En memoria de Don Samuel Ruíz García

El 24 de marzo del año 2000, al inicio del nuevo milenio y durante la conmemoración del XX Aniversario del martirio de monseñor Oscar Arnulfo Romero, don Samuel Ruiz García, todavía presidente del entonces Secretariado Internacional Cristiano de Solidaridad con los pueblos de América Latina – SICSAL (hoy en día Servicio Internacional Cristiano de Solidaridad) y que lleva el nombre de Monseñor Romero, se abrió paso entre los vendedores de puestos que rodeaban la reja que custodia la Cripta de la Catedral de San Salvador y bajó, junto a otros obispos y miembros del SICSAL, las escaleras que conducían a la vieja tumba del arzobispo mártir.

Era, recuerdo, un bloque rectangular de concreto entre paredes despintadas y el polvo acumulado por los años; no había allí más que un cuadro con el retrato de Monseñor y decenas de exvotos y pequeños retablos, dándole las gracias por algún milagro recibido por su intercesión.

La tumba de la cripta no se abría regularmente, se había prohibido “el culto público” para no “entorpecer” en Roma –según se decía– la causa de quien ya era Santo. Alguien había tomado la decisión de bajar a Monseñor Romero al sótano, a las catacumbas, pretendiendo así llevarlo al olvido. Pero, ¿cómo iba su pueblo a olvidarlo? La sangre de Monseñor abonó las semillas de libertad en todo el Continente. Y muchos hermanos suyos decidieron seguir su ejemplo valiente, entre ellos don Samuel. Eran todavía momentos de oscuridad y de tensión dentro de la iglesia toda y momentos de tensión social y política en nuestra América Latina.

Don Samuel apoyó las manos en la tumba que, por lápida, tenía esas pequeñas muestras del inmenso amor que el pueblo pobre tiene por Romero; dio un fuerte suspiro y guardó silencio. Don Pedro Casaldáliga, don Heriberto Hermes, don Tomás Balduino, obispos de Brasil; el Reverendo Miguel Tomás Castro, de la Iglesia Bautista Emmanuel y algunos otros que allí estuvimos, acompañamos ese momento solemne de nuestro querido j’Tatic Samuel. 
Cerró los ojos y los demás pusimos nuestras manos sobre ese altar que resguardó a Monseñor.

Siempre me pregunté qué estaría pensando don Samuel en esos instantes, qué le estaría contando a su hermano obispo, qué preocupaciones le estaba compartiendo… quizá le estaba diciendo que en ese mismo instante estaba esperando respuesta de Roma, a la carta de renuncia que meses atrás había enviado, por haber cumplido ya los setenta y cinco años de edad y cuarenta como obispo titular de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas, en Chiapas.

Le estaría pidiendo, como le pedían esos retablos, que siguiera intercediendo ante el Padre, por este pueblo sufriente que no dejaba de ser humillado, oprimido, pero que, gracias a su ejemplo, caminaba ahora con dignidad y con esperanza.

Recordaba don Samuel, quizá, ese domingo de ramos de 1980, en el cual caminó por las turbulentas calles de San Salvador, acompañando al Cardenal Ernesto Corripio Ahumada y a su amigo de Cuernavaca, don Sergio Méndez Arceo, en solidaridad con el clero y con el pueblo salvadoreño que fue a rendir homenaje, el día de su funeral, al obispo en su catedral; y que ese mismo día fue, una vez más, acribillado desde las azoteas del palacio de gobierno.

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