Guerreros caudillistas

José Gaspar Francia fue un presidente paraguayo que gobernó a principios del siglo XIX.


Es recordado por su arrogancia y por el menosprecio que tenía por la ley. De él se dice que cuando la asamblea de representantes debatía sobre la posibilidad de expulsar a los españoles, entró al recinto y puso dos pistolas cargadas en la mesa. Estos son, dijo, los argumentos que tengo contra la supremacía de Fernando VII. Así, con esa misma lógica de pistola cargada gobernó al Paraguay durante más de 30 años.

Presidentes bravucones y que se creen superiores a la ley abundan en la historia de América Latina. Todavía hay algunos, aunque ya no llevan pistolas y su oposición a las formas legales es más sutil. Si bien comparten un mismo talante autoritario obedecen a ideologías muy distintas. Su inspiración puede venir de Dios, como era el caso de García Moreno, un presidente ecuatoriano que decía: ¡muera la constitución y viva la religión! También puede venir del pueblo; un pueblo mítico que nadie ha visto, pero que ellos dicen encarnar, como era el caso de Hugo Chávez en Venezuela o el de Daniel Ortega en Nicaragua. Otros, como el expresidente Álvaro Uribe, se inspiran en una especie de “guerra santa”, con la cual pretenden extirpar el mal de las sociedades para imponer el bien que ellos dicen representar.

No comparten ideología pero sí tienen, como digo, un mismo talante autoritario; un talante que resulta de su convicción de estar motivados por un propósito metafísico (Dios, el Pueblo o la guerra santa) que justifica el hecho de que las constituciones, las leyes e incluso la ética se pongan al servicio de sus causas.

Me dirán algunos que estoy exagerando el menosprecio de Álvaro Uribe por las instituciones. No lo creo. La lista de hechos que ponen en duda su apego a la legalidad es larga (auto-reelección, chuzadas del DAS, yidispolítica, desmovilización de paramilitares, etc.); pero para no ir tan lejos basta con ver lo que hizo esta semana. Después de acusar a Santos (en vísperas de las elecciones) de haber recibido dineros del narcotráfico (ni más ni menos) y de que el fiscal le pidiera que mostrara las pruebas de su denuncia, Uribe no sólo se negó a presentarlas sino que decidió recusar al fiscal e ir donde el procurador. Semejante actitud no sólo es un indicio de lo poco creíbles que son tales pruebas (si las tuviera, el hecho de presentarlas sería la mejor estrategia para derrotar a Santos), sino de que su actitud atenta contra el ordenamiento jurídico, al interponer una recusación que no procede, y al escoger, como si fuera asunto suyo, el funcionario que juzga su caso.

Se suele decir que en estas elecciones estamos llamados a escoger entre la paz y la guerra, es decir, entre un presidente pacifista y uno guerrerista. Puede ser verdad. Lo que creo es que esa no es la única disyuntiva a la que estamos enfrentados; también debemos elegir entre las vías legales y las vías ilegales para resolver nuestros conflictos, es decir, entre un presidente arrogante y caudillista y otro tolerante e institucionalista.

De la combinación de estas dos disyuntivas surgen cuatro talantes presidenciales: 1) el guerrero caudillista, 2) el guerrero institucionalista, 3) el pacifista caudillista y 4) el pacifista institucionalista. Es difícil ubicar a Santos en esta tipología; yo diría que está más cerca del tercer talante que de los demás; en todo caso yo prefiero al último (al pacifista institucionalista) y creo que el primero, es decir el guerrero caudillista (representado por Zuluaga, que es el ventrílocuo de Uribe) es el peor de todos.