechos”; si esos mismos presidentes, ministros de defensa y cadenas de mando se abstuvieron durante décadas de monitorear, investigar y asumir posiciones frente a la multitud de denuncias del comportamiento criminal de las tropas oficiales a lo ancho y largo del país, la única manera de garantizar un futuro respetuoso de los derechos ciudadanos y ajeno a crímenes de Estado, sería enfrentar a fondo y sin ambages la responsabilidad de mando y corregir a fondo los factores que propiciaron su desconocimiento por tantas décadas, pero los reformadores del artículo 28 del Estatuto de Roma hicieron un trabajo magistral para invalidarlo sin anularlo, joya histórica de la inveterada esquizofrenia estatal.

La Fiscalía de la Corte Penal Internacional, sin salir de su asombro por la aprobación de tal despropósito por parte de la Corte Constitucional, al validar el texto del Acto Legislativo 01/17, exhorta a los magistrados de la JEP a que, de todas maneras, ante los casos concretos que implican responsabilidad de mando, tengan en cuenta el derecho internacional consuetudinario y el Estatuto de Roma, lanzandoles este reto: “Será responsabilidad de las y los jueces de la JEP interpretar la legislación aplicable, y en particular la definición de responsabilidad de mando, con consciencia de cómo el concepto de la responsabilidad de mando se ha desarrollado en derecho internacional (…) Si, como cuestión práctica, se hace justicia en casos de responsabilidad de mando, entonces, no solamente esto asegurará que Colombia pueda cumplir sus obligaciones internacionales convencionales como Estado Parte del Estatuto de Roma, sino también permitirá asegurar investigaciones y enjuiciamientos efectivos a nivel nacional, en línea con el principio de complementariedad. Este es ciertamente el resultado que la Fiscalía espera, en cuanto a implementación y aplicación de las medidas de justicia transicional en Colombia”2 Con este reto, la Fiscalía de la CPI amenaza en forma diplomática al Estado Colombiano de aplicar la “complementariedad” (asumir en la misma CPI los casos que no son objeto de genuina justicia en el Estado Parte) si no se respeta, en su definición integral, el artículo 28 del Estatuto de Roma. Pero quien conozca superficialmente las instituciones colombianas, sabe de sobra que el artículo 28 no será aplicado en su versión de derecho internacional sino en su degradada y tramposa versión colombiana y que el Estado se las arreglará para neutralizar las reacciones de la CPI. En conclusión: los máximos responsables de los crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y genocidios, gozarán en Colombia de impunidad total a través de la JEP.

Y, como si fuera de poca monta el golpe mortal infligido al principio eje de la responsabilidad de mando, el Acto Legislativo 01/17, como acomodo del “acuerdo” a los intereses de la clase política dominante, moduló atrevidamente la misma tipificación de los más graves crímenes que se perpetraron en Colombia en las décadas del conflicto. El artículo transitorio 12 le prohíbe a los órganos de la JEP “presumir el carácter masivo o sistemático de las conductas punibles investigadas, ni que el hecho ha sido cometido como parte de un plan o política o como parte de la comisión en gran escala de tales crímenes; todo ello deberá acreditarse de conformidad con prueba legalmente producida”. Al condicionar y bloquear de esa manera las denuncias de las víctimas, se recurre a manipular la realidad, sometiéndola a lecturas restrictivas e interesadas que miran a evitar que, en la misma denuncia, las cadenas sistemáticas de crímenes pierdan su entidad característica de sistematicidad y queden sustraídas a la tipificación de crímenes de carácter internacional. Durante muchas décadas, las víctimas han repudiado el hecho de que los aparatos de “justicia” tiendan siempre a individualizar los crímenes y a considerarlos independientes unos de otros, con miras a facilitar lecturas sesgadas e interesadas de los mismos, dándole a cada uno un carácter aislado y fortuito, al mismo tiempo que se rehúsa considerar los factores y circunstancias que los evidencian como parte de planes globales o políticas de Estado. El hecho de exigir “pruebas legalmente producidas” de su sistematicidad, abre un inmenso campo a la desnaturalización de los crímenes, al condicionar su tipicidad al paso por los laberintos más corruptos y putrefactos del sistema judicial colombiano, como es su sistema probatorio.

El mismo Parlamento, dominado por élites político económicas, modificó las atribuciones de la JEP respecto a los “terceros”, o personas civiles que incidieron de una u otra manera en la comisión de los crímenes, la mayoría de ellos empresarios poderosos que financiaron el paramilitarismo o señalaron a las tropas legales e ilegales la identidad de quienes no les eran afectos o estorbaban sus negocios, para que fueran eliminados o procesados. El sometimiento a la JEP de dichos “terceros” se pactó entonces como “voluntario”, a no ser que en la investigación de los crímenes graves incluidos en el Estatuto de Roma aparecieren como responsables, pero en ese caso su participación en los crímenes tendría que caracterizarse como “activa y determinante”, la cual se explica, en el artículo transitorio 16 del Acto Legislativo 01/17, como “aquella acción eficaz y decisiva en la realización de los delitos”, condición que los políticos saben de sobra que es difícil de probar, dado que su participación tuvo ordinariamente el rasgo de la discreción o la clandestinidad y que, como último recurso, sus caudalosas fortunas pueden “arreglar” los testimonios que finalmente resulten incómodos.

