Ideas cortas, la consigna

La atmósfera espiritual de una época no se refleja en los grandes acontecimientos, sino más bien en pequeños episodios, escribe Stefan Zweig en su autobiografía El mundo de ayer.

El escritor austriaco reconstruye una escena fugaz de la que fue testigo, momento anodino en apariencia, pero que a él se le antojó cargado de significado. Corría la primavera de 1914. En un cine de barrio de Tours charlaba la gente del pueblo, fumaba y reía, aun cuando la proyección había comenzado ya con noticias del mundo. Inesperadamente, a la vista del Káiser de Alemania, “los espectadores empezaron a silbar y patear de un modo desaforado (…). La buena gente de Tours se enloqueció por espacio de un minuto. Me sobresalté. Quedé aterrado hasta el fondo del corazón. Porque sentí hasta qué punto debía haber progresado el envenenamiento causado por la propaganda del odio”. A poco, el 29 de junio de ese año se disparó el proyectil de Sarajevo que desencadenó la Primera Guerra Mundial.


A lo largo de todo un siglo ha logrado cierta propaganda predisponer los ánimos para la guerra y para plegarse a regímenes que, como el fascismo, se empotraron en el control de la masa mediante la fuerza y el uso de técnicas de persuasión inconsciente. Como quien vende un jabón, aquí se vende una fe. Publicistas y propagandistas condicionan los gustos de la gente y sus actitudes políticas. El secreto: simplificar las ideas (¿hasta la caricatura?); repetirlas hasta el cansancio; asociarlas con imágenes heroicas y motivos que subviertan las pasiones, el anhelo de poder… aunque también el de someterse a la mano férrea de un padre. Padre implacable, como Dios, pero padre, al fin. Y hallar (o inventar) un enemigo tan temible que consiga compactar al pueblo todo en unidad inquebrantable alrededor del caudillo, también uno, insustituible. Encarnación de un pueblo sin fisuras, será él mismo la voz del pueblo, ergo, la voz de Dios. La patria. Quien la amenace merecerá prisión, destierro o muerte.

Hay en Colombia quienes empiezan a coquetearle a un modelo de esa laya, a título de “gobierno de opinión”. No otra cosa sugiere la columna de un asesor presidencial que condensa el ideal de este gobierno en una simplificación grosera, apologética. Pieza rudimentaria de propaganda, menea la guerra como forma excelsa de la política, convoca la unidad del pueblo alrededor de su caudillo sin “división nacional” ni “lucha de clases”, y exhuma todo su odio contra el enemigo malo (en el país de la motosierra). Acaso para evocar las gestas del Cid Campeador, o las de los nobles de la Mesa Redonda, se proclamará primer caballero del Presidente y hasta mariscal de campo en sus batallas.

Cosas le faltan para completar un cuadro que alarma no ya apenas a la oposición liberal y del Polo, sino a contingentes crecientes de los propios amigos del Gobierno que ven con horror aproximarse la quiebra de la democracia en este país. Faltaría la inclinación a configurar un Estado policivo con la conversión del DAS en aparato de persecución política; y criminal, con el asesinato sistemático de civiles inocentes; y militarista, con su concepción de seguridad confinada al solo criterio de la guerra; y elitista, por su alianza cerrada con el gran capital. Un Estado que se inmiscuye en la intimidad de la gente para ordenarle con quién irse a la cama y cuándo; para prohibirle fumarse un porro; para burlar la ley que despenaliza el aborto.

Una pregunta salvaría del tremendismo a esta glosa: ¿anda Colombia en el estadio de los pequeños episodios, o ha saltado ya a los acontecimientos de bulto?

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