El “post acuerdo” ha multiplicado los interrogantes sobre las posibilidades de la JEP en el campo de una justicia transicional. Los incumplimientos del gobierno a lo pactado en materias de amnistías, substitución de cultivos de uso ilícito, proyectos de desarrollo rural, espacios de participación, reincorporación de desmovilizados, garantías de vida para los desmovilizados y sus familias, garantías jurídicas para los desmovilizados y para el nuevo partido político, etc., pero, por encima de todo, la incidencia ganada por la Fiscalía, la Procuraduría y otras instituciones internas durante el “post acuerdo” en orden a controlar las actividades de la JEP, controles a través de los cuales se expresan un Estado y un Establecimiento enemigos de la paz y adversarios empedernidos del “acuerdo”, cuya ideología se expresó descarnadamente en la campaña del Plebiscito de octubre de 2016, apoyada en mitos y falsedades perversamente confeccionadas desde el odio a los movimientos alternativos y desde la defensa de unos intereses económicos y políticos foráneos, antinacionales y excluyentes. Hoy día la Fiscalía le disputa a la JEP muchas facultades y mantiene bajo amenaza de procesamiento ordinario y extradición a líderes desmovilizados, bajo evidentes presiones extranjeras que se articulan con la ideología del nuevo gobierno, en búsqueda de configurar un país sumiso a intereses foráneos y dominado por élites conservadoras en las cuales militan los más tenebrosos personajes del pasado violento.

Pero quizás el vacío más escandaloso del “acuerdo” es la ausencia de estrategas efectivas y de mecanismos concretos para asegurar la “no repetición de los crímenes”. La lógica más elemental exige que si se quiere evitar algo en el futuro, hay necesariamente que analizar a fondo cuáles fueron los factores que lo permitieron en el pasado y diseñar métodos de corrección radical. Es evidente que han sido factores determinantes en la multiplicación de crímenes de lesa humanidad y en el genocidio estatal, en primer lugar, la injerencia ideológica militar de los Estados Unidos y las doctrinas impuestas desde allí, tales como las de “seguridad nacional”, “enemigo interno”, “anticomunismo”, “paramilitarismo”, dependencia ideológica de la “Escuela de las Américas”, crecimiento exagerado del presupuesto militar, el diseño de la formación militar y la eliminación del control civil frente a las políticas militares y frente a la presencia de tropas y asesorías extranjeras, sin dejar de lado la privatización de los medios masivos de información y su libertad de subyugación de las conciencias, así como la justificación legal de prácticas altamente violatorias de la dignidad y de los derechos humanos con aquiescencia y obsecuencia de los poderes legislativos y judiciales.

Sin un análisis profundo de estos factores; sin un reconocimiento explícito del papel que han jugado en el conflicto social y en el conflicto armado y sin unas estrategias correctivas convincentes, no existirán, ni de lejos, garantías de no repetición.

La comunidad internacional se extraña de que un “fin de conflicto” no incluya al menos una reducción sensible del pie de fuerza y del presupuesto militar. A quienes conocen la ideología represiva y el influjo en ella de los Estados Unidos, les aterra que no haya un reconocimiento ni una estrategia de poner fin a la presencia militar extranjera ni una declaración de independencia de sus fatales asesorías. La red mundial de organizaciones humanitarias deplora la impunidad negociada con el estamento castrense y se pregunta cómo puede esperarse un futuro más respetuoso del ser humano mientras los represores y perpetradores de crímenes tan horrendos permanecen intocables y con derecho a continuar en sus instituciones, a ocupar puestos públicos y a contratar con el Estado. Todos nos escandalizamos de las declaraciones de la fuerza pública en las que niegan la existencia misma de su doctrina militar, cuando muchos conocemos sus manuales y pactos secretos en los que incorporaron numerosos principios y prácticas criminales.

El reconocimiento de los errores es principio ineludible de un cambio que lleve a no repetir las atrocidades. Negar, silenciar, ocultar o disimular esos errores, revela intenciones implícitas de repetirlos.

Entre la JEP diseñada en las conversaciones de La Habana y la JEP que sale confeccionada tras la incidencia de las élites político económicas en el “post acuerdo”, existen pocas afinidades. Subsisten muchos párrafos y mecanismos comunes pero sus herramientas ejes de justicia fueron invalidadas, algunas de manera sutil y con derroche de hipocresía, otras de manera cínica.

Es triste que un proceso que mantuvo al país y al mundo en expectativa y esperanza durante 5 años cause hoy frustraciones tan hondas. Si bien los medios ocultan todas estas realidades y alimentan polémicas desviadas bajo otros intereses, es necesario analizar a fondo lo ocurrido en servicio a la verdad.

Imagen: KienyKe.